Fecha de publicación: 9 de enero de 2019

Mi primera lectura de Bernanos fue “El diario de un cura rural” (1935-36), allá por el año 1964. Y casi al mismo tiempo “Diálogos de Carmelitas”, que un profesor de francés del Seminario de Madrid, Juan José del Moral Lechuga, nos hizo traducir en un semestre, con catorce o quince años. Ahora comprendo que era un francés muy duro para chicos de nuestra edad. Pero da igual. Nunca se lo agradeceré bastante.

No he vuelto a leer el “Diario de un cura rural” desde entonces. Tampoco sabía por aquellas fechas que había sido la última obra que Bernanos había escrito antes de trasladarse a España, y concretamente a Mallorca, en octubre de 1934, en los tiempos convulsos que precedieron a la Guerra Civil. Del libro mismo recuerdo algunas cosas, aunque sé que mi viejo volumen esta lleno de marcas y de subrayados. En primer lugar, el inolvidable final, la frase “¿Qué más da ya? Todo es gracia”, que dice el protagonista justo antes de morir en un vómito de sangre. Y la conversación del cura con la condesa, especialmente los pasajes en que Bernanos habla del silencio de la Iglesia, y cuando describe el infierno como soledad absoluta, como incapacidad de amar. Aquel pasaje, duro y limpio como un diamante, abrió mi mirada de adolescente a una percepción de lo absoluto de Cristo más que muchos maestros “espirituales” modernos; y de lo absoluto que era perdérselo, de cómo perdérselo era perder la vida al mismo tiempo. También me abrió a una realidad para mí nueva, que yo entonces no tenía palabras para articular (tal vez tampoco las tengo ahora), pero que hoy puedo describir como una percepción clara de que entre lo que se llama lo “natural” y lo que se llama “sobrenatural”, entre la vida sin más y la vida cristiana, hay una misteriosa, pero indisoluble relación, análoga a la que hay entre el alma y el cuerpo, en virtud de la cual la una se juega en la otra, inevitablemente, y ambas son inseparables. Cuando se separan, mueren las dos. Lo que se juega en la vida cristiana no es la vida cristiana, sino la vida tout court. La vida cristiana nos es dada para que podamos vivir, para que nuestra vida humana se cumpla, no para añadir a la vida “normal” otra cosa “adosada” a ella, que sería la vida cristiana. Lo que perdemos si perdemos a Dios —aunque en esta vida, como subraya admirablemente el pasaje del “Diario” que cuenta la conversación entre el cura de Ambricourt y la condesa, no lo perdemos nunca del todo—, no es la posibilidad de amar a Dios, sino la posibilidad de amar. Punto. Y al revés, lo que ganamos al encontrar a Cristo no es un elemento decorativo y accesorio en la vida, sino sencillamente la Vida misma, que hace florecer nuestra propia humanidad, aquello para lo que estamos hechos. Aquello para lo que estamos hechos es Dios, es el cielo, es la vida eterna. En la relación con Dios se juega todo, sencillamente todo (también la relación con los demás, con uno mismo, con el mundo). Y al revés, la relación con Dios se juega, no principal ni exclusivamente en unos “actos de piedad” o en una “espiritualidad” que puede permanecer intacta al margen de la vida (o más bien, dar la impresión de que permanece intacta), sino que se juega precisamente en la vida, en las relaciones con los demás, con uno mismo, con la historia y con el mundo, con las cosas del mundo.

Hay otro pequeño párrafo que recuerdo perfectamente, que me sé de memoria, que me ha ayudado mil veces en mi vida y en mi ministerio sacerdotal. Es un pasaje que ha ayudado a innumerables personas, tal vez porque el desamor de sí mismo es uno de los rasgos más característicos del hombre contemporáneo, y además uno de los rasgos que precisamente la cultura del hombre contemporáneo le hacen más incapaz de comprender. Aunque el texto tiene un tono moral, la verdad que contiene va bastante más allá del ámbito moral, abre a esos espacios amplios en los que se asienta una moral verdadera. Es una reflexión que hace el cura una noche, y dice así:

                   Odiarse a sí mismo es más fácil de lo que parece; lo difícil es olvidarse. Pero si todo el orgullo estuviera muerto en nosotros, la gracia de las gracias sería amarse humildemente a sí mismo, como a cualquier otro miembro doliente del cuerpo de Cristo.

Como me sucede con mucha frecuencia leyendo a Bernanos, recordar este texto me trae a la memoria a Santa Teresa de Lisieux, a la que él amaba tanto y comprendía tan bien, y especialmente algunos pasajes de sus “Últimas conversaciones”, en los que se pone de manifiesto la frescura de esa libertad suya con respecto a sí misma, que la gracia hace resplandecer en una mujer de su temperamento y su contexto cultural con una belleza tan sencilla como deslumbrante.

Fue sólo más tarde, en los últimos años de seminario, cuando empecé a leer los ensayos de Bernanos, sus “escritos de combate” (como él mismo tituló una selección publicada en Beirut en la imprenta de “La Syrie et l’Orient”, en 1944). Las dos colecciones de artículos que leí, —las conservo todavía, en una edición de “Livre de poche” de aquellos años—, eran “Français, si vous saviez”, y “La liberté, Pour quoi faire?” Su lectura fue para mí, de nuevo, un apoyo firme en la vida. Sus juicios sobre el cristianismo contemporáneo y sus consecuencias para la situación del mundo, así como sus juicios sobre ese mundo, me han alimentado durante décadas. Han sido un soporte permanente de amor a la Iglesia y de libertad. Y también por esa época, a finales de los sesenta, fue cuando cayó en mis manos la traducción francesa del libro de Balthasar sobre Bernanos: “Le Chretien Bernanos” (éd. du Seuil, Paris, 1956), un texto de 1954 en el que Balthasar se justificaba por escribir un libro tan voluminosos sobre un “novelista”, pero luego, refiriéndose a la gran literatura francesa de la primera mitad del siglo XX, y concretamente a Bloy, Péguy, Claudel, y Bernanos, dice que “pudiera muy bien ocurrir que en los grandes literatos católicos hubiera más vida intelectual original y grande, y capaz de crecer al aire libre, que en nuestra teología actual, de aliento algo corto y que se contenta con hacer poco gasto”.

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Se reúnen aquí varios textos, todos ellos inéditos en español, relacionados con España y con la guerra civil española. Si Dios quiere, otros volúmenes seguirán con varios escritos de combate de Bernanos y con algunas de sus novelas. “Escándalo de la Verdad” y la mayor parte del “Diario de la guerra de España” fueron traducidos al español en ratos libres a partir de 1975, junto con otros varios artículos y ensayos de Bernanos, entre los que yo tengo especial afecto (siguiendo también aquí a Balthasar) al “Sermón de un ateo en la fiesta de Santa Teresa de Lisieux”, que se halla en uno de los capítulos de su obra “Los grandes cementerios bajo la luna”. Esta obra vino también traducida entera, en una primera versión, sin corregir, hacia el final de mis años de estudio en Estados Unidos (y así sigue). El “Sermón de un ateo” fue materia de comentario y de reflexión en varios cursos de verano para jóvenes que, por aquellos mismos años, organizábamos en el Seminario de Ávila algunos sacerdotes de Madrid, que habíamos puesto en marcha con jóvenes estudiantes de varias parroquias la Asociación cultural “Nueva Tierra”, una parte de cuyos miembros —tanto jóvenes como sacerdotes— terminaríamos uniéndonos más tarde a Comunión y Liberación. Por entonces soñaba yo con que hubiese en España una editorial que difundiese las obras de Bernanos y Péguy, más las de Hans Urs von Balthasar y de Henri de Lubac. De hecho, éste había sido el motivo principal de las primeras conversaciones con José Miguel Oriol y con Jesús Carrascosa, que habían comenzado Comunión y Liberación en España, y que estaban empezando la publicación de la revista Communio y “Ediciones Encuentro”, allá por el año 1978. En uno de mis viajes a España, tras la muerte de mi padre en enero del año 1984, recuerdo haber propuesto a Ediciones Encuentro la publicación de “Los grandes cementerios bajo la luna”, y también “Escándalo de la verdad”.

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Vale la pena detenerse aquí un momento a decir por qué me parecía bueno entonces, igual que me lo sigue pareciendo hoy, que una editorial de la Iglesia publique estas obras. No sólo por facilitar una purificación en profundidad de la conciencia y de la memoria de la Iglesia en España, algo que a mi juicio sigue siendo imprescindible hoy para el bien de la gente en general y de la Iglesia, por más resistencias que encuentre —¡todavía hoy!—, en amplios círculos católicos y en algunas poderosas organizaciones eclesiásticas. Mientras esa purificación no se dé, difícilmente, a mi juicio, podremos hablar de reconciliación y de paz, en ningún sentido profundo o cristiano de ambos términos, ni en nuestra sociedad ni en nuestra Iglesia. Y difícilmente podremos ofrecer el cristianismo con alguna frescura y pretensión de verdad al mundo que viene. Pero también quiero que sea la Iglesia quien publique los ensayos de Bernanos, por muy duras que resulten algunas de sus páginas, porque no es justo que un cristiano tan grande, y que ha tenido una influencia tan positiva en la vida de la Iglesia a lo largo del siglo veinte, y también en el Papa actual, siga siendo prácticamente un desconocido entre nosotros.

Más allá, en efecto, de la ocasión concreta que ha servido para la publicación de estas obras de Bernanos (la guerra civil española, los acuerdos de Munich de 1938, la Segunda Guerra Mundial, la implantación de unas democracias contaminadas después), todas ellas constituyen una espléndida reflexión sobre la condición de los católicos en el mundo contemporáneo —era lo que a él verdaderamente le importaba—, y una crítica implacable al catolicismo ideológico, tanto de izquierdas como de derechas, reflexión de la que, al menos nosotros, católicos españoles, tenemos a mi juicio muchísimo que aprender. Pero quizás no sólo podemos aprender de él los católicos españoles, sino también los latinoamericanos, y también el catolicismo norteamericano. Bernanos puede ser, en efecto, muy útil para éste en particular, porque para el católico norteamericano el dualismo de la teología moderna le parece (y con razón) tan connatural a la cultura americana que tiende a considerar que ese dualismo es esencial a la fe cristiana. Lo que una gran parte del catolicismo neo-conservador norteamericano no percibe, sin embargo, igual que muchos de nosotros, es que tanto Bernanos como el Concilio, y como el magisterio pontificio posterior, han luchado infatigablemente contra ese dualismo, y ello precisamente porque es una enfermedad que no se percibe a simple vista, a diferencia de lo que sucede con la disolución “progre” o marxista del cristianismo en la cultura. Pero precisamente por eso es un virus más peligroso, porque mata a la fe con una muerte dulce, sacando a la fe de la realidad de una manera casi imperceptible, lo que nos permite perderla sin que dejemos de considerarnos católicos, y hasta con buena conciencia, y hasta con un vivo sentido “apostólico”. Perdón, ¿vivo? No, acalorado, que no es lo mismo —el calor puede ser la expresión de un delirio febril-, y con comillas en lo de “apostólico”, porque ese supuesto sentido apostólico es casi imposible de distinguir del marketing y de los métodos de expansión de las ideologías y los partidos en el mundo moderno). Ésa es exactamente nuestra lamentable situación.

(…)

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
Enero 2019, Granada

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