Fecha de publicación: 8 de junio de 2015

Queridísima Iglesia del Señor, Pueblo santo de Dios, Esposa amada de Jesucristo, Nuestro Señor;
muy queridos sacerdotes concelebrantes;
queridos amigos de Iffeldorf y luego los que, sospecho que una buena parte de vosotros sois de aquí, del Conservatorio o de alguna de las escuelas de música. Bienvenidos todos (…).

Aunque en Granada, la celebración solemne del Corpus, de acuerdo con nuestra tradición local, que ha sido preservada, ha sido celebrado el jueves, hoy nos unimos a la celebración de toda la Iglesia de la fiesta del Corpus Domini, y esta tarde tiene también lugar otra Eucaristía con una pequeña procesión por aquí, por el barrio, a las 7 de la tarde. Yo no estaré en esa procesión, en esa Eucaristía, porque estaré con una parroquia en Churriana. Ahora mismo también están celebrando el Corpus en Santa Fe y el pueblo entero está adornado de ramas de chopo para el paso de la procesión. Es una fiesta queridísima en nuestra Diócesis.

De lo que yo quiero hablar y pienso que es algo que necesitamos en el contexto de la fiesta del Corpus también, es de cómo el misterio de Cristo -que culmina en su comunicación en nosotros a través de los sacramentos del Bautismo, de la Unción con el Santo Crisma, del Pan de la Eucaristía, del amor humano en el matrimonio…- nos permite amar la Creación. En la liturgia de las Horas del día del Corpus hay una antífona que está tomada de un Salmo: “El Señor saca pan de los campos y vino que alegra el corazón del hombre”. Dice uno, Dios mío, esto tiene que ver con la Creación y, sin embargo, la Iglesia lo pone en relación con el Cuerpo de Cristo.

De la misma manera, en el Génesis, el relato de la Creación termina cada día de la Creación diciendo: “Y vio Dios que era bueno”. Creó la luz, creó el firmamento, los astros, las plantas, los peces, luego al hombre… y vio Dios que era muy bueno. Al final de todo, todo lo que había creado, vio Dios que era muy bueno.

Esa bondad de la Creación siempre está como puesta en cuestión por la experiencia humana, porque hay en la humanidad, desde el primer pecado, desde el origen del mundo, una tendencia a destruir, que nunca se ha hecho muy patente porque la capacidad de destrucción del hombre era más bien limitada. El inmenso desarrollo de las tecnologías y de los poderes del hombre en los últimos cien años han puesto muy al descubierto que somos capaces de poner en peligro nuestro mismo hábitat. Y no solo por la violencia de las guerras, que es una violencia horrible, sino por cosas mucho más aparentemente, o de las que somos menos conscientes, como la erosión de la tierra, que tiene proporciones inmensas, la deforestación del mundo, la consideración del mundo simplemente como un basurero enorme, incluido el espacio, o como una cantera para la explotación del hombre.

Chesterton hablaba, en alguna ocasión, del materialismo sagrado de la Eucaristía. Y lo que quería decir yo creo con esa expresión es justamente eso: que el misterio de Cristo, la Encarnación del Hijo de Dios que se hace carne y que permanece en nosotros en realidades (permanece con nosotros en realidades como el agua del Bautismo, como el Santo Crisma o como el pan y el vino consagrados, en los que Él ha querido misteriosamente dejar su Presencia salvadora en medio de nosotros), nos hace amar toda la Creación. Quienes somos hijos de Dios vemos en la Creación -vemos también en la belleza que los hombres somos capaces de expresar y de hace-un reflejo de la gloria de Dios, por lo tanto, de la belleza infinita e inconmensurable del amor de Dios.

No es posible ser cristiano y no amar las cosas, no amar la realidad, no amar la realidad hasta la más material, hasta la más pequeña, porque para un cristiano primero la vida es percibida toda ella como don de Dios y la Creación entera como regalo de Dios. Y los dones que los seres humanos hemos recibido (la capacidad de un Mozart de componer una música como la “Misa de la Coronación” u otras muchas cosas, o de tantos hombres a lo largo de la historia, de un pintor o de un escultor o de un arquitecto, como Alonso Cano), la capacidad humana de experimentar, de expresar y de construir belleza es una única participación en el ser y en la gloria de Dios.

Pero todo eso para un cristiano es amable, incluso aunque no lo hayan hecho cristianos, porque en todo se refleja esa vocación del hombre a lo divino, ese anhelo que hay en el corazón de cada hombre de infinito, de verdad, de belleza, de bien. Lo que yo quiero decir es que la Encarnación del Hijo de Dios primero desvela ese vínculo que nos une con el Cielo, que nos une con lo divino, desvela la naturaleza de nuestros deseos, de nuestro anhelo, les pone nombre, estamos hechos para el Cielo, estamos hechos para una comunidad de hermanos, estamos hechos para una comunidad de amor, y al mismo tiempo nos permite amarnos a nosotros mismos en el conocimiento de nuestros límites y de nuestra pequeñez y de nuestra pobreza, porque hemos conocido el amor infinito de Dios y la misericordia infinita de Dios. Pero nos permite también amar todo lo que es bello, verdadero, bueno, que hay en la Creación y nos permite cuidar de la Creación como un don precioso, como uno cuida un regalo muy pequeño que te hizo un día tu novia o tu novio, y era muy pequeño porque los dos erais estudiantes y no teníais ningún presupuesto y no podíais haceros un regalo muy grande, pero allí estaba el amor de tu novio, o el amor de tu novia y tú lo guardas con cariño. De la misma manera, nosotros, en todas las cosas creadas, percibimos justamente ese amor infinito de Dios, que nos deja en todo un don, un signo, un regalo de su Presencia y de su amor por nosotros.

El día 16, el Santo Padre publicará una encíclica, precisamente sobre el trato a la Creación y sobre el amor a la Creación. Yo sé que será una encíclica que va a provocar polémica porque hará unas críticas muy duras a nuestro sistema económico ortodoxo, que no piensa más que en el beneficio inmediato de los hombres y pone en peligro cosas muy sagradas de la Creación, precisamente por el olvido de la Creación como don de Dios y por el olvido del vínculo que a nosotros nos une constitutivamente con Dios.

No es el Papa el único. Hay toda una serie de economistas cristianos, incluido el propio Chesterton, que a lo largo de siglo XX han ido advirtiendo de que una economía que no tuviese en cuenta nuestros vínculos con Dios y nuestros vínculos con toda la Creación sería una economía que pondría en peligro nuestra alegría, nuestra armonía con el mundo creado y pondría en peligro nuestra propia vida, nuestra propia existencia humana. Menciono a Chesterton pero podría mencionar a Ernst Schumacher o podría mencionar a Wendell Berry, como contemporáneo nuestro. Han sido muchas las voces que han señalado estos riesgos y que han señalado esa necesidad de recuperar la armonía con la Creación, la armonía con nosotros mismos.

Juan Pablo II lo decía en una expresión muy sencilla: una cultura de la verdad y del amor. Una cultura de la verdad y del amor sólo puede partir de nuestro reconocimiento del amor infinito de Dios revelado en Cristo, reconocimiento de nuestra condición de criaturas creadas para Dios y nuestro reconocimiento de la Creación como un gesto precioso del amor de Dios, al que no le detiene nada. Yo siempre señalo esa frase del Evangelio (…) cuando dice el Señor en el Evangelio “hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados”. Dios mío, qué ternura, qué afecto, qué bendición del Señor, qué exquisitez la del amor de Dios, como para poder decir hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados. Tenemos que convertirnos a la verdad de Cristo para iluminar la verdad de lo que somos y para poder tratar al mundo y tratarnos a nosotros mismos, y unos a otros, de acuerdo con esa verdad preciosa: estamos hechos para Ti, Señor, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Ti, y viviremos en desasosiego mientras no podamos reconocer que Tú eres nuestro origen y nuestro destino y que todas las cosas bellas de la vida son expresión de tu amor por nosotros.

Que este día del Corpus nos ayude a comprender esto y a vivir esto un poquito más y con más gusto.

+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada

7 de junio de 2015
S.I Catedral