Muy queridos hermanos y hermanas;
muy queridos hermanos, amigos todos, que nos seguís a través de la televisión:

Dos cosas en las Lecturas de hoy, que un poco son complementarias, quiero yo explicar. De lo que Jesús dice, voy a detenerme a contemplar un poquito en la frase que dice Jesús al final: “También ahora vosotros sentís tristeza -va Jesús a morir y de momento van a pensar que lo tienen perdido- pero volveré a veros y se alegrará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestra alegría. Ese día no me preguntaréis nada”. Eso es exactamente lo que yo quiero comentar: “Ese día no me preguntaréis nada”. Y voy a comentarlo con una anécdota.

Me acuerdo, hace muchos años, una madre muy cristiana, que tiene cuatro hijos y una de ellas, la pequeña, estaba como descarriándose. La verdad es que yo tenía bastante relación con la madre y con los hijos, y yo sabía por qué se estaba descarriando la pequeña. Porque estaba escandalizada por un hermano suyo con el que vivía, porque se habían ido a estudiar a Madrid juntos, y su madre siempre alababa mucho a su hermano porque iba a Misa, porque cumplía con las expectativas de una madre, y sin embargo la niña me contaba a mí: “Pero a mí mi hermano me escandaliza porque dice que él lo que quiere en la carrera es ganar mucho dinero y ser un triunfador”. Y eso era lo que le preocupaba y eso a ella le escandalizaba un poco; y se iba apartando de la Iglesia. Y la madre perseguía a la niña para que fuera a la iglesia, y cuanto más la madre la perseguía, la niña menos iba. Si alguna vez habíamos coincidido los tres con la familia, decía “¿no eres tú tan amiga de don Javier?, ¿por qué no vas y te confiesas con él? A ver si aprovechas”. A mí me daban ganas de darle una patada a la madre y decirle por lo bajo “¡cállate!, ¡cállate!”, y no lo podía. Pero un día le dije: “Yo conozco a tu hija y tu hija tiene un corazón puro. Tú deja que Dios haga su tarea, no te metas tú…”. Y lo sorprendente es la respuesta de la madre y eso es lo que quiero tomar como punto de partida. Yo le decía: “¿Tú no sabes que el Señor ama a tu hija infinitamente más que tú, y el Señor la ha hecho libre? Déjala, déjala que haga su camino y tu hija volverá al Señor. Estoy seguro. Pero si tú la persigues, lo que haces es alejarla, y la achuchas. Y menos con una cosa como la confesión”. Y me dice la madre, cuando yo le decía que “el Señor ama a tu hija más que tú”: “Don Javier, que yo he ido a muchas misas y esa catequesis ya me la sé. Pero, Dios me la ha dado a mí, por algo será”. Total, que no se movió ni un milímetro de lo que ella pensaba que tenía que hacer por su hija.

Yo creo que eso le pasa a cualquier madre. No hace falta que sea una situación como la que he descrito. Una madre sabe que quiere a su hija, no se lo tienen que demostrar. Al revés, aunque sea una persona muy de Dios y muy de Iglesia, le cuesta creer que es verdad que Dios quiere más a su hijo o hija más que ella, porque ella es su madre. Y eso no hace falta ni demostrárselo a nadie, ni sirven los razonamientos mucho o muy poco. Eso es exactamente lo que dice Jesús: “Ese día no me preguntaréis nada”. ¿Por qué? Porque la fe tiene sus propias evidencias. He puesto el ejemplo de la madre: la madre sabe qué es su hija y lo que tiene que hacer por su hija, y es muy difícil que alguien la aparte de eso que tiene que hacer, y no hace falta demostrarle… Cuando uno tiene la experiencia del Señor y del encuentro con el Señor y del bien que ese encuentro produce en la vida, tampoco hace falta que te demuestren mucho, ni estás preguntando o lleno de vacilaciones o de dudas. Tú sabes lo que el Señor ha hecho en tu vida y tú sabes cómo esa vida, si no fuera por el Señor, iría por unos caminos completamente diferentes. Digo en mi caso. No siento la menor envidia, al contrario, tengo la gratitud enorme de que he podido conocer al Señor sin tener ningún mérito para conocerlo, porque lo he conocido desde mi primera infancia. Casi al mismo tiempo que abría los ojos para conocer el mundo, conocía al Señor del mundo. Y eso se convierte en una certeza. De la misma manera, nadie puede demostrar -en el sentido en el que la gente dice “demuéstrame que Dios existe”-; nadie puede demostrar que una persona te quiere, o que quieres a otra persona. Son cosas que no se demuestran. Pero uno tiene la certeza. Cuando hay un amor verdadero, uno tiene la certeza de ese amor, y me importa muy poco que lo puedan demostrar. Es que me da igual si uno sabe que tiene esa experiencia…

En el episodio del ciego de nacimiento, que se lee el cuarto Domingo de Cuaresma, y donde le llevan después al ciego de nacimiento al Sanedrín y hablan los judíos y discuten con él: “No es posible que este hombre sea de Dios porque cura en sábado”, incluso dudaban y llamaban a sus padres para decir “¿es éste vuestro hijo?”, y decían, “no puede ser, porque nunca se ha visto que un ciego de nacimiento, vea”. Y él decía: “Yo no sé si este hombre es de Dios o no es de Dios, yo sólo sé que estaba ciego y que ahora veo”. Y de ahí no le arrancaban, y venga a darle vueltas y vueltas, y él decía “yo sólo sé que yo estaba ciego y que ahora veo”. Y ése es el tipo de certeza a la que nos conduce el Espíritu Santo. A una certeza de decir, Señor, me pueden criticar los defectos de la Iglesia, Dios mío, si yo los conozco mejor que muchos de los que los critican, ‘¿pero eso no le hace a usted apartarse de la Iglesia?, pues no, porque si tenemos defectos los cristianos, el Señor nos juzgará y, gracias a Dios, sabemos que nos juzgará con misericordia y no como el mundo. Pero lo que cuenta es si Cristo ha resucitado o no ha resucitado; si Cristo es el Hijo de Dios o no es el Hijo de Dios, no los defectos que yo tenga o no tenga. Porque si Jesucristo no es el Hijo de Dios y no ha resucitado, estamos todos tocando el violón. Pero si Cristo ha resucitado, el Señor me pedirá cuenta de lo fiel que he sido o no he sido, y me pedirá una cuenta llena de amor y de misericordia, aunque me tenga que dar un capón, pero me lo dará con mucho cariño. Y uno sabrá que es un capón que nace del amor y, por lo tanto, lo agradecerá.

Ese tipo de certeza es la que falta, por desgracia, en muchos cristianos. Ese tipo de certeza es la que, ahora mismo, muchos de los instrumentos de educación católica no dan, ni siquiera a veces los colegios católicos. Dan como un barniz de cristianismo, como si fueran unas creencias o unas ideas, pero la experiencia del encuentro con Jesucristo y de lo que Jesucristo produce de bueno en la vida. Eso requiere una relación casi como la que las madres tienen con los hijos.

También me acuerdo de la experiencia de unos curas jóvenes en Córdoba. Cuando estaba yo allí, un día comiendo juntos, uno de ellos me decía: “A veces, ahora cuando los curas predicamos y predicamos la moral de la Iglesia parece que la gente como que no nos escucha”. Entonces, se enfadaba y decía: “Tendremos que predicarlo más fuerte”. Digo: “Verás, cuántas veces tu madre, cuando eras pequeño, te ha cuidado, te ha criado, ha estado al borde de tu cama cuando estabas enfermo, te ha tenido preparado el desayuno cuando eras pequeño; cuántas veces te ha limpiado, te ha lavado, te ha enseñado a coger el tenedor y la cuchara. ¿Y a que tú no preguntas por la mañana cuando vas al colegio con 16 o 18 años que no sospechabas que tu madre te pudiera haber envenenado el café?”. Me dice: “No, ¿pero, qué tiene que ver eso? Digo: “¿Y por qué no sospechabas?”. ¿Tiene que ir uno por la vida confiando o desconfiando de los demás? Lo espontáneo es que la gente diga que desconfiando, y los adolescentes o los chicos lo dicen muchas veces, y les pones el ejemplo, y dicen: “Es que a mi madre la conozco y sé que no me va a envenenar el café”. ¿Por qué? Porque tienes toda una experiencia. Les dije: “El día que vosotros hayáis hecho eso por el pueblo cristiano tenéis la autoridad para decirles ‘id por este camino que os irá mejor’ y se lo diréis con el cariño que corresponde”. La Iglesia es madre, es femenina y es madre, pero tiene que mostrar que es madre porque no teme acompañar a sus hijos y estar ratos con ellos, y oírles, y acompañarles en sus batallas y en sus dificultades, preguntarles, escucharles. Darles el tiempo, el cariño, porque es ahí donde se verifica el amor. Yo no necesito que nadie me demuestre o me deje de demostrar que mi madre me quiere o me ha querido. No lo necesito, sencillamente.

Eso es lo que dice Jesús: “No me preguntaréis nada”. Porque la experiencia de que “estoy vivo en el don del Espíritu Santo” tiene dentro de sí las evidencias de Su verdad. A uno le pueden decir “el amor no existe”. Muchacho, lo siento, tú que no lo has conocido. Si te pones a discutir si el amor existe o no existe, las discusiones pueden ser interminables. Pero si uno tiene experiencia de amor verdadero, de haber sido bien querido, de tener unos buenos amigos de verdad y de un amor verdadero, es que te sobran todas las disquisiciones. Te puede ayudar algo que te ayude a comprender cómo es el amor, qué matices tiene, cómo se puede crecer en él, cómo se mejora… pero no hace falta que te demuestren que el amor existe. Cuando entramos en relación con Jesucristo, con la fe cristiana así, es que uno no tiene experiencia del encuentro con Jesucristo y de lo que significa en la vida, porque quien la tiene le sobran las demostraciones y le sobran también las críticas, en muchos sentidos. O le ayudan. Si en esa crítica yo me siento afectado, procuraré ser mejor cristiano. A lo mejor no me había dado cuenta de que esto significaba ser cristiano o que esto escandalizaba a otros, o cosas así. Pero, la fe, como el amor, tiene dentro de sí las pruebas de su propia evidencia. Entonces, no hace falta preguntar nada. Claro, uno tiene deseo de profundizar más, de conocer más a Jesucristo, de vivir más unido a Él, de que Su amor por todos los hombres podamos participar de él de alguna manera que nos llene también a nosotros, no sólo nuestro corazón, sino nuestra vida entera, pero no Te preguntaremos “¿adónde vas?” o “¿qué va a ser de nosotros?”. Ya no hacía falta preguntarlas. Ya no hace falta preguntarlas cuando uno tiene la experiencia de Dios.

Hay un libro de filosofía, y no es un libro sencillo, se llama “Tras la virtud”. De un hombre que en su juventud fue marxista, luego abandonó el marxismo. Era de tradición protestante y luego en el año 79-81, justo cuando publicó este libro, entró en la Iglesia Católica. Vive todavía. Enseña en una universidad americana, ya emérito. Pero al final de ese libro, donde él estudia la historia de las filosofías sociales que ha habido, dice: “Es imposible estudiar la historia de las filosofías sociales sin mirarla desde nuestro mundo sin caer en la cuenta, sin compararlo, con el mundo cuando cayó el Imperio Romano”. Y el Imperio Romano, que ya tenía muchos siglos de Historia detrás de sí y tenía todo el prestigio enorme de su historia, se venía abajo. Dice: “Hay dos diferencias. Una, que, en aquel tiempo, siglo V, los bárbaros estaban a las puertas del Imperio. En nuestro tiempo, los bárbaros nos llevan gobernando varias generaciones, pero como no nos hemos dado cuenta de ello, esa falta de conciencia de que nuestro modo de vida, y nuestro modo de organización y nuestro modo de vida social, es sencillamente no civilizado, pues no echamos de menos otro mundo diferente y mejor”. “Y la otra característica -dice- es que la única esperanza que tenemos, la que hubo entonces, es que hubo unas pequeñas comunidades que sin darse mucha cuenta de lo que estaban haciendo tenían dos rasgos: dejaron de pensar que sostener el Imperio era una obligación moral, y otro, vivían una vida comunitaria tan bella, que no tenían por qué explicarle a nadie por qué vivían así. No se pasaban la vida justificando a los demás por qué vivían así. Su vida era tan atractiva…”. Y termina: “El mundo no está esperando a Godot −conocéis la alusión a la obra de teatro de Ionesco−, está esperando un nuevo San Benito”. O sea, que la alusión era a las comunidades benedictinas. Que no se gastaban el tiempo en decirle a los paganos “tenemos derecho a vivir así”, sino que vivían de una manera tan bella que empezaban un pequeño monasterio, y aquello crecía alrededor y se terminaba convirtiendo en una ciudad.

Esa era la vida de aquellos hombres y aquellas comunidades en aquellos siglos oscuros. Los siglos oscuros en cuyas puertas estábamos nosotros, no será necesario preguntar nada, ni justificar nada, ni tener que tratar de convencer al mundo, porque la belleza de la vida cristiana, cuando el Espíritu Santo vive en nosotros, será bastante para darnos la certeza de que ése es el mejor modo de vivir, sin comparación, y que no tenemos ninguna envidia de cómo vive el mundo. ¡Todo lo contrario!

La Iglesia no ha crecido a base de comer el coco a la gente. La Iglesia, cuando ha crecido de verdad, ha crecido por envidia. Eso es lo que tenemos: una “envidia sana” −es emulación, no es envidia, no hay envidia sana. Pero ¿cómo crece la Iglesia? Porque la gente ve que la vida de los cristianos es bonita y dices “yo quiero vivir como esos”, “yo quiero tratarme como esa gente se trata”, “yo quiero tener ese tipo de relación y ese tipo de uso de las cosas”. Y no hay otra manera de evangelización. Todas las otras son artificiales y, por lo tanto, abocadas en buena medida al fracaso, a medio plazo por lo menos.

Me vienen más cosas a la cabeza Una chiquilla que estaba estudiando Medicina, también hace muchos años, y en una reunión de jóvenes cristianos me comentó ella: “A mí antes en la universidad me preguntaban que por qué era cristiana, y yo me ponía a explicarlo y luego me daba cuenta de que no tenían ningún interés en la explicación que yo les daba, que era una manera de pincharme, nada más. Ahora, yo no explico nada. Cuando me dicen ‘¿y tú por qué eres cristiana?, ¿por qué vas a la Iglesia?’. Y digo, ‘por lo bien que me lo paso’”. Una razón fantástica.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

22 de mayo de 2020
Iglesia parroquial Sagrario-Catedral

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