Queridos hermanos y amigos (pequeño rebaño reunido aquí en la iglesia del Sagrario para darle gracias al Padre por la ofrenda de Su Hijo y por habernos reunido en el Cuerpo de Cristo, en la Iglesia).
Queridos hermanos, que nos seguís a través de las cámaras de la televisión y que, sin conocer vuestros rostros y sin saber vuestros nombres, sin embargo, todos formamos parte de ese mismo Cuerpo de Cristo, que ahora mismo, unido al Señor, intercede por el mundo, ruega por los difuntos, suplica el consuelo y el alivio para las familias de los enfermos y de los difuntos, y pide al Señor que sostenga a todo el personal que trabaja cerca de los enfermos, de una manera o de otra. Y también a todos los que, en estos días de silencio, del mundo y del ruido del mundo, llevan alimentos de una parte a otra, transportan los bienes indispensables y los instrumentos médicos, y los farmacéuticos.

Todos nos unimos como en el Calvario del Señor. Mejor dicho, el Señor nos asume a todos, a nuestras ansiedades, a nuestras preocupaciones y a nuestros dolores, y los ofrece junto con Su Cuerpo al Padre.

En las lecturas de estos días, a medida que nos acercamos a la Pasión del Señor, uno percibe con una densidad, como que se masca en el aire, el clima previo a la Pasión. Hoy, la traición de Judas, la preocupación de los discípulos al darse cuenta de que Jesús está como iniciando a despedirse de ellos… y hoy nos damos cuenta de que estos relatos no son simplemente el objeto de un tema para un artista representarlo en un cuadro, o para un músico el hacer una gran pieza musical, que las hay que son verdaderas piezas de oración (las hay muchas, muchísimas). Yo, desde que éramos seminaristas, el día de Viernes Santo nos solíamos juntar unos cuantos seminaristas, o todos los que podíamos, para oír juntos “La Pasión según San Mateo”, de Bach, siguiéndola con el texto. Y tantos momentos de ese oratorio precioso y tremendo, nos ayudaban, nos han ayudado muchas veces a vivir la Pasión.

Pero –repito-, el Señor no ha vivido lo que ha vivido para servir de inspiración a los artistas y para que nosotros gocemos después con lo que los artistas han hecho. Hoy la Pasión la tenemos en los hospitales, la tenemos en nuestras casas, la tenemos al lado nuestro, la tenemos en las personas que tenemos más cerca, en los familiares que se han ido, o que están luchando entre la vida y la muerte. Ahí es donde se prolonga la Pasión de Cristo. El día de la Virgen de las Angustias, el Evangelio de aquel día dice siempre un texto de San Pablo: “Cumplo en mi carne lo que le falta a la Pasión de Cristo”. Y siempre me llamaba mucho la atención ese pasaje, porque decía “pero si a la Pasión de Cristo no le falta nada, si el Señor se ha entregado por nosotros sin ninguna reserva, sin ningún límite”. ¿Qué le falta a la Pasión de Cristo? Y sólo con el tiempo empecé a comprender que a la Pasión de Cristo le faltaban tus dolores, mis dolores, el dolor hasta de nuestros propios pecados, pero también la angustia de nuestra humanidad pecadora y mortal. Y en momentos como estos que estamos viviendo, se hace muy patente esa condición mortal nuestra, y esa fragilidad nuestra de quienes nos habíamos creído ser los amos y los dueños del mundo.

Sin embargo, en el texto de Isaías que hemos leído, decía el profeta (hablaba de su fatiga): “Yo pensaba, en vano me he cansado, en viento y en nada he gastado mis fuerzas”. Yo me imagino que ese mismo pensamiento, como una tentación, le puede haber venido al Señor. Humanamente hablando, la vida de Jesús es un fracaso: los discípulos huyeron, sólo María y algunas mujeres que la acompañaron supieron estar al pie de la cruz, fueron las primeras testigos de la Resurrección. Sólo ellas fueron los suficientemente valientes como para acompañarles. Y los discípulos huyeron. Y Pedro negó, nos lo decía el Evangelio mismo de hoy. Humanamente hablando, la vida de Cristo termina en un fracaso. Sólo que lo que yo quiero deciros es que esa es nuestra fe cristiana. Que ese fracaso humano ha sido al mismo tiempo el Triunfo de Dios sobre el mal. El Señor se ha entregado a las manos del mal, para desposeerlo de su poder, para vaciarlo de su fuerza, para vaciar a la muerte de su dominio sobre nosotros, de su sombra, de la sombra con que cubre nuestra vida y nos esclaviza. No.

Cristo, el Hijo de Dios vivo, se ha entregado por cada uno de nosotros, por todos los hombres sin excepción. No me cansaré de repetir esto en todo este tiempo. Sin excepción. No son nuestros méritos los que nos merecen el amor o la misericordia de Dios. Es Su Misericordia la que llega hasta nuestra pobreza. Yo creo que hasta, probablemente, nos pasa a nosotros lo que les pasaba a los judíos del tiempo de Jesús, o a los discípulos que despreciaban a los pecados, y sin embargo el Señor les dijo “que sepáis que los pecadores, los publicanos y las prostitutas van a ir delante de vosotros en el Reino de los Cielos”, porque han entendido mejor la necesidad que tenían de la misericordia de Dios.

Nosotros hemos tenido un montón de gracias, un montón de bienes. Yo pienso en mí y digo “Señor, qué poco te lo agradezco; con qué poca gratitud vivo mi vida y una vez más me acojo a Tu misericordia”, pero consciente de que muchas personas de las que pensamos que en los juicios humanos están muy lejos de Dios, seguro que están mucho más cerca de Dios que nosotros. Pero eso no importa, porque aquí no importa quién está más o quién está menos. Aquí sólo importa que todos formamos una sola humanidad y esa humanidad el Señor la ha amado con Su amor divino hasta sin límites. Los límites los ponemos nosotros. Y la ha amado sin límites y todos formamos una sola realidad redimida por el Amor de Cristo.

Que el Señor nos conceda vivir estos días que se acercan con la certeza de que no merecemos nada de lo que celebramos, y sin embargo lo que celebramos hace posible, contiene el secreto de la vida humana. No son unas cosas bonitas para inspiración de artistas. Son el drama mismo de nuestra humanidad y nuestra historia, de nuestra vida y de nuestra muerte. Y ese drama Tú lo has iluminado, Señor. “Nadie me quita la vida, Yo la doy porque quiero”. “Tengo el poder de darla y tengo el poder de recobrarla”. Has recobrado la Tu. Recobra, Señor, la nuestra, la de todos los hombres sin dejar relegado a nadie, sin que nadie se nos quede atrás.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

7 de abril de 2020
Iglesia parroquial Sagrario-Catedral (Granada)

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