Fecha de publicación: 23 de marzo de 2020

Nos hemos quedado sin nuestros padres y no nos hemos podido despedir de ellos. Muchos están en hospitales a los que no podemos ir. Tenemos a los enfermos en casa, esperando que el suyo sea un caso leve. El teléfono móvil se ha convertido en un instrumento de tormento. Como ha señalado el escritor José Ángel González Saiz, “hay ocasiones en las que en la vida de un país y de una persona la realidad, no guisada, no cocinada, irrumpe”. La realidad, la enfermedad o la muerte, el límite, la incapacidad para prever todo, estaba ahí pero no la mirábamos. Ahora ha irrumpido de forma estrepitosa. “Y, de pronto, nos hemos dado cuenta de toda la frivolidad ideológica y emocional en la que estábamos instalados”. Nos hemos dado cuenta de todo el tiempo que hemos perdido en riñas absurdas, en acentuar las diferencias. Nos hemos dado cuenta de que no se puede dar por descontado que haya una vida próspera, y segura. De pronto nos hemos dado cuenta de que hay gente que está dando su vida para que no haya más muertes. De pronto “la distancia entre los hechos y los relatos, entre los nombres de las cosas y las cosas de los nombres, se reduce al mínimo” (…) y “la realidad nos pilla desarmados y cautivos de los hábitos mentales más contraproducentes”. Y se hacen urgentes razones y afectos para encarar la muerte, para convivir con ella, para afrontar lo incontrolable, para que el miedo a lo imprevisto no nos paralice.

Las nostalgias de otros tiempos juegan en contra y las proyecciones para cuando todo esto se acabe nos suenan a consuelos estúpidos. La realidad ha entrado sin permiso y queremos tener la seguridad de que somos más que la epidemia, que las incertidumbres que sufrimos, que las consecuencias de una crisis económica que va camino de paralizar toda actividad. Cuanto más exigentes se hacen los nuevos tiempos, más ridícula y desfasada nos parece la vida de hace un mes. Hace un mes era razonable elevar quejas porque no había de esto o de aquello, ahora sabemos que no hay mascarillas suficientes, sabemos que no hay respiradores. Hace un mes nos parecía normal que los políticos hicieran discursos ideológicos, que fueran triviales, que se dedicaran a ocupar espacios, nos parecía casi normal estar instalados en lo antepenúltimo, que hubiese una distancia abismal entre los hechos y los discursos. Y ya no soportamos a los que González Saiz, con expresión de Péguy, llama los “clérigos contra la realidad”. Por eso nos resulta tedioso e infantil que se busquen chivos expiatorios, que nos prediquen sobre las supuestas bondades de los modelos asiáticos en los que la falta de libertad es más eficaz para luchar contras las pandemias o sobre el final de Trump.

Ahora lo que necesitamos es hacer de “las tripas de la realidad corazón de inteligencia”. ¿Qué hay en las tripas de la realidad para hacer un corazón inteligente? Esta que señala el autor de ‘Ojos que no ven’ es una tarea muy urgente. Sin hacerla saldremos de la pandemia igual o peor. No sirve cualquier discurso, cuando no hemos podido enterrar a nuestros muertos, necesitamos saber (“corazón inteligente”) si en “las tripas de la realidad” hay algo más fuerte que su soledad y nuestro desamparo. Antes no hablábamos de estas cosas. Necesitamos saber dónde están los recursos para la reconstrucción necesaria, dónde la realidad es más positiva, más fuerte que la pandemia.

De las tripas de la realidad sale la inmensa energía, dedicación y gratuidad de los médicos y de las enfermeras. Los voluntarios que reparten comida, las empresas que ponen sus bienes a disposición del combate contra la enfermedad. Todas las tardes, a las ocho, aplaudimos a los sanitarios. Al aplaudir y mirarnos a la cara con aquellos que son nuestros compañeros de ascensor, con los que no habíamos hablado, nos descubrimos con una mirada nueva. De pronto descubrimos que estamos unidos en el deseo de un destino bueno para los que sufren, para los que combaten con la enfermedad. De pronto, descubrimos el valor de la educación.

Esas tripas de la realidad van desde lo micro hasta lo macro. Y aquí todavía la clase dirigente tiene que acabar de comprender la dimensión del reto. Del mismo modo que nos miramos de manera diferente desde las ventanas, hay que mirar de modo diferente la política económica. No sirven los viejos objetivos de déficit y de deuda. El BCE ha corregido y, por fin, ha aprobado un paquete de casi 900.000 millones para la compra de activos. Los países de la UE han movilizado 1,3 billones en avales de crédito. No es suficiente. No basta con una política monetaria expansiva, con líneas de crédito. Son necesarios los eurobonos. Es necesario poner dinero en los bolsillos de los ciudadanos.

Fernando de Haro
Páginasdigital.es