Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios; sacerdotes concelebrantes;
queridos hermanos y amigos todos:

La verdad es que hoy se me agolpan muchos sentimientos y muchas cosas al volver después de la pausa del mes de agosto, al volver a celebrar en este altar, en esta Catedral, la Eucaristía, de la que dice el Concilio que es “la expresión suprema de la vida de la Iglesia”, pero, además, especialmente, cuando se celebra en la Catedral presidida por el pastor de la Iglesia. Os aseguro que echo de menos este altar y os echo de menos a vosotros, a todos vosotros.

Deseo que todos hayáis podido tener un buen verano y deseo que el comienzo de curso pueda ser un comienzo de curso bello, que nos acerque al Señor y con el Señor a la fuente de toda alegría y de toda vida verdadera.

Voy a comenzar por las Lecturas de hoy porque son verdaderamente riquísimas. Voy a proponeros una paradoja. Es una paradoja a la que todos podemos llegar y que todos podemos –o casi todos– podemos entender, fácilmente. La justicia es algo muy importante. Todos comprendemos que en la vida hay que vivir de acuerdo con la justicia. Y la justicia distributiva consiste en dar a cada uno lo que le pertenece. Claro que lo que le pertenece se puede interpretar de muchas maneras. En ciertas formas de teoría económica, a cada uno le pertenece aquello que uno aporta y aquello que está expresado en un contrato y nada más.

Pero imaginaros un mundo donde todas las relaciones humanas estuvieran regidas por la justicia. Por ejemplo, por una justicia que no viniese acompañada, suavizada -yo diría, “hecha tierna” de algún modo, enternecida por el amor humano. Por unas relaciones de amistad, de afecto, de amor, de familia. Una vida donde la justicia se convirtiese en regla única. Sería una vida verdaderamente invivible. Algunos teóricos de la justicia contemporánea, libros muy importantes americanos escritos sobre la justicia proponen eso. Pero una vida así sería una vida horrorosa. Una justicia sin amor genera un mundo donde todos somos enemigos de todos, o potenciales enemigos de todos. Lo digo porque es una paradoja y lo que el Evangelio de hoy nos propone es otra paradoja. La que yo he propuesto se ilumina también a la luz del Evangelio. Cuando Jesús dice “el que quiera proteger su vida la perderá”; en cambio, “el que derroche su vida por Mí y por el Evangelio, el que entregue su vida en el amor a Dios y a los demás, la gana”. Eso ilumina la paradoja anterior. Y todos tenemos la imagen del avaro. Cómo el hombre avaro –aunque hayamos convertido la avaricia en una especie de virtud social fundamental– se empequeñece a sí mismo. La imagen del avaro contando siempre por la noche sus monedas, o sus ganancias, bien pequeñas siempre, por muy grandes que sean, siempre son pequeñas para el valor de la vida humana. Es la imagen de Gollum en “El Señor de los Anillos, que la mayoría de vosotros conocéis: “Mi tesoro”. Es un hombre empequeñecido, empobrecido, reducido casi a una condición animal. Para que la vida merezca la pena vivirla hay que darla. Darla significa darla gratuitamente porque si no se da gratuitamente seguimos en la misma lógica. Si no de da gratuitamente, por ejemplo, no hay posibilidad de perdón. El perdón es siempre un acto de gratuidad. Y si no hay posibilidad de perdón, de nuevo, la vida humana se hace invivible. No sólo porque no sepamos perdonar a quienes nos ofenden, que al final en nuestro roce todos nos ofendemos de alguna manera, todos alguna vez, si vivimos cerca, si compartimos la vida; sino, porque si nosotros no somos perdonados por los demás, qué pequeño se hace el horizonte del propio corazón, qué insoportable se hace el horizonte del propio corazón.

Os cuento estas cosas no por entreteneros. Os cuento estas cosas porque sólo a la luz de ellas se entiende la paradoja también que propone el Señor en el Evangelio de hoy, que no es menos paradoja. Nos pide que pospongamos a nuestro padre, a nuestra madre, a nuestros hermanos, a nuestros hijos, a nuestra esposa o a nuestro marido, y que las pospongamos a Jesucristo. Dices: “Señor, ¿qué pretensión ésta es la tuya?”. Y sin embargo, esa paradoja vuelve a ser real. Es verdad que sería absurdo contraponer…, es decir, no hay un mandamiento en el Antiguo Testamento, en la Ley de Moisés, entre los diez mandamientos que nos manda honrar padre y madre, cómo nos pides Tú que Te honremos a Ti. Pues, porque hay otro mandamiento anterior que dice “amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con todas tus fuerzas, con toda tu mente y con todo tu ser”. Y Jesucristo en este pasaje lo que está diciendo es justamente que Él es quien puede saciar hasta el fondo los deseos del corazón humano; que Él es Aquél en quien las promesas se cumplen en plenitud; que Él es Aquél que nos ofrece la posibilidad de que nuestra vida se cumpla. Se cumple, Señor, en tu Compañía. Se cumple, Señor, cuando estamos conTigo; cuando hacemos el viaje y el camino de la vida, sostenidos por Ti, sostenidos por tu Amor por nosotros. Y si Tú nos faltas, la vida entera se corroe, se deteriora, se empobrece, se destruye. Se destruye al estilo de “Gollum”: a base de empequeñecerse.

Sólo cuando amamos a Dios sobre todas las cosas, sólo cuando Te amamos a Ti, Señor, y Te acogemos en nuestra vida, y tu Misericordia infinita en nuestra vida, somos capaces de amar bien a nuestro padres; somos capaces de amar bien a nuestra esposa o a nuestro marido; somos capaces de amar bien a nuestros hijos, a nuestros hermanos; somos capaces de decirles la verdad, de hacer con ellos humildemente el camino de nuestra vida hacia Dios. Y cuando Tú nos faltas, cuando Tú no estas, cuando a Ti te damos la espalda, cuando queremos construir nuestra vida sin Ti, Señor, hasta las cosas más bellas de la vida, el matrimonio o la familia, la realidad de los padres, se corrompe o se vuelve una idolatría. Y entonces, se convierte como si la familia fuera un dios que hay que aislar y proteger por encima de todo. Y de ahí se pasa muy fácilmente al resentimiento. Unos padres que se han presentado como dioses para sus hijos y que han querido serlo todo para ellos, cumplir una función que no les corresponde, un día se encontrarán con el resentimiento de sus hijos; se van a encontrar, de una o de otra manera, porque el amor no es posesividad, porque el amor es el deseo de que las otras personas sean, crezcan, puedan respirar, puedan vivir. Cuando un matrimonio también es un amor posesivo de ese tipo es una enfermedad del amor. Es una enfermedad del amor y de nuevo genera resentimiento, genera distancia, se puede no separarse, se puede seguir viviendo juntos, pero se puede seguir viviendo juntos como dos extraños perfectamente, ignorados el uno por el otro. O lo más sencillo –que lo vemos todos los días– se rompe. Igual que hay un paso pequeñísimo entre la bulimia y la anorexia, hay un paso pequeñísimo entre esa especie de idolatría de la familia, que a veces la cultivamos porque nos parece lo más precioso, y ese resentimiento que rompe, que destruye, que aleja a las familias.

¡Qué sabio es el Señor! Cuánto nos ama cuando nos dice “poned a Dios por encima de todo”. Y lo dice… es el Hijo de Dios. El que no pospone a su padre, a su madre, a su esposa, a su marido, a sus hijos, a sus hermanos, a todos sus bienes, al final pierde la vida. Es la misma frase con la que termina el Sermón de la montaña: “Quien construye su casa sobre roca, vienen vientos, vienen tempestades y la casa no se cae. Quien la construye sobre arena…”. Cuando la construimos sobre nuestras cualidades o sobre nosotros mismos construimos sobre arena. Cuando construimos sobre Jesucristo uno da gracias por los padres que tiene, aunque tengan defectos, aunque tengan defectos muy graves, aunque yo haya sufrido esos defectos muy graves. Da gracias por los padres que tienes porque son la fuente de la vida que yo tengo, que Tú me has dado, Señor. Da gracias por sus hermanos, da gracias por su esposa o por su marido, por su familia, da gracias por los hijos, aunque no sean perfectos. Da gracias por la primacía del perdón en las relaciones humanas, las de la familia, las del trabajo, las de la vida social.

Que el Señor nos comunique algo de esta sabiduría.

Que nos permita vivir las paradojas de la vida de una forma que Él nos ha iluminado, para poder vivirlas con gusto. Acoger la Palabra de Cristo es la condición de que podamos vivir contentos siempre. Lo que Jesucristo busca con todo lo que nos enseña, incluso con aquello que nos reclama y que parece duro, a veces, es nuestra alegría. Y la experiencia lo ratifica, una y otra vez, mil veces.

Que el Señor nos conceda poder vivir en esa alegría, que requiere poner al Señor en el centro de nuestra vida. Entonces, todo lo demás ocupa su lugar, el lugar que le corresponde, en el designio de Dios y también en nuestro corazón.

Que así sea para todos.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

8 de septiembre de 2019
S.I Catedral de Granada

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