En el Salmo hemos dicho “que se alegren los que buscan al Señor”, de tal manera que nos recuerda que cada vez que celebramos la Eucaristía, como se renueva, ante nosotros y para nosotros, todo el Acontecimiento de Cristo es siempre un motivo de gozo. Tendríamos que vivir la Eucaristía (si no fuéramos tan pequeñitos) como una gran fiesta, aunque sea la Eucaristía más humilde, aunque sea la más pequeña.

Y sin embargo, en cada Eucaristía, nos alimenta el Señor. Nos alimenta con Su Palabra, en primer lugar, y luego con el don de Sí mismo, con el don de Su Cuerpo. Y nos introduce en los misterios de la vida divina. Nos introduce en la vida divina misma. La verdad es que el culmen de ese alimento, de ese don que el Señor nos hace, es el don de Sí mismo. Pero también la Palabra de Dios es inagotable.

El texto de la Carta a los Filipenses es un texto al que yo tengo especial cariño. Seguramente, hay otros que pueden ser más bellos, sin duda, pero las últimas palabras de esta Primera Lectura de los Filipenses, fueron mi lema. (Sabéis que los sacerdotes, cuando se ordenan, escogen un lema para su vida sacerdotal). Yo escogí justamente “todo lo considero pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús”. San Pablo estaba ahí presumiendo de las muchas cosas que podía presumir, porque él había sido fariseo, intachable en la Ley, discípulo de Gamaliel, un fariseo, un maestro rabino famoso, y “todo lo considero pérdida, lo único que me importa es alcanzar a Cristo”. Yo sé que he vivido esto con mucha pobreza en mi vida, en el sentido de muchas cosas: de que he buscado muchas veces realidades y cosas humanas, en lugar de buscar al Señor y de tener al Señor por encima de todo. Y sin embargo, lo deseaba cuando me ordené y lo deseo ahora, casi cuarenta y muchos años después, con la misma pasión. Todo lo que deseo, lo digo muchas veces, sobre todo cuando me doy cuenta además de que mi corazón se tambalea, o de que flaqueo en la confianza en el Señor; y yo digo: “Señor, si todo lo que quiero es a ti. Todo lo que me importas eres Tú. No me importa nada más. Y todo lo que quiero que mi ministerio sirva para comunicar es poder comunicarte a Ti, porque eres lo único que importa”.

Luego, uno comprende una dinámica: nosotros Te buscamos a Ti y como yo te he conocido, y no puedo negar que tengo experiencia de lo que es Tu amor y de lo que es Tu misericordia, quiero quererte a Ti por encima de todo”, y cuando me pongo a caminar hacia Ti, me doy cuenta de que eres Tú quien caminas hacia mí. Que eres Tú quien dejas a las 99 y te vienes en busca de la oveja perdida. Que eres Tú quien me buscas. Que eres Tú quien no consientes que me pierda. Que eres Tú quien me cuidas. Que eres Tú quien me sostienes. Que eres todo. Y parece un círculo, pero no es un círculo. Es un poco la dinámica de cómo crece la amistad humana o cómo crece el amor humano. Es decir, que la experiencia del don hace crecer el deseo de darse, y cuando uno descubre que, en ese deseo de darse, hay una especie de competición en la que siempre gana el Señor, porque yo termino siempre siendo la oveja perdida, aquel que el Señor viene a recoger; y digo, “Señor, ¡si no merezco nada!”. Pero justo porque no merezco nada, te haces lo más importante en mi vida y en mi corazón, porque es incomprensible que, sin merecer nada, Tú me sigas buscando. Que no te hayas cansado de esta oveja que es remolona, que siempre está como queriendo entretenerse, queriendo distraerse… no dejar el rebaño. Porque soy muy consciente y tengo la experiencia de que, solo, se pierde uno. La soledad es una mala consejera y el Señor no nos quiere solos, nos quiere reunidos. Él ha venido para reunirnos.

(…) Y no dejarse llevar, sino ser llevado en tus hombros adonde Tú me lleves, porque Tú eres el único bien. Y eso hace más grande el significado de Cristo en nuestra vida. Tanto, que es el único bien sin el que no podríamos vivir. Sin todas las demás cosas podemos vivir. Sin Ti, Señor, no podríamos vivir.

Dos cosas que os las explico porque ayudan a comprender las dos parábolas de Jesús. Una, que ningún pastor deja a las 99 en el campo y se va detrás de una oveja que ha perdido, porque cuando vuelve se puede encontrar con que tiene 97, en lugar de 99. Y, de hecho, los copistas de este pasaje del Evangelio, cuando lo copiaban, con frecuencia pensaban que es que estaba mal escrito y lo corregían. Decían: “Deja a las 99 en el aprisco…”, o sea, primero las deja encerradas y luego se va. Pero claro, eso le quita toda la gracia a la parábola. Por lo tanto, sabemos que el texto original era “deja a las 99 en el campo y se va”. Hace lo que haga falta, hace las locuras que hagan falta, para llegar hasta el corazón de cada uno. Ayuda a darse cuenta de que ningún pastor de este mundo haría eso, como ningún padre judío haría lo que la parábola del hijo pródigo. ¡Ninguno, os lo aseguro! Porque sería él mismo considerado como un loco o como un pecador, que es lo que le pasó a Jesús.

En cuanto a la mujer y las diez monedas, hay que caer en la cuenta de que el mundo de Jesús era un mundo muy diferente de nosotros. (…) Cuando nos situamos en el mundo de Jesús, esas diez monedas, ¿sabéis lo que son? Son las monedas de la dote, que eran la garantía de vida de la mujer, porque en aquel mundo los hombres con frecuencia eran llamados a la guerra, o con frecuencia morían en el desierto, despedazados por una bestia o cualquier cosa. Había muchas más viudas de las que hay en nuestro mundo. Entonces, la única garantía de supervivencia eran monedas de oro o de plata. Con frecuencia, hasta las tribus beduinas, ahora lo llevan como folclórico, pero hasta muy recientemente llevaban esa monedas puestas en la frente. Entonces, uno entiende que se barre toda la casa y se hace lo que haya que hacer para que aparezca esa moneda, e invita a las vecinas para decirle que “he encontrado la moneda que había perdido”.

Que nos concedas Señor, buscarTe a Ti, por encima de todas las cosas, todos los días de nuestra vida.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

5 de noviembre de 2020
Iglesia parroquial Sagrario-Catedral

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