Fecha de publicación: 16 de julio de 2020

Qué gusto oír del Señor esta invitación: “Venid a Mí los cansados, los agobiados y Yo os aliviaré”. Es como cuando dice el Señor: “Dichosos los que lloran, o dichosos los pobres”, porque, en realidad, todos nos encontramos incluidos en esa dicha, y si pensamos que no, nos engañamos. Naturalmente, hay situaciones de pobreza y muchas de ellas que claman (como la sangre de Abel) al Cielo, claman a Dios. No es que nosotros tengamos el poder de cambiar el mundo así, por nuestra voluntad, pero sí que, en la medida de nuestras fuerzas, todos tenemos el deber de aliviarlas cuando nos tropezamos con ellas, cuando las tenemos cerca. Y hoy tenemos muchas de ellas muy cerca. Pero “pobres”, en el sentido más radical, lo somos todos los seres humanos. Por eso he empezado a hacer referencia a la bienaventuranza de los que lloran, porque todos los seres humanos, en unos momentos u otros de la vida, lloramos; y si no lloramos, tenemos un problema, porque es que hemos endurecido nuestro corazón y no somos capaces ya de expresar lo más humano de nuestros sentimientos. “Dichosos los que lloran”.

Todos estamos cansados y agobiados en situaciones o en momentos de la vida, y nos pide el Señor que acudamos a Él, no para que nos resuelva la angustia, sino para que nos demos cuenta de que no estamos solos; de que Él está con nosotros; de que, teniéndolo a Él, se hace verdad aquello que decía San Pablo, “todo es vuestro, vosotros de Cristo y Cristo de Dios”. Cuando acudimos a Él, cuando nos damos cuenta de Su Presencia y de Su Compañía, cuando reconocemos esa Presencia y esa Compañía como lo más necesario en nuestra vida (realmente, lo único necesario en nuestra vida), entonces el horizonte se aclara, se ilumina, la luz penetra en nuestro corazón, y uno puede vivir incluso con mucho dolor, con una alegría profunda, con una paz profunda, con una quietud que no se agita o que no agitan las olas de este mundo.

“Venid a Mí todos los que estáis cansados y agobiados y Yo os aliviaré”. Señor, qué frase más bella en el Evangelio, que nos invita a cómo responder a nuestros agobios, acudiendo a Ti, descansando en Ti. Un poco como hizo San Juan. Es una referencia que he usado bastante estos días, porque me he encontrado con muchas personas verdaderamente agobiadas; agobiadas por la pandemia, agobiadas por el miedo. El miedo es una plaga tan grande como el virus y el miedo atenaza el corazón, atenaza las relaciones humanas, genera desconfianzas o aumenta las desconfianzas y aumenta el temor. Entonces, yo decía “mira, te vas de vacaciones, tienes la posibilidad de hacer un día de retiro o tienes un ratito por las noches, descansa en el Señor”. Como San Juan en la Última Cena, reposa en el regazo y en el cuello del Señor, y tírate a Él y dile “Señor, sólo quiero saber que estás conmigo, sólo quiero experimentar el gozo de Tu Presencia”.

Es curioso que el Señor hable del yugo. El yugo es siempre una cosa que se lleva entre dos. Hace falta dos vacas o dos bueyes para, con el yugo, tirar de un carro. Cuando Él nos dice que carguemos con su yugo, es Él el que carga en realidad con nuestra vida, con nuestros pesos. Ha cargado con nuestros pecados. Ha cargado con los pecados de la humanidad entera y el mundo entero. Cómo no nos va a aliviar. En realidad, es Él quien lleva nuestras vidas, es Él quien lleva nuestras cargas.

Mi madre, que era una mujer muy sencilla, me solía decir con bastante frecuencia cuando yo era un seminarista que se estaba preparando para ser sacerdote, o durante los primeros años de sacerdocio, me decía: “Yo nunca entiendo por qué insistís tanto en que la fe es un misterio, si a mí lo que me parece misterioso es cómo se puede vivir sin fe”. Y yo creo que tenía razón. Es decir, la fe pone en nuestra vida aire; aire respirable, alegría, normalidad. Claro, quienes llevamos veinte siglos de cristianismo hemos pensado que muchas cosas que eran fruto de una educación en la fe cristiana son normales, naturales. Es mentira. Eso que llamamos normalidad en los países de cultura cristiana es un milagro de la Gracia. El vivir deseando el amor, el perdón, la misericordia. El poder ofrecer ese perdón y esa misericordia y pedirlo, cuando lo necesitamos, con sencillez, porque todos lo necesitamos. El yugo del Señor es ligero. Es el yugo de la vida cuando no está el Señor el que es insoportable.

Que el Señor nos ayude a acudir a Él como Él nos invita a hacer.

Os había dicho que iba a explicar un poquito lo del Carmelo y los orígenes del Carmelo, pero no me da tiempo a hacerlo. Si lo hago, me alargo mucho más. Simplemente era, en la sequía que anunció Elías, le dijo a su criado “vete a lo alto del Monte Carmelo y mira al cielo”, y él vio allí una nubecilla que venía. Las nubes y la lluvia en Palestina vienen siempre del mar, y el Monte Carmelo está junto al mar, y entonces vio una nubecilla que venía, que estaba allí encima de las islas, y era la señal de que la lluvia venía. Eso se ha trasladado en la Tradición cristiana a la Virgen, que es la que anuncia la lluvia de la Salvación, la que prepara el camino a la Gracia, siempre.

“Venid a Mí todos los que estáis cansados y agobiados y Yo os aliviaré”.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

16 de julio de 2020
S.I Catedral de Granada

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