Fecha de publicación: 12 de enero de 2021

 

Cuando el Evangelio de San Marcos describe así, de manera sintética, la enseñanza de Jesús, el anuncio de que el Reino de Dios está cerca (que era el contenido fundamental de su enseñanza –de su enseñanza y de los signos que sellaban esa enseñanza también–), la describe como que “enseña con autoridad y no como los escribas”. ¿Qué significa esa autoridad? Significa que no es erudición, no es conocimiento de cosas. Es un modo de mostrar el poder salvador de Dios, que resplandecía en sus palabras; que resplandecía en su forma de mirar a cada ser humano; que resplandecía en sus gestos, sobre todo en el gesto del perdón de los pecados, que era probablemente el gesto más escandaloso de Jesús.

Pensando en los efectos morales y humanos que todo este tiempo de confinamiento y de pandemia –y de dificultad de todo tipo, incluida la tormenta de nieve y los fríos tan singulares que han caído sobre nosotros–, me venía a la mente el título de un libro que un filósofo cristiano de los más importantes del siglo XX, una de las figuras más importantes en la renovación del estudio de Santo Tomás y de la tradición medieval en la Iglesia, Étienne Gilson, que se titula “Silencio sobre lo esencial”. Y a mí me parece que uno de los rasgos del momento en que vivimos y de los cansancios y de las heridas que ese momento va dejando, no sólo en nuestros cuerpos mediante el virus, que a eso le dedicamos un montón de tiempo y un montón de preocupación, y le dedica las noticias un montón de atención, sino la fatiga de nuestras almas, la fatiga de nuestros corazones, la fatiga de nuestro vivir como fruto de este tiempo. De eso somos mucho menos conscientes y, sin embargo, los efectos son igualmente devastadores. Quiero decir, en la vida de los matrimonios, en la vida de las familias, en las relaciones humanas, en todo. Y una y otra vez me viene a la mente el título “Silencio sobre lo esencial”.

Yo no sigo con interés especial los medios de comunicación, pero me doy cuenta de que un rasgo de nuestros medios, y me refiero incluso a los medios de los que es titular la Iglesia, es ese silencio sobre lo esencial. Se nos promete un confort absoluto vinculado a una marca de zapatos, se nos habla de una felicidad vinculada al hecho de que compremos un coche nuevo y tiremos el viejo, y no se nos dice que eso es para que las fábricas puedan seguir produciendo coches, sino porque vamos a ser muy felices si nos compramos ese tipo de coche. Se nos satura de mensajes de ese tipo donde se nos promete la felicidad a costo; oficialmente, como si fuera una felicidad a bajo precio, de saldo. Se nos promete la felicidad. Se nos promete el Cielo, en realidad, sin hablar nunca de aquello que realmente nos aproxima al Cielo, lo verdaderamente humano, lo que nos hace poco inferiores a los ángeles. Y no me refiero a que sustituyamos ese lenguaje por un “lenguaje religioso” que esté todo el rato hablando de Dios, porque, probablemente, esa manera de hablar de Dios también sería empobrecida o convertiría a Dios en un objeto de consumo. Muy fácilmente caemos en ello y nos pasa eso. Y por eso nos da tanta vergüenza hablar de Él, porque hablar bien de Dios es hablar también bien de las cosas humanas.

Yo creo que el silencio sobre lo esencial es el silencio sobre lo que realmente nos constituye como hombres, que es Dios. Lo que realmente nos hace poco inferiores a los ángeles, que es Dios. Pero que yo señalaría como en tres aspectos de los que no hablamos: la necesidad que el ser humano tiene de la verdad, de que se nos diga la verdad y de decir la verdad, ¡y de decirnos a nosotros mismos la verdad! Porque a veces lo más difícil, el engaño más difícil de arrancar de nuestro corazón es el engaño con el que nosotros nos engañamos a nosotros mismos, y convertimos la verdad también en una especie de bien de consumo del que somos dueños o nos consideramos dueños. Necesitamos la verdad. Necesitamos no resignarnos a vivir en la mentira. Necesitamos no resignarnos a ser engañados, porque en eso entra una oscuridad profundísima en nuestra vida, sin que nos demos cuenta.

Necesitamos hablar de la libertad. Pero la libertad no es que cada uno haga lo que quiera, o la libertad no es sólo la defensa de la propia libertad para hacer uno lo que quiera. Por supuesto que eso lo incluye. Pero la medida en que amamos la libertad se pone de manifiesto en la medida en la que amamos la libertad de los demás. Porque hace falta una fortaleza, hace falta un amor a la libertad semejante al que Dios tiene por nuestra libertad, para amar la libertad de los demás; incluso de la de quienes son nuestros enemigos, o se creen que son nuestros enemigos. Pero hace falta hablar de la libertad. Hace falta recuperar el sentido de que la libertad es una facultad que se puede educar. Cuando uno se piensa que la libertad consiste en hacer lo que a uno le da la gana, uno se hace esclavo de sus propios instintos, se hace esclavo de los mensajes públicos del marketing y de la publicidad, esclavo de los afectos o de la necesidad de afecto que tenemos unos de otros. Uno deja de ser libre.

Y la tercera realidad que nos hace poco inferiores a los ángeles, que nos da un poder sobre la Creación y sobre nosotros mismos, sobre nuestro propio ser, es el amor. Estamos hechos para el amor. Estamos hechos para el afecto. Y no el afecto que tienen los animalitos a los que, si los acaricias, te acarician o buscan dejarse querer. Eso no es el amor de Dios. El amor de Dios es también nuestra capacidad de amar, que nos exige, nos pide a nosotros mismos el amar un poco como somos amados por Dios. Estamos hechos para ese amor y es un amor lleno de gratuidad, lleno de interés por el bien del otro ¡y hay que aprenderlo!, como se aprende a ser libre, como se aprende a usar la razón. No son cosas que nos vengan dadas, pero son cosas de las que no hablamos nunca, y no hablar nunca de eso es reducirnos nosotros a nosotros mismos a la condición de productores y consumidores, que es el signo más crudo del materialismo que dominó el mundo del Oriente de Europa en el siglo XX con los fascismos y con los comunismos, pero que domina ahora de otra forma, también entre nosotros, y que nos reduce a la condición realmente de las bestias, de los animales, de las hormigas. Las hormigas producen y consumen. Nosotros estamos creados para algo más.

Aquello de lo que no se habla nunca termina estando ausente de nuestro corazón y de nuestro pensamiento. Tenemos que resistirnos a vivir en un mundo en el que no se hable nunca de aquello que nos hace imágenes de Dios. Sólo eso nos devolverá a nosotros mismos y nos permitirá vivir humildemente, pero con la dignidad de hijos de Dios.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

12 de enero de 2021
Iglesia parroquial del Sagrario Catedral (Granada)

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