Fecha de publicación: 13 de junio de 2016

Queridísima Iglesia del Señor, pueblo santo de Dios, Esposa amada de Jesucristo; queridos sacerdotes concelebrantes;
miembros del Coro Rociero “Alba”;
fieles de Atarfe;
amigos todos:

Los signos que el Señor hace en el Evangelio, los milagros que el Señor hace en el Evangelio, el evangelista San Juan los llama eso, precisamente: signos. Signos que ayudaban a los discípulos a sostener la fe en el Señor, a darse cuenta de que en Él actuaba el poder de Dios y de que en Él podíamos poner la esperanza de la salvación.
Especialmente las resurrecciones que Jesús hace, la de la hija de Jairo, el hijo de la viuda de Naín, que acabamos de escuchar, o la resurrección de Lázaro. No son esas resurrecciones como la de Jesús. Jesús ha triunfado sobre la muerte. Jesús vive, y vive para siempre, y vive en la gloria de su Padre, que será nuestra herencia, y con su cuerpo; mientras que Lázaro y el hijo de la viuda volvieron a esta vida y terminarían cogiendo una bronquitis o una pulmonía, llegado su momento pasaron por la condición humana que es la muerte.

Pero Jesús nos estaba revelando algo muy grande en esos signos. Primero, que donde está Él siempre hay bien para la vida, pero más importante todavía, que Él es el Señor de la vida y de la muerte. Y eso significa algunas cosas que son muy trascendentes y muy importantes para nosotros.

Primero, la más importante de todas: que el amor con el que el Señor nos ama, el amor con el que nos ha llamado a esta vida y nos ha creado y nos sostiene en este mismo momento, en la vida y en el ser, es un amor más grande y más fuerte que la muerte, y eso significa que nuestro destino es el Cielo. Y los milagros, los signos que Jesús hizo en su vida, apuntaban siempre a eso, apuntaban siempre a ese amor más grande y más fuerte que la muerte y a que el destino de nuestra vida está en la compañía del Señor. La felicidad y la plenitud de nuestra vida están en la compañía del Señor.

No hemos nacido simplemente para nacer, crecer, trabajar, ganar dinero, multiplicarnos, envejecer, morir y que nos recuerden un poco nuestros familiares más cercanos. No. Hemos nacido para el Cielo.

Y si os fijáis, en todas las cosas bonitas que disfrutamos, especialmente la amistad o del afecto, el amor en la vida, en todas vemos como una promesa del Paraíso. Luego, esas cosas no son el Paraíso. Sí que son un poco de anticipo, de aperitivo, de pregusto, de lo que es el Paraíso para el que estamos hechos. Estamos hechos para el Paraíso. Y el Paraíso no es simplemente un sitio bonito. El Paraíso es Dios. Dios es el Paraíso. Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón anda inquieto hasta que descanse en Ti.

La primera enseñanza de un signo como el de la resurrección del hijo de la viuda de Naín es el abrirnos el horizonte al Paraíso. El Paraíso existe. El Paraíso nos aguarda. El Señor nos aguarda. Y hasta cuando morimos caemos, venimos a caer en los brazos del Señor, no tenemos nada que temer. La muerte ha perdido su fuerza de aterrorizarnos, ha perdido su aguijón. La muerte no es más que un episodio doloroso porque lo vivimos en un mundo de pecado, y la muerte es oscura y no es transparente para nosotros, como consecuencia del pecado, pero es pasar de esta pobre vida de lucha y de combate de la tierra de las zarzas y las espigas a pasar a la vida en Dios, que es nuestra casa, que es nuestro hogar, que es nuestra fuente y nuestra plenitud, a la gloriosa herencia que el Hijo nos ha obtenido con su Sangre.

Otra enseñanza de este Evangelio también importante es que hay un mal más grande que la muerte y es el pecado. En un mundo nihilista cuando no hay ninguna esperanza para los hombres que no tienen fe, para las personas que no tienen fe y para una cultura en la que todos vivimos y respiramos en la que no hay fe, la muerte es el mal más grande, es como el mal último. Mientras que un signo de la fe cristiana, primero es que se afronta la muerte con bastante naturalidad. No digo que sin miedo. Ha habido santos de todas clases, ha habido santos que han muerto cantando al Señor y ha habido santos que han muerto con mucho miedo porque el Señor les hacía pasar por esa oscuridad parecida a la que el Señor pasó en Getsemaní; pero todos con la conciencia de que la muerte no es el mal más grande porque vamos a caer en los brazos de Dios. ¿Cuál es el mal más grande? Vivir sin Dios. Ese es el mal más grande. Perdernos el amor de Dios. Perdernos la experiencia de que el Señor nos acompaña, de que el Señor se ha unido a nosotros por el Bautismo y se ha hecho una cosa con nosotros, de que el Señor nos quiere siempre.

Venís los de la parroquia de Atarfe, y todos podéis recibir el Jubileo en esta celebración en el Año de la Misericordia. El Señor y su Misericordia y su abrazo no nos faltan nunca, y es completamente distinto vivir sabiendo que uno está sostenido permanentemente por ese abrazo misericordioso del Señor, que nunca se cansa como dice el Papa: “El Señor no se cansa de perdonarnos, somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón”, los que pensamos que no nos puede perdonar y le damos así importancia a nosotros mismos. “Mis pecados son tan grandes que no los puede perdonar Dios”. No. El amor de Dios es infinitamente más grande que el más grande de nuestros pecados. Y el amor de Dios y su misericordia están siempre aguardando el retorno del hijo pródigo y aguardando para correr a abrazarle, y aguardando para devolverle la vida y la dignidad que él se creía que ya no merecía; no la merecía, pero la misericordia del Señor es infinita.

Poder darnos cuenta que el perder a Dios, que el perder la experiencia de que somos queridos con un amor sin límites y sin condiciones es el bien más grande, y que perderse ese bien es peor que morir, porque quien tiene que vivir sin esperanza tiene que vivir todos los días como en un infierno, u olvidándose siempre del mal que hay, olvidándose siempre de que tengo a una madre enferma o que ha habido una ruptura en mi familia y en mi matrimonio, que es una herida y que no deja de supurar porque no está ni curada, sino que está infectada y envenenada. Sólo cuando uno conoce el amor incondicional de Dios en Jesucristo, Señor de la vida y de la muerte, uno puede con todas sus heridas, con todas sus llagas, con toda su pus si queréis, echarse en sus brazos y ser regenerado como si fuera el primer día de la Creación, como si fuera el comienzo de una historia nueva, la mañana de Pascua, esa luz de un amor al que no le echa para atrás ninguna de nuestras miserias y que no vence, que no se deja vencer, mejor dicho, por ninguna de nuestras oscuridades.

Vamos a darLe gracias al Señor por haber conocido a su Hijo Jesucristo y por poder vivir como hijos de Dios. Y dejarme, puesto que estáis aquí los rocieros, contar una anécdota relativa al Rocío. Que a veces las personas piensan que el Rocío es sobre todo folclore. Os cuento esta anécdota: esto era un hombre joven, alejado de Dios y de la Iglesia y de todo. Tenía un negocio. Le iba mal en los negocios y le iba mal en su matrimonio. No tenían hijos, pero quizá porque proyectaba sobre el matrimonio las dificultades del negocio. El caso es que prácticamente él había decidido separarse y decidió invitar a su mujer a irse un fin de semana a la playa de la Antilla para explicarle que iban a romper, que iban a separarse. Entonces, se lo explicó el domingo a mediodía cuando estaban para volverse, en la comida, y los dos con una cara muy seria, muy seria, cogimos el coche y nos volvíamos para Andalucía Oriental. De repente, en una esquina, en un cruce en la carretera ponía “A la Virgen del Rocío”. Me decía él: “Dios mío, yo no sé lo que me pasó, pegué un volantazo. Yo nunca había sido ni rociero, ni hombre de Iglesia ni ná de ná, pero pegué un volantazo y tiré para la ermita. Sin decirnos ni pío mi mujer y yo, íbamos los dos callados y los dos con una cara de palo del berrinche que le había dado yo a mi mujer y aunque no quería yo ceder… Aparcamos allí al lado de la ermita. Entramos los dos también sin hablarnos, nos arrodillamos en un banco, y al minuto yo estaba llorando como una magdalena y mi mujer estaba llorando como una magdalena, y dos minutos más tarde, nos abrazamos allí en la ermita y yo le dije: ‘Que no nos separamos, que no’, y ahí estuvimos un rato delante de la Virgen y ‘tenemos dos niñas preciosas'”. Y me decía él: “Si he encontrado la vida. Mi negocio sigue yendo mal pero mi familia es preciosa, como para no ser rociero”. Que la Virgen tiene mil caminos, mil caminos.

Cuántas veces cuenta el Papa la historia del sacerdote que tenía que confesar a un militar (en una novela) y el militar no se arrepentía de las cosas que había hecho, y el cura no sabía, se le estaba muriendo a chorros delante, dice: que se muere sin poder perdonarle los pecados, y ya le pregunta el sacerdote: “Bueno, ¿por lo menos se arrepiente usted de no estar arrepentido? Y el hombre le dice: “Ay, sí, padre, de eso sí”. “Yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre…”. Lo pone el Papa como ejemplo. Ese es Dios. No el Dios pequeño y mezquino que nos hemos hecho a veces a la medida de la pequeñez de nuestro corazón. A Dios le basta la grieta más pequeña para colarse. El cartelito en la carretera que ponía “Virgen del Rocío”, mira tú, para salvar un matrimonio. Bendito sea Dios.

Señor, ¡cuántas gracias de haberte conocido! Por el camino que Tú sabes, de la manera que sea, a través de nuestros padres, de un compañero de trabajo o de un compañero de colegio o de la universidad, a través de una comunidad religiosa, a través de un sacerdote bueno que supo acompañarnos en un momento en la vida. Cuántas gracias por ser hijos tuyos, por saber que lo somos. Todos los hombres lo son, pero el tesoro de saberlo no tiene precio, sencillamente no tiene precio.
Gracias Señor, y no nos abandones nunca.

+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada
S.A.I Catedral

5 de junio de 2016
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