Siempre que los cristianos nos reunimos, absolutamente siempre, incluso en las celebraciones de un funeral, el centro de nuestra oración comienza con la afirmación de que “es justo y necesario dar gracias a Dios y en todo lugar”, y en toda circunstancia. Y eso es lo que significa Eucaristía: acción de gracias. La vida de un cristiano es siempre una vida de gratitud, una vida de alegría y de gratitud porque todo es don. Todo es don de Dios, todo lo que somos, todo lo que tenemos, todo lo que hacemos.

Y el motivo de esa gratitud lo expresa siempre al principio la plegaria eucarística, es siempre, “por Jesucristo Nuestro Señor”. Porque es Jesucristo la fuente y la plenitud de todos los bienes. Porque es Jesucristo quien nos permite vivir en una vida nueva, que nos abre el horizonte de la vida eterna y que llena de sentido todos los esfuerzos, los trabajos, las fatigas de cada día; que llena de contenido también nuestras relaciones humanas y las hace bellas, y motivo también de gratitud. Por eso, los cristianos cantamos siempre. Recuerdo una película de John Ford, del oeste, donde unos forajidos se encuentran con una caravana en mitad del desierto, que iba en busca de un valle fértil, al final del desierto, y los miembros de la caravana les preguntan al grupo de forajidos que han llegado: “Y cómo habéis dado con nosotros”. Y le dice uno de ellos: “Hemos oído cantar, y hemos dicho ‘donde hay cantos, hay buenos cristianos'”. Y me parece a mí una observación preciosa, en el sentido de que los cantos siempre son como una forma temporal, profana si queréis, pero una forma de oración, es una forma de gratitud. Por eso la gratitud es la actitud normal del cristiano, en toda circunstancia, en toda situación de la vida, sean las que sean. Y no porque no haya para nosotros circunstancias difíciles o fuertes o situaciones complicadas, y las hay como para todos los demás, pero, por Jesucristo, nos es dada la posibilidad de vivirlas de una forma distinta.

Qué es lo que la gracia de Jesucristo nos acompaña siempre. Si tenemos, y nos da el Señor, y le pedimos ojos para verla, siempre tenemos formas de reconocer del Señor su gracia y su compañía en nuestra vida. Y la forma de esa gracia normalmente son rostros humanos, no son circunstancias que a lo mejor uno ha planeado; son siempre personas. El Señor nos acompaña, nos ayuda y nos da su gracia mediante personas que pone cerca de nosotros, en las que podemos reconocer la bondad de Dios para con nosotros. A lo mejor, yo soy muy poco dado a expresar el cariño o la gratitud en la vida cotidiana. De hecho, a Manolo se lo he expresado muy pocas veces, pero os puedo asegurar que desde que conocí a Manolo y Josefina, muy al principio de mi ministerio aquí –hace ya 13 años- y a su familia, ellos –Manolo y Josefina, y su familia- han sido para mi una de las compañías más fieles, más cercanas, más inmediatas, uno de los signos más sencillos y más cotidianos del modo como el Señor acompaña nuestra vida. Doy muchas gracias a Dios por poder hoy por poder expresar la gratitud que yo tengo de esa compañía. A los dos. Por tantas cosas: a ti Manolo, por una entrega, en un momento en que podías haber dicho “vamos a tener una segunda luna de miel, vamos a dedicarnos a descansar, a viajar”, y has estado dedicado en cuerpo y alma al Patronato, a los colegios del Patronato y a resolver fundamentalmente “papeletas”. Siempre con una sonrisa en los labios, con una generosidad como quien no está haciendo nada, siempre en zapatillas y lleno de discreción. De Josefina no voy a decir nada, porque ha sido casi la rectora del Seminario Menor durante los años que ha podido. Iba allí –al Paseo de la Bomba- a cuidar de los seminaristas del Menor, a ayudarles a estudiar, a ayudarles a madurar; como buena educadora por vocación y como buena educadora de sus hijos, ayudaba a educar a esos niños. Y también en zapatillas, y también sin recibir casi una palabra de gratitud… Me es muy fácil dar gracias. Si algo siento es no ser capaz de expresarlas con toda la verdad y con toda profundidad que tiene mi corazón. Y creo que cuando las expreso, las expreso no sólo en nombre mío como ayuda para mi ministerio como obispo. Un obispo no es mas que la cabeza de una gran familia donde muchas personas ponen lo mejor de sí mismas: su vida, su esfuerzo, sus cualidades, su generosidad.

Y parte muy esencial de esa gran familia son los colegios diocesanos. La Iglesia nunca podría renunciar a su tarea de educar. Dejaría de ser la Iglesia de Jesucristo si la Iglesia no se preocupase de transmitir su experiencia de lo humano. Porque no se trata solo de enseñar a creer en Dios, de enseñar a creer en Jesucristo; se trata de comunicar toda una experiencia de la vida bella, porque es lo que el Señor nos permite. Es decir, cuando reconocemos que el Señor se ha entregado para que nosotros podamos vivir, para que nosotros podamos querernos bien, para que nosotros entendamos que la vida es justamente para aprender a querernos y que el contenido último de toda educación es justamente ese aprender a querernos cada vez más y cada vez mejor, en la misma medida en que comprendemos eso nos interesa todo lo humano. Decía una educadora de finales del siglo pasado, comienzos de éste, en el mundo anglosajón, que eso que se suele llamar en el mundo anglosajón “educación liberal”, “educación humanística”, nace en el mundo cristiano porque quien ha conocido a Cristo se interesa por todo lo que es bello, grande, hermoso y todo lo que vale la pena de una historia humana. Se interesa en realidad por todo lo humano. Esa es la educación cristiana. Esa es también la idea de universidad, en su sentido más profundo.

Los colegios diocesanos están en mi corazón, aunque el número de frentes a los que uno tiene que responder hagan que no siempre esté yo lo cerca que me gustaría estar. Pero están en mi corazón. Son como lo más querido en la vida de la Diócesis.

En un momento además en que la educación, como la sociedad, vive sacudidas muy profundas –los dos últimos Papas han subrayado mucho que no estamos en “una época de cambio”, sino que estamos en “un cambio de época”-, y la educación es uno de los puntos más sensibles a cualquier movimiento en el terreno de la cultura, es natural que la educación viva también momentos de cambio y momentos de perplejidad, de confusión, la urgencia de probar caminos nuevos. Y ahí estáis todos empeñados, de una manera o de otra.

Le pedimos al Señor. El día que estamos celebrando es un día que se llama “témporas de acción de gracias y de petición”. Esto proviene de cuando el mundo era fundamentalmente un mundo rural y se había acabado la cosecha y la recogida del grano y de la uva, y empezaba otra temporada del año, se daba gracias por el año agrícola que había terminado y se pedía luz, fuerza y energía para el año que comenzaba. Aunque nosotros no vivamos ya en ese mundo, claro que Le damos gracias al Señor por Jesucristo y por todos los bienes que el Señor nos da. En el día de hoy rezamos especialmente por lo que ha sido, y lo que seguirá siendo, porque en la Comunión de los Santos las cosas que hacemos no es lo que hace crecer la Iglesia, o lo bien que sepamos hacerlas, o incluso los frutos que podamos producir. En el mundo determinado por la producción sí es eso lo que se mide; en el mundo verdadero, el mundo de la fe y de la Iglesia lo que hace crecer la Iglesia es el amor. Y uno puede a lo mejor no tener ya la salud para corretear de colegio en colegio, o de delegación en colegio, y de colegio en delegación, o para ir todas las tardes al Seminario, pero uno puede amar. Y a lo mejor amar con mucha más verdad y con mucha más profundidad que cuando uno tiene 30 o 40 años. Y ese amor hace crecer la Iglesia más que lo que hacemos otros que parece que hacemos muchas cosas.

Damos gracias de nuevo por eso y pedimos al Señor que Él que no nos ha abandonado a lo largo de la historia –la historia ha tenido cambios y crisis, y momentos de dificultad de todo tipo- sabemos que no nos va a abandonar; sabemos que seguirá cuidando de vosotros y cuidando de nosotros de una manera o de otra, y siempre, siempre podremos darLe gracias, todos los días de nuestra vida. Estoy seguro, no por mis méritos, ni por nuestros méritos, ni por ninguno de los que estamos aquí, pero nos encontraremos en la vida eterna y daremos gracias de una manera mucho más plena que ahora en la vida de plenitud que el Señor nos ha prometido a todos.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

5 de octubre de 2016
S.A.I Catedral