Fecha de publicación: 25 de junio de 2019

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo Santo de Dios;
muy queridos sacerdotes concelebrantes;
miembros y Junta de Gobierno de la Hermandad tan vinculada al Sacromonte, Vicepresidente de la Fundación Abadía del Sacromonte:

Y me estaba saltando a las más importantes de esta mañana que sois las cuatro niñas que acabáis de hacer la Primera Comunión y que habéis entrado con pleno derecho, por la Comunión, al título ese de Esposa de Cristo, la Iglesia; hermosa como la ciudad que bajaba desde el Cielo ataviada como una novia para su esposo. Con el uso de razón y la recepción del Señor en vuestro corazón, el Señor os hace partícipes de la vida que Él comunica a su Esposa la Iglesia de una manera absolutamente plena y definitiva.

Queridos hermanos y amigos todos. Saludo también especialmente a todas las personas que trabajáis aquí y que lleváis años dedicados al mantenimiento, al orden, a la limpieza… a tantas tareas ocultas y silenciosas en el seno de la Abadía. Y quiero señalar especialmente a María Dolores y a Julián, que han vivido tantos años aquí trabajando, y viven, pasan, la mayor parte del tiempo. También al párroco, lo saludo especialmente, y al deán del Cabildo. Al coro nuevo, que veo que cada año nos adaptamos más a la simplicidad de la liturgia mal llamada mozárabe.

Mi reflexión esta mañana va a ser muy sencilla. Tiene que ver con la palabra “tradición”. La palabra “tradición” es una palabra condenada y malhadada en nuestra cultura, en nuestro mundo. Decirle a alguien que es un tradicional o que es un tradicionalista es casi un insulto, en muchos casos. Y a veces, lo es, porque, a veces, llamamos tradición a restos fósiles de algo que existió en el pasado y que ya no existe, y nos aferramos a ello. ¿Pero, por qué nos aferramos a ello? Porque tenemos necesidad de referencias. Y en nuestro mundo, cada vez más, es un mundo sin referencias. Y la falta de referencias nos hace más difícil poder responder a la pregunta “¿quién soy yo?, ¿qué hago en la vida?”. El pensamiento, sin embargo, del siglo XX, ha puesto de relieve que el ser humano no puede nunca responder a esa pregunta, que es una de las más importantes que el ser humano se hace. Tal vez la más importante sea la pregunta “¿hay algún amor que justifique y dé sentido a todas las fatigas que supone vivir?”. Parece que hay algunos, los hijos, la esposa o el marido, los padres…, ¿pero son suficientes para explicar todo lo que hay en nuestro corazón? También parece bastante razonable caer en la cuenta de que no y es ahí donde el pensamiento del siglo XX, o una cierta parte de ese pensamiento (a mi juicio el más razonable y el más vivo), ha subrayado que el hombre sólo puede responder a esa pregunta en la medida en que es partícipe de una tradición, de una tradición viva, de una tradición que no está muerta.

El Papa san Juan Pablo II llegó a decir en alguna ocasión, llegó a escribir en una encíclica, de las que menos eco que tal vez han tenido de las suyas, que sin la Tradición es casi imposible ni siquiera el pensamiento, el florecimiento del pensamiento humano, porque el pensamiento, incluso la ciencia (pero las ciencias físicas o la ciencia matemática), se desarrollan en el marco de una comunidad, que es la comunidad científica, y en el marco de una tradición que transmite el acervo de saber qué es una comunidad científica. Pero, lo mismo: la cosecha de ciertos frutos requiere de una tradición que ha sido transmitida por el pueblo agricultor que sabe cuidar de esos frutos y que sabe qué necesidad requiere. O las tradiciones de los pescadores. No hay saber humano, ni siquiera el matemático, sin una comunidad que transmite su experiencia, que transmite su cuidado.

La Iglesia es la pertenencia a una Tradición; es la pertenencia a un Pueblo, antes que nada. No son unas ideas o unas creencias, que podríamos tener cada uno a nuestro gusto, o a nuestra manera. Ni siquiera son una serie de costumbres morales. Todo eso viene derivado. El hecho de ser cristiano es el hecho de incorporarse a un pueblo y ese pueblo es, al mismo tiempo, el Cuerpo de Cristo. Eso supone el verdadero escándalo de nuestra fe, que es el Acontecimiento de la Encarnación del Hijo de Dios. El Hijo de Dios se ha sembrado en nuestra historia, como un grano de trigo, para florecer comunicando Su Vida, comunicando Su Espíritu, a un pueblo que vive ahora de la vida que Cristo nos da.

San Pablo decía “yo os he transmitido lo que a mi vez he recibido”, “yo os he entregado”. La palabra “tradere”, de donde viene “tradición”, es transmitir, es entregar. “Yo es he entregado lo que a mi vez he recibido”. Fijaos que las Cartas de San Pablo son incluso más antiguas que los Evangelios, porque estaban los Evangelios, por así decir, transmitiéndose oralmente, cuando San Pablo escribe sus Cartas. Y ya habla de la Tradición que él ha recibido, y esa Tradición es la de la Eucaristía. En realidad, ¿qué es lo que la Iglesia transmite? ¿Costumbres, como el hecho de que las niñas os vistáis de novias para la Primera Comunión? Pues, claro que sí. Transmitimos muchas cosas. (…) Tradiciones bellas, miles. ¿Pero qué es lo que transmite la Iglesia? ¿Cuál es el contenido esencial? ¿Qué es lo que nos entrega la Iglesia? ¿Qué es lo que nos entregan nuestras familias? La primera Iglesia, la Iglesia doméstica; lo que nos entrega la Iglesia a través de la sucesión apostólica: no nos entrega otra cosa que Jesucristo. El contenido de la Tradición, de lo que el Concilio llamaba la “Sagrada Tradición”, es Jesucristo; Jesucristo y la vida que Él nos da. Nos la da y nos la da de varias maneras, de muchas. (…) A Jesucristo se le transmite de mil maneras, de muchas maneras, y por lo tanto se le puede transmitir en todas las circunstancias de la vida. Pero hay algunos momentos, algunos gestos esenciales, a través de los cuales la Iglesia nos comunica a Jesucristo: son los Sacramentos. El Bautismo, la Confirmación, la Eucaristía, el Orden, la Unción de los Enfermos, el Matrimonio. Y el origen de esa Tradición es siempre Jesucristo. Que San Pablo pueda decir “yo os he transmitido lo que a mi vez recibí, que la noche en que el Señor iba a padecer, iba a ser entregado, tomó el pan…” eso pone el origen de la Eucaristía, ciertamente desde la Última Cena. Pero de cada uno de los Sacramentos todos se remontan a Jesús; todos remiten a Jesús.

Me diréis, “¿cuándo instauró Jesús el matrimonio?”, por ejemplo. Lo instauró de algún modo en toda su vida porque Él se llamó a Sí mismo el Esposo, el Esposo de la Iglesia. Por eso, yo hago siempre referencia a la Iglesia como Esposa de Jesucristo, al comienzo de mis homilías, porque eso es algo que hemos olvidado. Parece que la Iglesia es una asociación de personas que piensan lo mismo, como si fuéramos el club de los amigos de Juan Sebastián Bach, o de los amigos de Jesús. ¡No! Somos un Cuerpo, cuya alma es el Espíritu Santo, que vive de la vida que Cristo nos comunica, y que nos comunica en los Sacramentos y, sobre todo, en lo que es el centro de la vida de la Iglesia, que es la Eucaristía.

Bendita Tradición. No os avergoncéis nunca de ella, porque el tesoro que la Iglesia, con todos los defectos –defectos que tenemos los pastores, defectos que tienen los padres, defectos que tenemos catequistas, que tenemos todos en la Iglesia–… El Señor no nos ha querido hacer de plástico, ni como si fuésemos unos maniquíes o así. No. En nuestra humanidad, en nuestra pobre humanidad, en nuestra humanidad pecadora, está presente el Señor, y si amamos al Señor o si damos testimonio de cómo nos ama el Señor, transmitimos a Jesucristo. Y en los Sacramentos, en el Perdón de los Pecados, en la Eucaristía…, por muy pobre que sea la predicación del sacerdote, por muy mal genio que pueda tener, por pobre que sean sus exhortaciones en el momento del Perdón de los Pecados, es Cristo quien me perdona, no es el sacerdote; el sacerdote no tiene ningún poder por sí mismo. Es Cristo quien viene a mí en la Eucaristía, aunque el sacerdote sea un gran pecador. Es Cristo quien vive. La Iglesia es santa no porque las que la formamos somos santos. La Iglesia es santa porque en ella vive, y vive fielmente y vivirá hasta el final de los tiempos, Jesucristo. Y eso no deja de producir santos. Claro que los produce, y muchos. Centenares, miles, una multitud innumerable de santos. Santos en el Pueblo cristiano, que nunca serán canonizados, pero que son, ciertamente, una multitud innumerable.

Cristo vive en la Iglesia. Cristo está presente en la Iglesia. Y sin embargo, la experiencia del hombre moderno, y la del hombre contemporáneo todavía más, es la experiencia de que Dios está ausente. Celebrar el Corpus es celebrar la Presencia real de Cristo en la Eucaristía. Pero, igualmente, en la Iglesia. En todos los sacramentos, en la Palabra de Dios y en cada uno de vosotros. Yo decía el día del Corpus en Granada (ndr. el jueves) que Cristo no había venido a las entrañas de la Virgen, y luego no se había quedado con nosotros para ser adorado, principalmente, sino para ser comido. Jesús no ha dicho en la Última Cena “tomad y adorad”, sino “tomad y comed, esto es mi Cuerpo. Tomad y bebed, ésta es mi Sangre”. Es Él, que se entrega a nosotros, para hacerse uno con nosotros de la manera más intensa imaginable para el hombre, como el alimento se disuelve en nuestro cuerpo y en nuestra vida, y que sea Cristo; que podamos decir todos “vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”.

Hijas mías, habéis recibido al Señor, y el Señor no se marchará nunca de junto a vosotras, no se marchará nunca de estar en vosotras. A lo mejor, os han hecho muchos regalos el día de la Primera Comunión, os han hecho muchos, os han regalado muchas cosas. El regalo más grande y que además no se gasta, no se consume, no se rompe, no se estropea, no hay que cambiar de modelo ni nada de eso, se llama Jesucristo. Jesucristo estará siempre al lado vuestro, siempre con vosotras, siempre en vosotras. Aunque nosotros nos olvidemos de Él, Él no se olvida de nosotros. Como dijo en una ocasión: “Hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados”. ¿A que eso no lo ha hecho ni mamá? Contar los cabellos de vuestra cabeza, vuestros preciosos cabellos…, claro que no. Pues, el Señor los tiene contados. ¡A lo mejor, cada cabello tiene un nombre, incluso! Porque para el Señor eso no es difícil. Es lo más sencillo del mundo. Si puede contar los millones y millones y millones de estrellas que hay, ¡cómo no va a poder contar….!

El Señor está con nosotros. El Señor está en medio de nosotros. Y el fruto de eso es una alegría que, cuando la experiencia de encuentro con Jesucristo es verdadera, brota de las entrañas mismas, del fondo mismo de nuestro ser, es la columna vertebral de nuestro ser. Tú estás con nosotros, Señor, y estás para siempre, y estás todos los días. No sólo cuando estamos en la Iglesia y comulgamos, sino en todas partes. Cuando vamos a comprar, cuando estamos de paseo, cuando celebramos un cumpleaños, cuando estamos bailando unas sevillanas, en el Rocío o en la Plaza Bib-Rambla; pero, siempre somos miembros de tu Cuerpo, hijos libres de Dios, porque Cristo está en nosotros y nos comunica constantemente su Espíritu, ¡para estar con nosotros! También cuando estamos enfermos, también cuando alguien nos trata mal, también cuando se acerca la muerte. En todas las circunstancias, un cristiano nunca está solo. Eso es todo lo que se celebra cuando se desentraña el significado de celebrar el Corpus, y eso es precioso. Y poder celebrar eso, poder vivir así, os aseguro no hay propuesta de vida en el mundo y en la Historia que pueda compararse con ella. Y haber recibido ese regalo… claro que eso es fuente de una adoración permanente, por supuesto.

Bendito seas, Señor, que nos has amado de esta manera, y que nos amas, y quieres estar con nosotros de esta manera.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

23 de junio de 2019
Abadía del Sacromonte

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