Feliz Día de los Reyes a todos.

Muy querida Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo Santo de Dios:

La fiesta de la Epifanía (o como la llamamos nosotros la fiesta de los Reyes Magos, aunque si os fijáis bien el Evangelio no habla de Reyes, es la tradición posterior la que los convierte en Reyes. Habla de magos, que quiere decir “paganos”, paganos de Persia, que eran los que conocían y estudiaban, se pasaban la vida estudiando la astrología, las estrellas y fueron los primeros que desarrollaron un conocimiento grande de las órbitas de los planetas y cosas así), tal vez la palabra que más oímos en estos días y que más vemos, basta abrir los ojos en la calle, es la palabra “regalo”.

Y es verdad: la fiesta de la Epifanía, que era en Oriente la fiesta de la Navidad, antes que en Roma se instituyese la Navidad el 25 de diciembre, es la fiesta del gran regalo. Y yo creo que una faceta buena, dada la cultura consumista en la que estamos, para también educarnos nosotros en estos días y educar a los niños, y educar a los adolescentes y a los jóvenes, en una cierta apreciación de la vida, es que todos los regalos de este mundo no nos hacen felices. Son bienvenidos, claro que sí, ¡cómo no van a ser bonitos! Yo vivía en una buhardilla, y debajo había una familia que tenía una posición económica bastante grande y al niño de abajo le traían una escopeta de perdigones de verdad y un tren eléctrico, y a mí no me traían ninguna de las dos cosas, y me enfadaba un poquito con los Reyes Magos por eso. Pero es verdad que tampoco ni el tren eléctrico, ni la escopeta de perdigones, ni nada de nada, ni el mejor de los abrigos de visón que le puedan traer a una mujer, o un viaje a la India o al Japón, es capaz de llenar nuestro corazón. Tenemos ansia de ser regalados, claro que sí. Nuestro corazón es una especie de anhelo infinito, de anhelo inacabable, pero todos los regalos del mundo no bastarían para hacernos felices.

Dada la edad de la mayor parte de las personas que estamos aquí, yo supongo que casi todos habéis visto una gran película de la historia del cine que se llama “Ciudadano Kane”. Orson Welles, el director, era cristiano, era católico. Y la película no menciona a Dios en ningún momento, pero a mi juicio la película es el mejor comentario a un pasaje del Evangelio que yo he leído o visto jamás, ni en libros de espiritualidad ni en nada: “De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si se arruina a sí mismo”, si arruina su vida, su alma. Orson Welles pone de manifiesto en la figura de “Ciudadano Kane” un niño que ha recibido una gran fortuna y que puede hacer casi lo que quiera. Siendo su familia humilde, ha heredado una gran fortuna: una mina de oro en el oeste americano, y estuvo a punto de ser presidente de los Estados Unidos, y compraba estatuas y compraba obras de arte… Hay algunos planos al final de la película donde se ven todas las obras de arte que habían llegado y que ni siquiera habían sido desembaladas, y él muere anhelando su infancia, solo, con una bolita en la que se recordaba la nieve y la casita donde él había jugado cuando era niño con su madre (una mujer muy rígida y muy dura por otra parte –también tiene algo que ver quizás con el futuro del niño–), pero de qué le sirve al hombre todo aquello si no puede ser feliz. Y Kane (Charles Foster Kane) trataba de comprar el amor de la mujer con la que se casó primero, que era una hija o sobrina de un presidente, o la otra cantante con la que vivió, a la que quiso hacer también una gran cantante de ópera.

El amor no se compra. Es el amor lo que más necesitamos, es el amor lo que más anhelamos… Tampoco se suplica a las personas. Quien va por la vida suplicando a los demás que sean mis amigos, y hay personas que van así por la vida, casi nunca consiguen tener amigos. Quien va por la vida suplicando a alguien que le quiera, casi nunca consigue que le quieran, o no consigues que te quieran bien. El amor es siempre un regalo… Es tanto más bueno cuanto más se parece al regalo de los regalos, que es el de la Navidad, que es el de Dios. Y Dios no tiene necesidad de nosotros. Somos nosotros los que tenemos necesidad de Él. A Dios es al único al que podemos suplicar siempre que nos quiera, porque no le quitamos nada cuando nos ama.

Las cosas no nos llenan. Los regalos no son capaces de hacer nuestra felicidad. Sólo un regalo, del que tenemos todos necesidad, y ése es el gran regalo que nosotros cristianos sabemos que Dios nos ha hecho, y del que podemos disfrutar toda la vida, también cuando estamos enfermos, también a las puertas de la muerte, también cuando nos faltara el aprecio de la familia, o tuviéramos que experimentar la traición de los amigos u otras cosas. Ése es el gran regalo. ¡Señor, tú, que te has hecho siervo nuestro para llenar nuestro corazón de la Esperanza que no defrauda! Porque la esperanza de las cosas defrauda siempre, siempre. De una manera de otra, más tarde o más temprano, nos cansamos. Nos damos cuenta de que hemos recibido una cosa y ya estamos deseando la siguiente. ¡Sólo Tú, Señor; sólo ese abismo infinito que es tu amor! Hoy le damos gracias a Dios por ese regalo.

Os decía antes que la Navidad en Oriente era justamente el 6 de enero, y fue la primera fiesta de Navidad que se celebraba en la Iglesia, y se extendía también en el tiempo, y al domingo siguiente se celebraba el Bautismo de Jesús, como haremos nosotros la semana que viene; y el domingo siguiente las Bodas de Canáa. Y los tres Evangelios, esos tres textos, explican un poco toda la Navidad. Hoy, que el regalo que Dios nos hace es tan grande, tan profundo, toca tan al fondo de nuestra humanidad, es decir, a nuestro deseo de ser felices, que vale para todos los hombres; que, incluso, cuando nació Jesús, llegó a los pueblos paganos. Eso, para nosotros, no es tan importante, no nos damos cuenta. Pensamos que todas las cosas son universales, también la democracia, y también otras cosas: los bienes de este mundo, la tecnología, todo es para todos…, aunque eso sea una herencia cristiana, un poco sin que nos demos mucha cuenta. Pero, ciertamente, el regalo de la Navidad, como toca nuestra humanidad, lo mismo que la Resurrección de Jesús toca nuestra condición mortal, es para todos los hombres, es para todos. Y eso no se puede dar tanto por supuesto.

Dios había elegido a un Pueblo, lo había cuidado, lo había mimado, porque era la única manera de educar a un grupo de hombres para que pudieran ellos ser como fermento después, donde naciera el Hijo de Dios, y pudieran entender su lenguaje, y Dios los educó durante 2000 años, desde Abraham hasta el Nacimiento de Jesús. Pero la tentación que pasa, cuando valoramos mucho la familia, que son cosas muy buenas, pues tendemos a pensar que las cosas de la familia… ¡Lo hacemos con todo!, lo hacemos con los regalos. Todos tenemos un poco la psicología de Gollum, el de El Señor de los Anillos… “¡Mii tesoooro!”. Los judíos que creyeron a Jesús pues hacían con Jesús, “¡Mii tesoooro!”, “esto solo para los judíos”. Y tuvo el Señor que abrirles el corazón y decirles, “no, ¡esto es para todos los hombres!”, para todos los hombres, sin excepción. Todos los que buscan, si buscan, terminan encontrando, porque, como decía San Agustín, “no me buscarías si no me hubieras encontrado”. Si es que la semilla de la búsqueda de Dios, la brújula para encontrar a Dios, está en nuestro corazón, no está en ningún otro sitio.

Le damos gracias al Señor porque ese regalo, porque ha podido ser para todos, ha podido ser para nosotros (nosotros estábamos aún a miles de kilómetros de donde todo este estaba sucediendo: de Belén, de Nazaret, de Jerusalén… y ha llegado hasta nosotros. ¡Bendito sea Dios!, y ojalá llegue a todos los hombres. A todos, sin excepción).

El día del Bautismo de Jesús se celebra cómo Jesús baja hasta el fondo del abismo, es el anuncio de su muerte, y cómo esa muerte es la condición de nuestra vida y de nuestra resurrección. Y el día de las Bodas de Canáa, pone de manifiesto otro aspecto esencial de la vida cristiana: que donde está el Señor nunca falta la alegría, nunca, y que el amor del Señor es tan profundo que también cuando a nosotros se nos acaba la alegría, y no nos imaginamos qué desgracia tan grande era una boda sin vino, donde se había acabado el vino (cuando las bodas duraban además varios días), Cristo ha venido, y ha venido para que nosotros podamos vivir, y vivir en plenitud, vivir para siempre, estar contentos, también cuando la alegría se nos acaba en este mundo.

Le damos gracias al Señor por ello. Cantamos el Aleluya con una conciencia grandísima de que la podemos cantar, ¡siempre! Y con una gratitud muy grande. ¡Ese don no nos va a faltar nunca, a nadie! ¡No nos va a faltar a nosotros nunca! Que tengamos la conciencia de que ese don nos acompaña segundo a segundo, todos los días de nuestra vida, hasta florecer y desembocar y fructificar en la vida inmortal, en la vida eterna.

Pero, por favor, educadles, sin echar muchos sermones. Educad a vuestros nietos en que los regalos, ¡muy bonitos!, pero que el regalo más grande de todos es el amor y el amor más grande de todos, el único que realmente llena la vida, es el de Dios. Eso lo entiende un niño de cuatro años perfectamente si se le dice mirándole a los ojos y con mucho cariño.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

6 de enero de 2018
S. I Catedral
Eucaristía Epifanía del Señor

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