Fecha de publicación: 15 de octubre de 2020

Mi pueblo se llama Las Gabias, cerca de la capital, en la vega de Granada. Mis padres se llamaban Francisco García Pertíñez y Juana Fernández Olmo. Nací el 6 de abril de 1929, y fui bautizado en la Parroquia del pueblo el día 13 del mismo mes. En el colegio de las Hijas de la Caridad, hice los estudios de Primaria y la Primera Comunión. Después dejé el colegio, pues en aquella época los niños no continuaban sus estudios. Asistía a clases nocturnas que impartía un maestro particular.

Comencé a sentir que lo material no me atraía, prefería dedicarme a pensar, buscar sitios tranquilos y solitarios para pasear, reflexionar y hacer bastante oración, aunque apenas sabía cómo hacerla.

Las religiosas me dieron a leer la vida de los Tres Pastorcitos de Fátima. Esto hizo que iniciara mi vida de oración y penitencia por los hombres que estaban en pecado. En casa estaban preocupados, pues veían que no me gustaban las cosas materiales.

Había empezado a ir todos los días a Misa con mi hermana Anita, que ya estaba pensando en su vocación religiosa para entrar en la Congregación de las Misioneras Agustinas Recoletas, donde perseveró toda su vida. Durante 52 años, estuvo de misionera en Colombia y Venezuela, hasta su muerte en mayo de 2012.

Así, a mis trece años ya estaba preparándome para que me llegara la vocación religiosa.

Los Hermanos de San Juan de Dios venían en verano, desde Granada, a pedir en el pueblo; me gustaban y me sentía atraído a imitarlos, aunque yo entonces no tenía idea de lo que era la vida religiosa, ni sabía lo que era la vida de oración. No conocía ninguna orden religiosa, sino solo al cura del pueblo.

Empecé a ver a mi padre pensativo y, a veces, él me animaba a que fuera como el cura. Así que por un tiempo estuve pensando en irme al Seminario Diocesano. Pero yo no sabía a quién preguntar, ni pedirle que me guiara en mi deseo. Mas ya el Señor lo tenía todo preparado

Por aquellos días, el seminarista Antonio Cobos fue ordenado sacerdote, y vino al pueblo a su Primera Misa. Había invitado, para que fuera su presbítero asistente y predicase el sermón, al jesuita P. Ramírez, profesor suyo en la Facultad de Teología de Granada.

Asistimos ni hermana Anita y yo y, al terminar la celebración, mi hermana y una prima me llevaron a hablar con el predicador y con el párroco, D. José Bertos, sobre mi vocación.

El P. Ramírez se alegró mucho, y le pidió a D. José que al día siguiente me llevara a Granada, al Teologado de los Jesuitas, en Cartuja. El P. Ramírez me presentó a un grupo de chicos aspirantes: unos, para el sacerdocio; y otros, para hermanos, en la Compañía de Jesús.

A los pocos días, volví para quedarme para siempre. Empecé a sentirme muy feliz y gozando de lo que había estado soñando hasta entonces en mi corta vida. No me interesaba para qué entré, mi deseo era solo vivir plenamente para el Señor y entregarle mi vida y ser santo en la modalidad que Él quisiera.

A los siete meses de mi vida en Cartuja, me llamó el P. Leal, profesor de Sagrada Escritura y también encargado de los jóvenes aspirantes a la Compañía, y me dijo: “Antonio, te mandamos cuanto antes al Noviciado de El Puerto de Santa María”. Tenía catorce o quince años. Hice el postulantado durante 6 meses; después de los dos años de Noviciado, el 2 de febrero de 1948, hice los primeros votos.

El primer destino como Hermano Jesuita fue de portero o conserje, en el antiguo Colegio de San Luis Gonzaga, donde estaba, desde el final de la guerra, el noviciado de la provincia jesuítica de Andalucía. Aquel enorme edificio albergaba una gran comunidad de novicios, juniores estudiantes, padres y hermanos, más de 200. Tube muchas responsabilidades: atender a la puerta, al teléfono, visitas, consultas, encargos, etc.

Un día, me puse a hojear la revista El Siglo de las Misiones; traía un artículo, lleno de fotos, con las trágicas consecuencias del terrible bombardeo atómico de Hiroshima y Nagasaki. Este año, 2020, celebramos su 75 aniversario. Y yo, 70 años de mi llegada a Japón el 15 de agosto de 1950.

Al ver las fotos de muchos heridos y muertos, me estremecí durante unos minutos y me dije: ¿Podría yo ser misionero e ir a Japón, para gloria de Dios, enseñar a nuestros hermanos japoneses con mis trabajos, ejemplo y oraciones y llevarlos por el camino del Señor?

En Japón, había mucha pobreza y mucho sufrimiento, muchas penas y dolor, por tanto destrozo y por las muchas personas que habían perdido la vida.

Enseguida escribí al P. Provincial pidiéndole que me enviara al Japón como misionero. Pensé que, al no haber podido ser sacerdote, como fue por un tiempo mi ilusión, sí que podía ser misionero; y a ésta la consideré como mi segunda vocación, a la que Dios me llamaba con amor. En Roma pusieron dificultad por mis 20 años de edad.

Ante mi firme petición de ser enviado al Japón, el P. Provincial me dijo: “Vamos a pedir a San Francisco Javier, en la novena de la Gracia, que haga este milagro, y te puedas unir al grupo de siete compañeros que partirán el próximo mes de agosto. Así lo hicimos y, milagrosamente, de Roma vino la aprobación.

Creo que mi vocación se debe a la intercesión de San Francisco Javier; y la vi confirmada en el hecho de que nuestra llegada a Japón tuvo lugar el día 15 de agosto, cuando se cumplían tres importantes celebraciones: la llegada de Javier a Japón, el final de la terrible guerra del Pacífico, y la Fiesta de la Asunción de la Virgen María.

Nuestro grupo fue el primero en hacer el viaje en avión en una compañía del Tercer Mundo, y tardamos tres días en llegar por una avería.

En todos estos años, he sido muy feliz y sigo siéndolo, sin haber estudiado mucho, pero con la dicha de haber podido hacer muchos trabajos en todos los sitios donde me ha puesto la Compañía en esta Misión del Japón: en una casa de Ejercicios, en colegios, en la casa de los estudiantes jesuitas de filosofía y teología; y ahora estoy encargado del santuario y museo de los 26 santos mártires, en Nagasaki, con mis 91 años cumplidos.

El ministerio principal ha sido siempre el del trabajo, junto con la amistad y el aprecio a esta buena gente, sencilla, trabajadora y de grandes cualidades humanas.

Al terminar este breve testimonio, no puedo olvidar el ejemplo y la ayuda espiritual de mi hermana Anita, misionera también, quien durante los muchos años de su vida religiosa me ha acompañado y sostenido, desde lejos, con su ejemplo y oraciones.

Y la gran amistad que Dios me ha concedido tener con el papa Francisco, desde que venía hace 33 años a visitar a sus compañeros argentinos en Japón, siendo él superior provincial de la provincia jesuítica de Argentina; y yo, encargado de los huéspedes.

Nos hemos carteado durante muchos años y he tenido la suerte de abrazarlo en Roma, siendo ya Papa. Nos hemos encontrado de nuevo en Nagasaki, ante la sorpresa de las autoridades, monseñores, guardaespaldas, con la lluvia que caía a mares, aquel dia…

Que todo esto sea para la mayor gloria de Dios.

Testimonio publicado en la revista Granada Misionera

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