Fecha de publicación: 27 de diciembre de 2016

Cuando yo era bastante más joven, había dos celebraciones litúrgicas del Tiempo de Navidad que me chocaban, por motivos diferentes.

Una, la fiesta de los Santos Inocentes, el 28 de diciembre. Porque aunque es verdad que el relato de la muerte de los inocentes está vinculada al relato del nacimiento de Jesús, me costaba a mí entender por qué la Iglesia celebraba su muerte como un martirio, cuando lo normal es pensar que un mártir tiene que ser alguien muy consciente. Yo decía: Si las madres de Belén hubieran sabido por qué morían sus hijos, hubieran ido ellas al portal a vengarse de Jesús. No digo que ahora entienda por qué se celebran los inocentes, pero una luz sí que me da el Señor, y es que la historia está llena de inocentes que no conocen a Cristo. Y en la fiesta de los Inocentes celebramos toda esa multitud ingente de santos que no han tenido la ocasión de conocer a Cristo, y sin embargo son víctimas de la miseria humana, el pecado humano. Y Cristo los considera como parte de sí, como parte de su propia historia, de algún modo como parte de su propio pueblo, igual que los demás mártires, aunque no hayan conocido al Señor.

Nosotros sabemos que todo sufrimiento humano está, por así decir, gracias a que conocemos a Cristo, como abrazado y recogido en la cruz y en el sufrimiento del Hijo de Dios, igual que no hay ninguna realidad bella que sea extraña a Cristo, no hay ningún dolor en la historia humana ni ninguna injusticia, ninguna fricción, que no haya sido asumida en la Pasión de Cristo. No digo que sea esa la intención de la Iglesia, pero yo ahora la celebro y quería hablar de ella hoy también, porque luego el día de los inocentes es una fiesta que pasa, por así decir, desapercibida, y sin embargo, yo cada vez le doy yo más importancia.

Y la otra fiesta que no entendía yo cuando era seminarista y cuando era un sacerdote joven, me preguntaba siempre y, ¿por qué?, ¿por qué? Me parecía como más lógico que la celebración de San Esteban estuviera el primer día después de Pascua, por ejemplo, el primer día después de la Navidad. Y yo voy a compartir con vosotros la luz que el Señor me da sobre esta fiesta, sobre el sentido de celebrar a San Esteban un día después del día de Navidad.

A lo mejor son como brochazos de un cuadro impresionista o así, pero forman una unidad coherente. Comparto esos brochazos, con la conciencia de que cuando la Iglesia pone algo, siempre hay una razón profunda, hasta el más pequeño gesto de la liturgia hay una razón profunda. A veces, a nosotros se nos ha olvidado lo que significaba aquello, pero algún significado tiene, y es preferible tratar de sumergirse en él que simplemente dejarlo estar.

El primero de esos brochazos de los que os hablo es que en realidad la Encarnación del Hijo de Dios es ya la Cruz, es decir, es ya la Pasión del Hijo de Dios. Para nosotros es una fiesta en la que vemos como una ternura muy grande y así, y es cierto. ¿Os acordáis de la parábola de los dos deudores? ¿Uno que debía diez mil talentos, y otros dos, los dos siervos, debían los cien denarios? Pues el Señor salda con su Encarnación la deuda de los diez mil talentos; salva la distancia infinita que hay entre Dios y nosotros.
Igual que en la creación del hombre y la mujer está prefigurado el amor de Cristo por su Esposa la Iglesia, y San Pablo habla de que en la figura del primer Adán está prefigurada la… es el segundo Adán, los niños nacen llorando. Los Padres lo subrayaban a veces para preguntarse por qué lloramos nosotros de cara a la muerte; si nos pasa algo parecido a lo que al niño le pasa: un niño está en el seno de su madre y está a oscuras, no ve la luz, no ve el sol, no ve los colores de las cosas, y sin embargo, sale a la luz, sale llorando, como también nos vamos de este mundo llorando, y vamos a la luz, pero vamos llorando. En todo caso, Jesús (me dejáis decirlo en palabras de mi amigo san Efrén) “entró el sol en el seno de la Virgen y salió vestido de pálidos colores”. Es decir, entró el Hijo de Dios y salió Cordero, que nacía balando. Dices: Señor, no somos capaces de representarnos la distancia infinita que hay entre tu Ser y el nuestro, y en ese abajarte a nosotros está en todo el ofrecimiento de tu vida. O sea, en la Encarnación está implícita la Cruz. El Hijo de Dios sólo podía dar su vida, mostrarnos su amor sin límites por nosotros asumiendo nuestra condición humana. Y eso, que es impensable para el hombre, que jamás nos había ocurrido a nadie, el Señor ha dado ese paso; que jamás se le había ocurrido a nadie del tiempo de Jesús, ni en la cultura helenística, ni en la cultura judía, ni en la persa, ni en la egipcia. Ninguna de aquellas culturas hubiera sido capaz de imaginarse algo así, o por lo que nos narran los evangelios. Ese hecho único, que es ya tu ofrenda. Tu ofrenda que se consumará en la Cruz, sin duda, pero que es ofrenda desde el primer momento. Como dice la Carta a los Hebreos, haciendo referencia a un pasaje del Antiguo Testamento: “Señor, Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me diste un cuerpo. Entonces, yo digo ‘Aquí estoy para hacer tu voluntad’”. Es decir, el “Hágase tu voluntad” de la noche de Getsemaní está preanunciado en la Encarnación del Hijo de Dios, que es ya su ofrenda por nosotros; su ofrenda por ti, por mí, por el más pobre de los hombres, por todos, cada uno de nosotros, y cabemos todos en su amor y en su misericordia infinita.

Y otro brochazo. La verdad es que a esa entrega de Cristo hay una entrega que corresponde perfectamente y que los evangelios subrayan muchas veces indirectamente de la manera fina como suelen decir las cosas, porque al “Aquí estoy” de Cristo “para hacer tu voluntad” responde el elogio de Jesús a su Madre, cuando dice quién es mi padre y mi madre y mis hermanos: el que hace la voluntad de Dios es mi padre y mi madre y mis hermanos. ¿Cuál es la respuesta perfecta? La respuesta de María, el “Sí” de María. Pero el mismo “Sí” de María está reflejado en el “sí” de los mártires. No es casualidad, y eso está expresado así en el Evangelio; así como la correspondencia entre Jesús y la Virgen está expresado en los evangelios y en el Nuevo Testamento de varias formas, esta correspondencia entre Jesús y el testimonio de vida del mártir está expresado más en la liturgia.

Los cristianos amaban, desde muy pronto, celebrar la liturgia sobre los sepulcros de los mártires, y no por una cuestión piadosa o por una devoción o así, sino por el significado profundo de continuidad que hay entre la cruz de Cristo y el testimonio del mártir. Es decir, nadie como el mártir hace suyas, hace carne, se encarna, en correspondencia a la Encarnación, encarna en su vida, el “sí” de Cristo. “Tomad, comed, esto es mi cuerpo. Bebed, ésta es mi sangre”. Esa entrega del Señor en su Encarnación y en la Pasión, que es la consumación de la Encarnación, se repite la historia en memoria suya antes que nada el amor del Padre, antes que nada en el Sacramento de la Eucaristía. Pero el mártir es quien prolonga en la historia la Pasión de Cristo, la ofrenda total a Dios por la vida del mundo. Y por eso la Eucaristía adquiere un significado especial cuando se hacía sobre los sepulcros de los mártires. Y de ahí la tradición de cuando los altares son de piedra, se ponen siempre reliquias de santos, porque son los santos los que cumplen ese mandato del Señor: “Haced esto en conmemoración mía”. Son ellos los que a lo largo de la historia prolongan el amor de Cristo, el testimonio de Cristo, el don de la vida.

Y hay otra manera en que la liturgia hace patente esta correspondencia que ilumina el porqué esta fiesta inmediatamente después del día de la Navidad. Y es el mismo orden de la liturgia a la proclamación de la Buena Noticia, que es siempre un trocito de una historia de amor. La liturgia de la Palabra es siempre, son trozos, fragmentos de eso que Juan Pablo II llamaba, cuando hablaba en uno de sus textos sobre el tercer milenio, “Dios se ha implicado con nosotros en el barro de nuestra historia y se ha hecho, ha entrado en ese barro, y la culminación de ese implicarse con nosotros ha sido la Encarnación”. Cuando leemos las lecturas, no es como un aprendizaje para aprender ideas o para aprender… son trozos de una historia de amor que siempre culmina en el Evangelio, en la Buena Noticia de la Alianza nueva y eterna realizada en su Hijo hecho carne.

¿Cómo responde la Iglesia a la Buena Noticia? Responde con el Credo, que es el “sí quiero” de las bodas. El Credo no es la recitación de unas ideas. El Credo, en su forma original, que es la forma de la noche de Pascua –“¿Crees? Sí, creo”-, tiene la estructura trinitaria y luego la esperanza que uno pone en la vida que hay en ese Espíritu Santo que se cuelga, por así decir, lo que el Señor nos da en la vida de la Iglesia: el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna. Eso sólo lo puede uno esperar de un Amor infinito. Decir el Credo es decirLe que sí a ese Amor infinito que nos ha sido proclamado en la Palabra de Dios, en el Evangelio. E inmediatamente después de la profesión de fe, la respuesta es el “sí” de la Esposa, a la Buena Noticia del amor del Esposo. ¿Y qué hace la Esposa inmediatamente después? Ofrecerse y darle lo que tiene; en el pan y el vino darse ella.

Veréis, al Señor siempre le damos lo que Él nos ha dado primero… El mártir le da al Señor lo que el Señor le había dado, le da la vida, pero la vida se la ha dado el Señor. Y eso lo expresa la estructura de la Eucaristía. El Señor nos da su amor, nos revela su amor, nos abre su corazón, nos abre su vida, y la única respuesta razonable es ese “sí, Señor, yo sé que Tú eres todo lo que yo puedo anhelar y desear, yo sé que Tú eres capaz de perdonar sin límites y de introducirme en tu vida divina (eso es la resurrección de la carne y la vida eterna) y entonces yo te ofrezco lo que tengo: el pan, el vino, mi pobreza, la pobreza que somos, el mundo entero, a través de nuestra ofrenda”; pero nuestra ofrenda responde a la ofrenda de Cristo por nosotros, es siempre una respuesta. Luego, como el Señor no se va a dejar ganar en amor, pues a esa respuesta de la Esposa responde Él dándonos su cuerpo y su sangre. Es decir, por si era poco, primero nos declara su amor y cuando lo acogemos se nos da Él mismo por entero para vivir en nosotros.

Dirán los Padres de la Iglesia cuando hablan de los mártires: no dan la vida, la ganan. Si no la hubieran dado, la hubieran perdido, y al darla, pierden algo que vale muy poco y obtienen la fuente de toda vida. Es exactamente la lógica de la Eucaristía. Señor, nosotros nos hemos acercado a Él pidiéndole perdón por nuestras faltas, sabiendo que nos lo da, sabiendo que está siempre disponible, y claro, inmediatamente después del perdón, cantamos lo que se canta la noche de Navidad: Gloria a Dios en el Cielo, paz en la tierra a los hombres que Dios ama. Luego Él nos dice su amor. Nosotros respondemos. Entonces, en la proclamación de la Encarnación nos arrodillamos y guardamos un ratito de silencio, proclamamos la Encarnación y luego continuamos. Pero es eso: es acoger la ofrenda de amor y responder luego con nuestra pobreza, y luego el Señor transforma nuestra pobreza en el don que Él hace de Sí mismo a nuestras vidas, que nos transforma de ser meras criaturas a ser hijos de Dios.

Hubo un rey, dice el Señor en alguna parábola… Yo creo que alguna vez os he hecho reflexionar sobre eso: que en las bodas del Evangelio nunca hay novia, solo hay novio. ¿Por qué? Porque la novia es aquellos a los que se dirige el Evangelio, aquellos a los que Jesús se dirige, el pueblo de Israel, el nuevo Israel, la Esposa. Hubo un rey que celebraba las bodas de su hijo. Esa es la Navidad. ¿Recordáis que había una lectura unos días antes de Navidad que es el Cantar de los Cantares, que expresa el deseo del Señor, el deseo de Yahvé, el anhelo de Yahvé por la unión plena con su Esposa? A ese deseo del Señor responde nuestro ofertorio en cada Eucaristía. A ese deseo del Señor responde nuestra vida consagrada, simplemente.

¿Qué anhelamos con esa consagración? Vuestra perfección. Anhelamos al Señor. Al anhelo del Señor por nosotros no hay otra respuesta más que el anhelo nuestro por el Señor, el deseo nuestro del Señor. ¿Cuál es el don Señor que esperamos de Ti? Tú mismo. No esperamos otra cosa. Tú eres nuestro tesoro. Tú eres nuestra vida. Tú eres nuestro deseo. Tú eres todo aquello que podemos anhelar. Y lo anhelamos con las cartas marcadas, porque sabemos que Tú quieres darTe a nosotros, por lo tanto te anhelamos sabiendo que Tú estás deseando ser nuestro, que seamos tuyos, para Tú poder ser nuestro.

Una cosa que me justifica a mí en comparar lo que sucede en la encarnación de san Esteban y lo que sucede en la Eucaristía es que la liturgia de la Iglesia habla de la Navidad y de la Encarnación como “admirable intercambio” en el prefacio de Navidad y la Eucaristía es descrita exactamente con las mismas palabras, “admirable intercambio”; el admirable intercambio con el que Tú nos das y luego nos pides lo que nos has dado y luego te das a nosotros en un admirable intercambio en que Tú no pierdes nada y nosotros lo ganamos todo.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

26 de diciembre de 2016
Pequeño Monasterio de la Paz
Comunidad de Hermanitas del Cordero

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