Queridísima Iglesia del Señor, Esposa Amada de Jesucristo, Pueblo Santo de Dios;
queridos sacerdotes concelebrantes, monaguillos:

(…) Hoy hay pocos niños aquí, porque estamos tan cerca de la Navidad que están con otros preparativos. A los padres que vengan con sus niños, si llegan un poquito antes, sencillamente, pueden pasar a la sacristía y hacer de monaguillos o de acólitos, en la celebración de la Misa de la Catedral. Siempre. Seáis de donde seáis y vengáis de donde vengáis.
Comienzo la reflexión de esta Eucaristía. Pensando en el mundo en el que estamos, y en lo que uno oye del mundo en cuanto abre un poquito los medios de comunicación, y el Evangelio de hoy, o las Lecturas de la Eucaristía de hoy, y recordando también lo que hace unos días decía el Santo Padre a los trabajadores de la Curia romana en el Vaticano, me venía este hecho a la cabeza. El santo -recientemente proclamado santo- san John Henry Newman, hacia el final de su vida por 1870 y algo, él escribe una carta a un antiguo compañero suyo de estudios en Oxford que estaba de militar en la India y le preguntaba por la fe y por la situación de la fe, y Newman le decía esto que me parece a mí que es muy sabio y que nosotros podemos aplicar hoy de muchas maneras. Él decía: “Nunca se ha demostrado ni nunca nadie ha podido demostrar la falsedad del hecho cristiano, del Acontecimiento de Jesucristo o de lo que ese Acontecimiento ha desencadenado en la historia de los hombres y en la vida de la Iglesia. Lo que sucede no es que la gente se aleje de la fe porque tengan el convencimiento de que eso no ha sucedido, sino que vivimos en un mundo cuyas realidades de la vida cotidiana son tan distintas de aquel que nos narran los Evangelios, y del lenguaje que oímos en la vida de la Iglesia, que a uno le parece que son mundos incompatibles”. Y le parece entonces, sin necesidad de reflexionar apenas, o sin ningún tipo de reflexión, que los Evangelios no pueden ser más que una especie de cuento de hadas o de cuento para niños, o algo tan ficticio como pudieran ser las historias de Harry Potter, o las Crónicas de Narnia, o el Señor de los Anillos, o Avatar, o la Guerra de las Galaxias. Son historias de ciencia ficción, sin más, sin ninguna reflexión más. ¿Por qué? Porque nuestras mentes, nuestros corazones están en otras cosas. En esta mañana yo lo podía percibir perfectamente, en un contexto en el que me encontraba: estaba todo el mundo pendiente de si le caía “El Gordo” (ndr. Lotería Nacional de Navidad) o si no le caía “El Gordo”. Incluso oí algún comentario de decir no sólo “qué pena que no me ha tocado”, sino que “ya le han quitado toda la emoción a la mañana con el hecho de que haya salido a los veinte minutos de comenzar el sorteo de la lotería”.

Y estamos en ese mundo. La gente joven está en las series de Netflix y se pasan horas en las series de Netflix. Luego, llega uno al Evangelio, lees el relato de la Anunciación… que un ángel vino a una mujer que le dijo que iba a tener un hijo, que ese hijo se iba a llamar el Hijo de Dios, que sería “el salvador de los hombres”. Hemos cantado aquí también “está cerca el Salvador”, “viene la Salvación”, y dices “¿salvarnos de qué? Si vivimos en un mundo magnífico; si vivimos en un mundo fantástico”, donde, a lo sumo, el Belén es un adorno. El mundo que nos rodea tiene todas las ventajas que los hombres podemos aspirar, etc. Cuando se nos dice “salvación”, decimos “¿salvación de qué?”, si estamos salvados, si vivimos muy bien y vamos a celebrar además con turrón, con dulces, con cava o con champán, vamos a celebrar de aquí a unos días el recuerdo de esa historia tan bonita, y se la contamos a los niños. Pero la vida sigue como si no pasara nada.

Nuestro mundo real, basta con oír las conversaciones. Se dice que no se puede hablar en el tren, pero nadie lo cumple, y entonces uno va en el tren y oye todo tipo de conversaciones. Las que no son peleas matrimoniales, todas, son de dinero. Todas. Alguien que está haciendo un cálculo de cómo de esta manera se gana más dinero, todas. Y dices, “¿nos vienes a salvar de qué?”. Pues, del vacío, del vacío de nuestra vida; del silencio en el que nos quedamos en cuanto tomamos conciencia de nuestra condición mortal; del silencio en el que nos quedamos ante la muerte: no sabemos qué decir ante una muerte, cada vez menos.

Nuestras vidas nos insertan en la historia de Dios. Es una historia de Salvación que permite la esperanza verdadera en el corazón. ¿Pero si eso fuera la esperanza, en torno a un enfermo lo que habría sobre todo sería eso? Porque eso es lo que necesita el enfermo y eso es lo que necesitamos los que estamos cerca del enfermo. Y, sin embargo, sólo se emplea el lenguaje médico, que parece un lenguaje que no es tóxico, claro, porque es científico. “¿Qué posibilidades hay de esto? ¿qué analgésico hay que poner aquí?”, y la persona se muere sin que nadie, muchas veces, haya podido hablarle del significado de su vida. Eso no significa “la muerte no es importante”, no. Claro que es importante, pero hay que poder darle un sentido, como a la vida. Poder darle un sentido, y el sentido no es que nos toque “El Gordo”, o que no nos toque.

Comentaba que viví muy cerquita, muy cerquita un tiempo, en los primeros años de mi ministerio de un pueblo que estaba convirtiéndose en una ciudad dormitorio, donde tocó el gordo. ¡Dios mío, qué desgracia! ¡Cómo se destrozaron aquellas familias! ¡Cómo algunos se quitaron la vida muy poquitos días después! Se habían comprado un gran Mercedes, lo pusieron a 200 y pico por hora, y el Mercedes terminó dando cuatro vueltas en una recta de una carretera y un chico jovencísimo, de 22 años, perdió la vida. ¡Pero familias destrozadas!, porque “si tú habías puesto tanto, si yo había puesto tanto, si tú tenías dos décimos, si yo tenía…”. Otros, invitando en el bar, “ronda gratis”…. Y aquel dinero se había esfumado en una semana en muchos casos. Y el dolor, el sufrimiento, el vacío, las heridas que dejaban en esas vidas y en esas familias… ¡Señor, vienes a rescatarnos de eso! La vida es otra cosa.

No quiero suprimir ni el dolor, ni el humor, ni la alegría, pero para que el humor no sea falso, tiene que haber alegría en el corazón y la alegría no puede venir de cosas que no llenan el corazón. Es verdad que, si uno va por la calle, todo el mundo, menos los mendigos, va bien vestido, todos sonríen, todos tenemos rostros de anuncio de dentífrico en la televisión y todo el mundo es guapo, todo el mundo nunca más de 30 años, aunque tenga 70, todo el mundo se peina como si tuviera veinte… Entonces, te parece un mundo feliz. Te pones a hablar con las personas (…) a veces hay unas corazas muy fuertes y escondemos totalmente las heridas que hay en el fondo de nuestro corazón y no queremos que nadie se aproxime siquiera a ellas, hemos hecho tanto para taparlas. Pero están ahí y cuando tienes la posibilidad de traspasar la coraza de algún modo, te das cuenta de que debajo hay la ternura de un corazón humano, que sangra a lo mejor por todos sus poros (…) ¡corazas para defenderse! Corazas para defender un corazón profundamente herido.
Mis queridos hermanos justamente lo que quiero es que reconozcamos que si el Hijo de Dios ha venido, eso tiene todo que ver con nuestra vida, con el significado de nuestra vida, que no nos lo da nadie más que Cristo. El Amor infinito, que en unas noches celebraremos, ha aparecido la Gracia de Dios y Su Amor al hombre, ese Amor infinito que llena de sentido todas las cosas, también nuestras heridas, también nuestras pequeñeces, también nuestras mezquindades y nuestra pobreza en todas las formas. También nuestro vacío. El Abrazo del Señor no tiene límites. El Abrazo del Señor no conoce clases…

El Papa decía -hacía yo referencia a su mensaje a la curia- “algo tiene que cambiar en nuestra vida”. Vemos a un muchacho o a una chica -diríamos- que sabemos que, a lo mejor, no han pisado la Iglesia después del día que sus padres lo bautizaron, o no están ni siquiera bautizados, y los miramos como algo extraño a nosotros. “No es de los nuestros”. ¿Quién se acerca para tratar de romper esa coraza? Y no pueden ser los padres. Perdonadme, los que seáis padres, pero no pueden ser los padres. Tiene que ser la Iglesia, una realidad distinta a la familia, porque es en la familia donde han nacido las corazas la mayor parte de las veces; es en la familia donde uno a aprendido una cierta manera… Y por lo tanto, los consejos de los padres, cuando uno ha aprendido que para ser libre tiene que hacer lo contrario de lo que me han enseñado, entonces poco van a servir los servicios de los padres. Hace falta una Iglesia, hace falta una comunidad donde uno pueda acercar a esas personas. Hace falta un cariño que no tenga necesidad de hablar el lenguaje que ellos no van a entender, sino que muestre un interés por la vida concreta de esa persona. Como Dios en su Hijo, a nosotros, por otras vías, por las vías de nuestras familias, en muchos casos, o de amigos, ha encontrado el camino hasta nuestro corazón. ¿Cómo encontrar el camino hasta el hombre contemporáneo? El otro día decía una persona: “Aquí en la Plaza Bib-Rambla se cantan villancicos, pero todas las demás celebraciones de la Navidad que hay alrededor, en la Navidad en estos días, ni tienen villancicos ni tienen nada, se cantan otras cosas”. Los mismos signos navideños no son signos de la Navidad, son luces bonitas, geométricas, pero evitan cuidadosamente que puedan tener ninguna referencia explícita a lo que celebramos: al Nacimiento del Hijo de Dios por amor a mí, a mí que no lo merezco, a mí que soy un desastre, a mí. Cristo ha venido por mí, por ti, por cada uno de nosotros.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

22 de diciembre de 2019
S.I Catedral de Granada

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