Fecha de publicación: 28 de julio de 2020

Hoy, si Dios quiere, es la última Eucaristía que yo voy a celebrar con vosotros a esta hora, porque voy a hacer ejercicios, durante la primera semana de agosto, y luego a lo mejor prolongo quizás unos poquitos días más. Volveré después, inmediatamente.

Yo quiero dar gracias a Dios por este tiempo en que hemos podido celebrar la Eucaristía, aquí o en la parroquia del Sagrario, desde el 10 o el 11 de marzo que empezamos, y os aseguro que os voy a echar mucho de menos, porque la Eucaristía no es una cosa que hace el cura, los demás asisten y comulgamos, sino que es una celebración del pueblo de Dios en la que cada uno tenemos un papel, pero es una celebración de todos. De hecho, en algunas iglesias orientales, especialmente la armenia, pero hay alguna más, la melquita también; un sacerdote no puede celebrar la Eucaristía solo, es necesario que haya una cantora y es necesario que sea una cantora. Porque ellos entienden, con mucha razón, que la Eucaristía es siempre un diálogo entre el esposo y la esposa. Ellos cantan más que nosotros en la liturgia, aunque sea de diario y sólo haya el sacerdote y esa persona es un diálogo cantado, en gran medida. En realidad, en muchas Eucaristías antiguas era así. Pero eso es significativo, dice algo de lo que era la Eucaristía y, en ese sentido, no es lo mismo el celebrar la Eucaristía solo o en privado. Nunca es la Eucaristía una realidad privada. Siempre, el pueblo de Dios reunido que acoge al Señor que viene y el Señor viene. Y viene para renovar y consumar Su Alianza con nosotros. Lo dicen las palabras de la consagración: “Esta es la sangre de la Alianza nueva y eterna, que será derramaba por nosotros y por muchos”. “Muchos” ahí significa “todos”, porque, en realidad, es una traducción de una expresión hebrea, que es “los muchos”, “la multitud”, “el pueblo”. Lo que pasa es que “muchos” en español parece excluir que sean “todos”, pero no. Y San Pablo, que hace referencia a esta frase muchas veces, unas veces dice “los muchos” y otras veces dice “todos”. Significa exactamente lo mismo. Cristo ha derramado Su Sangre por todos. Hasta en una época, en las discusiones sobre la predestinación, allá por el siglo XVII y XVIII, se decía que había personas que nacían ya predestinadas al infierno, eso fue condenado por la Iglesia. O que la Sangre de Cristo no redimía a todos los hombres, eso fue condenado por la Iglesia como algo contrario a la fe y contrario al Evangelio.

La celebración de la Eucaristía es la celebración de esa Alianza. Ayer mismo por la noche una mujer de mis primeros tiempos de sacerdotes, era del grupito de jóvenes que había en la primera parroquia donde yo estuve, y yo la llamaba en relación con una ayuda que queríamos pedirle a su marido, que es médico, y me decía: “D. Javier, verá, el tiempo de la pandemia me ha ayudado. Yo he ido muchas veces a Misa, algunas veces he dejado de ir, pero el tiempo en el que he tenido que vivirla solo por la televisión, me ha ayudado a comprender la necesidad que tengo de la Eucaristía. Y me encantaría poder tener un rato tranquilo y largo donde alguien me explicase, o que tú me explicases, qué significa, qué sucede en la Eucaristía”. Yo le dije: “Verás, no voy a hacer eso por teléfono, pero te voy a decir una cosa, simplemente que te ayudará a vivirla un poco mejor y luego si Dios nos da la oportunidad, o alguna vez vienes por Granada, estoy encantado de explicar qué es la Eucaristía. Y eso explica también la alegría que me ha dado el poder compartir la Eucaristía, vivirla con vosotros en todo este tiempo”. Le dije: “Cada Eucaristía es una boda. Es una celebración de bodas, que empieza con un encuentro en el que la esposa se asusta y pide perdón por sus pecados, y el Señor, en las Lecturas, le cuenta la historia de Su amor y, entonces, ella se ofrece al Señor, y empieza ese intercambio precioso que se consuma en la comunión. Así que acuérdate simplemente de eso: que cada vez que vas a Misa vas a una boda, porque la novia eres tú”. La novia somos cada uno de nosotros. El Señor Se da y Se da para que podamos vivir sostenidos, seguros y ciertos del amor que Dios nos tiene. Es verdad que vivimos en ese mundo donde hay tierra buena, trigo bueno y semilla mala, piedras, zarzas, todo eso. Pero el triunfo es siempre de Dios. El triunfo es siempre del amor de Dios. Y eso casi es el único mensaje que yo he querido transmitiros, porque me parece que es el que más necesitamos. El triunfo es siempre del amor de Dios. Quien se acoge al amor de Dios no tiene nada que temer. Todo lo contrario. Es el don de Jesucristo y la vida que Él siembra en nosotros y que nos da y comunica, desde el Bautismo, cada vez que Le acogemos en nuestra vida y en nuestro corazón, incluso más cuando Le acogemos sacramentalmente en la Eucaristía. Esa vida siembra en nosotros la vida divina, que nos permite vivir en el Cielo sin estar en el Cielo; vivir en el mundo sin ser del mundo. Es decir, vivir en la libertad gloriosa de los hijos de Dios.

Vosotros vais a seguir celebrando la Eucaristía y habrá Eucaristía todos los días, y habrá Eucaristía todos los días a las nueve, no va a faltar. Y lo importante no es nunca quién celebra la Misa, que lo sepáis. Lo importante es que el Señor viene a mí, viene a nosotros. No viene a mí, que somos una colección de personas privadas, que seguramente en muchos casos ni siquiera nos conocemos entre nosotros. No. Viene a Su pueblo, viene a Su Esposa amada, que es Su pueblo. Y en ese pueblo, del cual somos miembros cada uno de nosotros y formamos todos una unidad. Una unidad más fuerte que la unidad que nos une a los miembros de una familia, incluso a los más estrechamente unidos, como pueden ser una madre y sus hijos, por ejemplo.

Que el Señor nos conceda vivir la Eucaristía como una fiesta cada día en la que el don más grande se nos da, el don que llena de sentido todo el día; que llena de sentido nuestro trabajo, también nuestras fatigas, también nuestras tristezas, también nuestra pobreza, de todas clases. Porque el Señor no nos abandona en esos momentos, aunque nos parezca a nosotros que sí, pero no nos abandona nunca, está siempre con nosotros, siempre. “Alianza nueva y eterna para el perdón de los pecados”.

Que el Señor nos conceda gozar de esa Alianza todos los días de nuestra vida y, luego, por toda la eternidad, juntos. Si nos faltase… eso hay que pedírselo mucho al Señor. “Señor, Te pido por los difuntos, Te pido por estos que a lo mejor me han hecho daño y yo he pensado que eran cizaña y a lo mejor hasta Te he pedido en algún momento ‘apártalos de mí’…”. Si nos faltase alguien, el mal sería más poderoso que el amor de Dios y el Cielo no sería el Cielo. Y el amor de Dios es lo más poderoso. No hay nada tan poderoso como el amor de Dios. Y en el Cielo, hay que decirLe: “Señor, que no va a ser el Cielo si me falta fulanito o menganita, así que Tú te las arreglas como quieras. No quieren saber nada de Ti, pero Tú te las arreglas, porque Tú le has creado para ser hijo de Dios, igual que a mí, y el día que pueda contemplar Tu Gloria, seguramente no se resistirá”.

Vamos a darLe gracias al Señor, porque viene a nosotros, y que ese don suyo fructifique en nuestras vidas de la mejor manera posible. Ese es el designio de Dios para cada uno.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

28 de julio de 2020
S.I Catedral de Granada

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