Fecha de publicación: 25 de octubre de 2020

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa muy amada de Jesucristo, hasta el don de su vida, Pueblo Santo de Dios;
queridos sacerdotes;
queridos hermanos y amigos:

La verdad es que las Lecturas de hoy no necesitan demasiada explicación, porque son muy obvias, muy directas en su lenguaje, y aun así ahondar en ellas nos ilumina. No ilumina también el momento presente, el momento que vivimos.

En la oración de la Misa Le pedíamos al Señor que, para conseguir Sus promesas (y Sus promesas son Él mismo, la vida en Él, la vida eterna, la participación de la herencia de Su Hijo, el Reino de los Cielos), nos conceda amar Sus preceptos. Y lo que es curioso -y yo quiero subrayar esta mañana- es que Sus preceptos es que amemos. No son una lista de cosas que hay que cumplir, no son una serie de mil detalles. Así se había convertido la Ley antigua para el mundo de los fariseos, los doctores de la Ley, los rabinos del tiempo de Jesús, por lo menos para muchos de ellos. Tanto, que se les hacía difícil saber qué mandamientos eran importantes y cuáles no eran importantes, y se lo preguntan a Jesús casi como para ponerle una trampa. Y Jesús reduce toda la voluntad de Dios a un solo mandato, que es el de amar. Amar a Dios con todas nuestras fuerzas, amar a Dios sobre todas las cosas y amar a los demás como a nosotros mismos. También, como nos sea posible, lo mejor que nos sea posible.

“Como nos amamos a nosotros mismos”, que muchas veces no nos amamos bien, tampoco a nosotros mismos y nos hacemos daño de muchas maneras, sin darnos cuenta. Otras veces, medio dándonos cuenta o sin dárnosla del todo, pero nos hacemos también daño. Pero no es porque nos lo queramos hacer, sino porque no sabemos querernos mejor. Porque es verdad que hasta para quererse bien uno a sí mismo tiene que haber sido antes muy querido. Y entonces, tiene uno experiencia de lo que es un amor verdadero. Y entonces, brota en el corazón el deseo de querer, de amar, de amar bien, de amar más y más porque el amor por sí mismo, por su naturaleza, no tiene límite. Decir que la voluntad de Dios se reduce a eso es decir que nuestro destino, que el secreto de nuestra felicidad, que el secreto de nuestra vida se reduce a esa tarea, que sería la más importante de la vida, y que lo que llamamos “instituciones educativas” (y que muchas veces son otra cosa), o nos enseñan cosas necesarias, más o menos necesarias, para el trabajo, para la vida… Pero educar, educar en el sentido de hacernos crecer, lo que verdaderamente nos hace crecer… La tarea importante de la vida es aprender a querer, aprender a querer más y a querer mejor.

Y ese es el secreto de nuestra vida, que parece que es una cosa espontánea, porque el querer parece que brota espontáneamente y no necesita educación. ¡No! No, no. La necesita y mucho. Por desgracia –repito-, nuestras instituciones educativas, también las católicas –lo digo con dolor y con pena–, no necesariamente nos enseñan a querer. Enseñarnos a querer, por ejemplo, implica ser capaces de juzgar. Porque el amor no es un sentimiento, una emoción. No es una emoción. La emoción puede nacer del atractivo, pero puede nacer también de la lujuria, puede nacer también de la avaricia, puede nacer de muchas cosas. Las emociones son tan volátiles como todas las cosas que no tienen cuerpo; como los valores, también son volátiles.

El amor no es una emoción. Puede llevar consigo -claro que puede llevar muchas veces consigo una emoción- y a lo mejor la más grande y la más bella de las emociones. Pero también es un acto de inteligencia. Una emoción que no tiene su fundamento en un juicio de la inteligencia, en un juicio acerca del bien, del bien del otro y del bien de la relación con el otro, eso es lo que es volátil. La inteligencia y la libertad entran en juego en el amor de una manera para que el amor sea un acto humano y no simplemente una emoción. Por lo tanto, una tarea educativa fundamental sería aprender a distinguir cuándo un amor es verdadero y cuándo un amor es falso. Parece que es bastante importante. Como sacerdote os digo, habiendo acompañado a muchas personas a lo largo de la vida, cuántas parejas y cuántos matrimonios celebrados en el Iglesia incluso, independientemente de que sean verdaderos matrimonios o no lo sean, se rompen, y se rompen porque no hay amor. Había sentimientos, había emociones y los sentimientos no duran, las emociones tampoco.

Las dificultades de una relación entre hombre y mujer son a veces tan grandes. Nuestros espíritus y nuestros corazones son tan insondables que poder amar el bien del otro, poder darle al otro un cheque en blanco supone tanto. Y en eso no nos hemos ejercitado. Nadie nos ha enseñado, nadie nos ha hecho ejercitarnos, adquirir los hábitos necesarios de lo que es una buena amistad, de lo que es un buen compañerismo, de lo que es un cariño verdadero, de las formas falsas que tiene el cariño. Un beso sería una de las cosas más expresivas de la amistad o del cariño, y todos os acordáis del beso de Judas. Un beso puede significar también una traición. Repito, y todo eso sigue estando fuera de esas cosas que seguimos llamando “nuestros sistemas educativos”.

Dejadme subrayar sólo que, desde el comienzo del pueblo de Israel, el trozo que hemos leído, que era un trozo de la Ley judía, de la Alianza del Sinaí, tiene una delicadeza preciosa, cuando dice: “Si le pides a tu vecino prestado el manto, devuélveselo antes de que anochezca, porque es lo que tiene para cubrirse por el frío de la noche”. Israel es un pueblo que está al borde del desierto y en el desierto no había camas. Las camas son un invento bastante reciente, o que estaba reservado a los emperadores y a los grandes poderosos del mundo. La gente dormía en el suelo, muchas veces usaba el vestido como almohada y el manto como manta y colcha, todo a la vez, para protegerse del frío. Y aquella Ley ya le pedía a los israelitas, “devuélvele el manto, porque es lo que tiene para cubrirse por la noche”. Luego, “no explotes a la viuda, no explotes al huérfano”, diciendo con ello ¿cuál es el espíritu de la ley?, ¿cuál es el espíritu que inspira lo que Dios pide al hombre? Siempre un amor que piensa en el bien del otro, que se interesa por el otro, que busca y desea contribuir al bien del otro, y ayudar al otro. Y especialmente, al más necesitado. Decía una máxima judía del periodo rabínico, ya después de Jesucristo pero que recogía el espíritu de la Ley: “Hay tres cosas que no tienen límite, que no tienen medida, todas las demás hay que usarlas con medida”. Una es el estudio de la Ley (no es aprenderse la Ley de memoria, aunque los niños de la antigüedad, que no tenían Netflix, que no tenían televisión, que no vivían saturados de noticias y de anuncios todo el día, aprendían a leer con la Biblia y a los doce o trece años se sabían la Biblia, que pare ellos era el Antiguo Testamento, se lo sabían de memoria, hasta el punto se lo sabían de memoria que un muchacho adolescente que vacilase a la hora de reconocer un pasaje de un profeta, decían “tiene que volver a la escuela elemental”). Nos cuesta mucho comprender ese punto. Pues, había tres cosas que no tienen límite: una es el estudio de la Ley, otra es la misericordia y otra es una cosa que los judíos llamaban el pea. El pea es la esquina del campo que se siega y que hay que dejar para las espigadoras, es decir, para las familias pobres. Me parece que es una cosa tan bella, tan exquisita. O sea, tú siegas el campo -“no lo apures”, dice. Pues, el pea no tiene límite, es esa esquina que hay que dejar para los pobres, para que puedan venir después y lo recojan los que no tienen un campo y no pueden segar. No tienen límites. Si quieres dejar medio campo, déjalo; si quieres dejar el campo entero, déjalo. No tiene límite eso y no tiene límite la misericordia.

Dios mío, no quiero cansaros mucho, pero qué precioso es que toda la tarea, todo lo importante de nuestra vida verdaderamente es aprender a querernos. Y yo creo que tendríamos que poner en nuestras parroquias o en nuestros centros cristianos, escuelas de amor, para aprender a querernos. Para aprender a distinguir un amor verdadero de un amor que no es verdadero; para aprender a cuidar el amor que tenemos, para que no se canse nuestro corazón. Eso significa también, porque es donde se aprende ese tipo de cosas, una cierta vida de comunidad. Un refrán africano, que seguramente habéis oído muchos de vosotros, dice: “Para educar a un niño -y en el mundo de las culturas tradicionales africanas, estoy seguro de que educar no era sobre todo enseñarles matemáticas o informática, o historia- hace falta una tribu”. Todas las direcciones en las que nos tiende a mover nuestra cultura tienden a destruir las tribus, a destruir las comunidades, a destruir nuestras amistades, a aislarnos unos de otros. Todo. Y a eso tenemos que resistirnos, porque sólo en un contexto de una comunidad cabe. La Iglesia es una escuela de amor. Esto mismo es lo que celebramos en la Eucaristía, porque en ella es Dios mismo quien Se nos da.

Fijaros que el Papa, en su preciosa y sencillísima encíclica publicada apenas una semana, el secreto para responder a los tremendos dramas y a la situación tan inestable de nuestro mundo, nos da otra vez lo mismo, la fraternidad. Que es una manera de vida, es realmente un modo de vida, que nos identifica como cristianos tanto como la fe del Credo, porque la fe del Credo lo incluye. Un modo de vivir que es vivir con las manos abiertas, vivir con el corazón abierto, vivir con el deseo de bien para todo aquel que se cruce en nuestro camino. Sea el conductor del autobús, sea la mujer que está en la caja del supermercado, sea el compañero de trabajo, sea quien sea: es un hermano. Incluso aquel que se declara como enemigo mío sólo podrá dejar de serlo si yo le trato como un hermano, y de eso la historia de la Iglesia está llena de ejemplos preciosos. Vivir con las manos abiertas, vivir con el deseo de una fraternidad que todo encuentro en la vida, aunque sea de un segundo, aunque sea de un minuto, es una ocasión de construir esa fraternidad, de construir ese afecto. Yo sé que hasta las mascarillas nos separan de algún modo. Yo sé que vivimos en una cultura donde, como lo que priman son los intereses inmediatos y particulares de cada uno, todo tiende a que desconfiemos unos de otros, a que nos alejemos unos de otros, a que no nos acerquemos, a que desconfiemos porque siempre cabe el riesgo de la manipulación en lugar del amor. Pero eso nos exige un cambio de postura. Nos exige una libertad de espíritu el poder decir “sí”, a pesar de todas las cosas que inviten a que nos separemos unos de otros. Vamos a luchar por el acercamiento de unos a otros. Vamos a luchar por crecer en el amor, que es lo que nos hace crecer como personas, que es lo único que hace crecer a una sociedad sana y es lo que nos hace crecer como lo que verdaderamente somos, que es imagen y semejanza de Dios, que es amor.

Que el Señor, que Se nos da gratuitamente, sin pedirnos cuenta de si lo merecemos o no lo merecemos (que no lo merecemos nunca, ninguno), sin pedirnos cuenta de cómo nos hemos portado con Él o con los demás, que Se nos da y Se nos da gratuitamente, sea el primero en educar y en ensanchar nuestro corazón para que podamos vivir contentos. Yo sé que hay una nube negra de miedo que pesa sobre el mundo y pesa sobre nuestra sociedad en este momento. ¿Qué puede ser diferente aparte de la música que nos acompaña y que cantemos en medio de esto con alegría? Pues, justo que sabemos que nuestra vocación es el amor; que estamos hechos para ello y que todo lo que sea menos que eso no nos va nunca a satisfacer ni a llenar, y que tenemos que aprender. ¿Y dónde se aprende qué significa la palabra “amor”? En ningún sitio mejor que en la Eucaristía, donde el Señor Se nos da y Se nos da gratuitamente, Se nos da incondicionalmente y Se nos da sin límites. Y Él es el Amor mismo, que nos desea, que nos busca, que quiere nuestro bien y nada más que nuestro bien. Si no hay nada que nosotros Le podamos dar a Dios. No hay nada en absoluto que nosotros podamos darLe a Dios, o que Dios necesite. Si todo lo que somos nos lo ha dado Él. Si nos ama, es justo porque es Él, Amor mismo. Pero eso es lo que más necesitamos en la vida, para vivir contentos. No digo para ser buenos cristianos. No digo para ser santos. Digo “para vivir contentos”, que fue el principal motivo por el que Cristo, el Hijo de Dios, se encarnó, se hizo hombre y compartió las miserias de nuestra historia.

Que el Señor nos conceda ese don, y a todos nosotros y a las personas que queremos, también. Y si no sonase a demasiado ambicioso, o demasiado pretencioso, al mundo entero. Porque en esa necesidad de amor nos podemos reconocer fácilmente todos los hombres.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

25 de octubre de 2020
S.I Catedral de Granada

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