Fecha de publicación: 22 de junio de 2020

Dios mío, este Evangelio de hoy es tan “al pan, pan, y al vino, vino”, tan claro, tan transparente, que casi no necesita ningún tipo de comentario, verdaderamente.

El mandamiento del Señor es tajante: “No juzguéis”. Y sin embargo, es, probablemente, el juicio y las consecuencias que tiene el juzgar a los demás, nuestro pecado más cotidiano y el instrumento del demonio para arrancar la alegría de nuestras vidas. Porque, además, yo nunca he juzgado a nadie que viva en la Patagonia o en el Vietnam, no. Con quien uno peca de juzgar es con los hermanos, con las personas que uno tiene en casa, bajo el mismo techo: los hijos a los padres, los amigos, los compañeros de trabajo; en realidad, nuestros prójimos. Y es verdad que somos especialmente sensibles a los defectos de los demás, con una sensibilidad que nos falta para los nuestros; o a lo mejor, no nos falta y nos machamos mucho. Yo digo siempre que una de las cualidades del hombre contemporáneo es el uso del flagelo. Buscamos mucho la comodidad en muchas cosas, pero nos flagelamos muchísimo, y qué fácil nos es pagar este flagelo con las personas que tenemos cerca.

Juzgamos y nos equivocamos siempre, siempre, siempre… Cuando, por el hecho de ser sacerdote, estás en una parroquia en un pueblo, conoces más o menos la vida de las familias y oyes, porque es inevitable, los juicios de la gente y tienes en la conciencia siempre: “Se equivocan”. Que a lo mejor el juicio es verdadero, que esta persona tiene este mal genio, tiene este defecto, esta limitación, este tic y esta manía que es superior a sus fuerzas, pero qué sabes tú de lo que esta persona está luchando con eso; qué sabes tú de las causas profundas de ese tic del que a lo mejor ni siquiera se da cuenta. Siempre, siempre, siempre nos equivocamos; siempre que juzgamos. Porque damos una explicación… Yo he oído decir a una madre “es que es una egoísta, es mala”. Dios mío, si tú conocieras la verdad. Siempre nos equivocamos y hay que pedirLe al Señor que seamos capaces de mirar a los demás con la misma misericordia con la que queremos nosotros que nos mire el Señor, y que queremos nosotros que los demás nos miren. Y cuando nos sentimos juzgados, nos sentimos rechazados. Y aunque no se haga un juicio de decir “eres tal o cual”, cuando uno lo percibe −y eso se percibe en muchas maneras, a veces en un gesto o en una manera de reaccionar−, uno se siente tratado injustamente. Porque sólo Dios, porque su misericordia es infinita, es capaz de juzgar. Y cuando nosotros juzgamos a otro, nos ponemos en el lugar de Dios, que es un lugar que no nos corresponde.

¿Significa eso que lo que hagan los demás no nos tiene que afectar o que no nos duele? Para eso rezamos el Padrenuestro, para pedirLe al Señor que nos ayude a perdonar. Pero estad seguro de que siempre que juzgamos, nos equivocamos. Y nos equivocamos por lo que dice el Señor aquí, que también es muy clarito. Le dices al otro que corrija tal o cual cosa, porque te pone de mal humor, porque te pone nervioso, porque sabes que no se debe hacer así… ¿y tus propios defectos? Luego, somos tan complejos o tan misteriosos verdaderamente, que entre padres e hijos es muy frecuente, o entre hermanos, los defectos que más les enfadan a los padres de sus hijos son los que tienen ellos. Porque somos así. Porque los padres quisieran que sus hijos fueran una cosa estupenda y maravillosos, y cuando ven en un hijo un defecto que uno tiene, les pone de muy mal humor. Pero, porque no quisieran ver en sus hijos lo que ellos saben que tienen. Entonces, cuando un padre o una madre se enfada mucho con un hijo o una hija por un determinado defecto, es casi seguro que es el padre o la madre el que lo tiene. Y es un gesto de amor el querer corregirlo, sin duda, pero nunca sabemos corregirlo bien, porque lo que expresamos es nuestro enfado con nosotros mismos, en muchas de esas circunstancias, y también de otra manera, porque cada relación familiar es diferente, pero pasa mucho entre hermanos y entre amigos.

Señor, danos la libertad, porque esos juicios no sólo hacen daño porque el Señor se le haya ocurrido decir que eso es pecado; hacen daño porque nos encadenan al afecto de los demás, nos encadenan a unos afectos que no son dignos de hijos libres de Dios; que no son verdaderamente frescos y oxigenados. Forman parte de tendencias afectivas a veces muy profundas.

Señor, haznos libres. Y para hacernos libres, permítenos no juzgar, no caer −es una caída− en la tentación de juzgar, y reconocer que, claro, tiene defectos, claro que tiene defectos. Todas las personas. Yo también. Todos tenemos defectos. Y poder ver los defectos de los demás con la misma ternura con que yo quiero que vean los míos. Eso se llama libertad. Y poder sonreír ante ellos en vez de juzgarlos. Poder sonreír, sí, con la misma ternura que yo necesito ser tratado, que todos necesitamos ser tratados.

Que el Señor nos conceda ese don, que es el don de la libertad, que es algo que todos amamos y que todos deseamos; y que nuestras relaciones así puedan estar regidas por ese solo criterio: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

22 de junio de 2020
S.I Catedral de Granada

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