Fecha de publicación: 14 de julio de 2016

El Evangelio, que es el que corresponde al día de hoy, no podía ser más apropiado. El Señor diciendo “venid a mi los que estáis cansados y agobiados”. (…) hay una especie de atadura a nuestra condición humana, que es el horizonte de la muerte y la enfermedad que siempre tiene algo que ver con el anuncio de que no estamos aquí par siempre, que esto no es nuestra casa definitiva, de que no somos hijos de esta tierra. Hemos nacido para Dios y aquí estamos de paso.

En ese sentido, la vida muchas veces, y especialmente para los enfermos, pero yo día que todavía más, igual que con la muerte -decía un pensador del siglo XX, Gabriel Marcel, que nosotros no vivimos nunca plenamente nuestra muerte; que la muerte que vivimos es la muerte de nuestros seres queridos. La experiencia de la muerte que tenemos los seres humanos es la de los seres queridos-, algo parecido pasa con la enfermedad. Vivimos nuestras enfermedades y siempre nos hacen surgir preguntas. La pregunta más importante de la vida: para qué estamos aquí, quién soy yo, cuál es mi destino, cuál es la razón de ser de mi vida, pero de mi vida y de todo lo que hay en ella, del amor que siento por las personas a las que amo, del dolor, de la conciencia del dolor –porque en eso nos diferenciamos los seres humanos de los adultos y de los bebés-. Mi hermana que trabajaba toda su vida como auxiliar de clínica en un hospital, de maternidad, en La Paz de Madrid, decía que los niños, los bebés, sufren de otra manera que nosotros. Sufren pero no le dan vueltas a la cabeza, juegan, y cuando ya no pueden jugar, dejan de jugar. Pero nosotros no sólo sufrimos, es que le damos muchas vueltas al por qué sufrimos y el para qué, y qué valor puede tener esto, y eso complica extraordinariamente también nuestra vida. Pero ese sufrimiento, que es diferente al dolor, que es la conciencia misma del hecho del dolor, forma parte de nuestra condición humana, de que estamos hechos para la vida sin fin, estamos hechos para un amor sin fin, estamos hechos para la felicidad, y somos conscientes de que eso, aquí, nunca se nos da de una manera plena. Las enfermedades, las heridas, las circunstancias difíciles de la vida y de otro tipo nos ayudan a tomar conciencia de eso: a tomar conciencia a volvernos a Dios, nos ayudan a convertirnos.

En ese sentido, la primera lectura que hemos leído es un pasaje de Isaías. Por una parte, tremendo, donde dice ‘nadie se ha ocupado del país, lo habéis dejado que se destruya, habéis concebido y habéis tenido dolores de parto, pero habéis dado a luz viento’. La imagen es tremenda. Es decir, habéis puesto la esperanza en cosas que no la traían. Y parece como que Dios se siente tentado a castigar al pueblo de Israel. Sin embargo, dice: “Mi rocío caerá sobre vosotros como la luz”.

Siempre, al final, el dolor es un camino que hace resplandecer con más conciencia la gracia, la bondad, la misericordia infinita de Dios. Y eso, las palabras del Evangelio que hemos escuchado es muy nítido: “Venid a mi los que estáis cansados y agobiados”. Podría decir, que levante la mano el que no lo esté. Cuando no es por una cosa es por otra; cuando no es por una enfermedad es por el futuro, es por los exámenes, es por el final de la carrera, por que este hijo mío que no termina las cosas y tiene 35 años y sigue viviendo en mi casa…, etc, etc, etc. Tantas historias y tantos sufrimientos como seres humanos hayan existido. Le oí yo una vez devir a una mujer: todos tenemos una especie de vasija de gozo y de dolor, y siempre la llenamos, llenamos las dos; cada uno tiene una vasija más grande, más pequeña, pero están siempre las dos llenas; todo el gozo que podemos tener lo tenemos, y todo el dolor que podemos tener lo tenemos también.

Que el Señor nos invite a ir a Él yo creo que esa es una clave de la sabiduría. De hecho, en el Evangelio unos versos antes de esto, dice “yo te bendigo Padre”; y en la versión de San Lucas dice: “Dando un gran grito se llenó Jesús de gozo en el espíritu”. Y dando un gran grito dijo: “Yo te bendigo, Padre, porque estas cosas no se las has revelado a los sabios, sino a la gente sencilla”, a los pequeños, a los pobres. Quien se siente pobre en la vida sabe que en las circunstancias de la vida siempre puede acercarse a Dios, volverse a Dios. Sólo quiero subrayar: es verdad, la gente piensa a veces, pero yo creo que no lo piensan en serio, nosotros decimos, a veces, como con una cierta envidia de los que no tienen fe de decir “esos sí que se lo pasan bien”. Qué va, qué va. Mi madre decía muchas veces “hijo mío, yo no entiendo a las personas que no tienen fe. Cómo pueden vivir. Cómo pueden hacer frente a los sufrimientos de la vida. Cómo pueden hacer frente a la muerte”. No lo hacen. Se quedan sin palabras. No saben qué decir. No tienen nada que decir. Es algo que no uno puede comulgar de frente, seriamente. Y la fe, en cambio, es un regalo. Y cuando estamos enfermos, cuando miramos de frente el horizonte nuestro de nuestra condición mortal, cuando miramos a la muerte de frente, entonces nos damos cuenta de que la fe es un tesoro. Conocer a Dios, saber que Dios nos ama, saber que esta vida, por la historia del mundo y por la historia del pecado que hay en ella, es una historia de sufrimiento. Pero que el horizonte de nuestra vida es aprender qué es la vida de Dios, que el amor de Dios no nos abandona nunca, que incluso a la personas que está despidiéndose de esta vida tenemos la certeza de que el Señor al otro lado le espera con los brazos abiertos. Eso cambia la vida. Permite gozar, sencilla y llanamente, de las cosas de esta vida; permite vivir en libertad; permite afrontar las circunstancias de nuestra vida y de nuestra muerte, también con libertad y con paz. Y eso es un tesoro que no tiene precio, que no se compra en ninguna farmacia, eso no lo venden en ningún supermercado, en ninguna cadena de tiendas. Eso lo da el Señor a todo aquel que le busca con sencillez.

Sólo una palabra más. Y es que Jesús habla de yugo. El yugo, los que hemos crecido en una zona donde el campo se trabajaba con vacas o con bueyes, sabemos que es una cosa que lo llevan dos vacas, que es para dos, nunca es para uno solo. Entonces, es curioso. La vida es una carga para el hombre solo. Lo grande de nuestra experiencia de Dios es que Dios ha querido cargar con nuestro yugo, y Él dice “veniros al yugo, repartir vuestra carga conmigo”. Y repartiendo nuestra carga con Él, Él lleva el peso y nosotros no llevamos el peso. Poder saber que nosotros rezamos siempre al Señor así, “Señor, Tú nos llevas, Tú llevas el peso de nuestra vida”, Tú nos llevas como el pastor a la oveja que lleva sobre el cuello, en las imágenes del Buen Pastor, así nos llevas a cada uno sobre tus hombros, lleno de cariño y lleno de misericordia por nosotros. Poder vivir la vida entera así, poder aproximarse a la muerte con esa certeza, os aseguro que es un regalo que no tiene precio.

Vamos ahora a bendecir el altar, a bendecir este lugar, incensándolo, perfumándolo. El incienso es el perfume que se usaba en el antiguo Oriente, donde casi no hay agua, por lo que no se usaba colonia, se usaba este otro perfume, y la Iglesia lo ha conservado porque es el que se usaba en el tiempo de Nuestro Señor y lo seguimos usando. Los primeros, al primer templo de Dios que hay aquí que sois cada uno de vosotros. Ese es el templo más vivo, más grande y mas verdadero que hay. Luego, bendecimos también este lugar, para que sirva que muchos cansados y agobiados puedan venir al Señor a abrirLe su corazón, compartir con Él la carga de la vida y mostrar paz y sosiego para sus corazones y para sus almas.

Vamos a proceder a la bendición.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
14 de julio de 2016
Hospital “Campus de la Salud”, en PTS (Granada)