Fecha de publicación: 15 de noviembre de 2019

Cuando habla de la relación entre cuerpo e intimidad, el problema de la sexualización social ¿es una pérdida de conciencia del propio cuerpo o una pérdida del cultivo de la intimidad?

Yo creo que el fenómeno de la erotización general de nuestras sociedades tiene que ver con una estructura profunda que funciona sobre la base de una exacerbación constante del deseo. Nuestros conciudadanos y nosotros mismos estamos expuestos y sometidos a una exposición desconocida, insólita, nueva en la historia de la cultura humana, que es una constante suscitación de deseos mediante un sistema que es muy capilar, que es la publicidad y en general todo el mundo del proceso industrial de productos de consumo. Lo cual no siempre es denigrante y reprochable. El propio diseño de los productos es ya una invitación al gusto y al deseo.

Pero además hay una intención en ese sistema de exacerbación del deseo de convertir esos deseos en imperativos. Un deseo que tiene un carácter imperativo se convierte en una necesidad. En el fondo, lo que se quiere suscitar son necesidades y la asociación de cualquier clase de invitación al consumo, la asociación a ciertos componentes eróticos es una constante, y eso produce una especie de omnipresencia del cuerpo humano. Sin embargo, es un cuerpo humano despersonalizado, es un cuerpo humano en el que la condición del sujeto del que se trata en particular está anonimizada. En ningún anuncio te ponen la foto del modelo con su nombre. En realidad es una representación de connotaciones de cuerpo que hacen relación al deseo.

Nosotros aprendemos a vernos (y esta es la importancia que tiene la publicidad) en cómo nos muestran en público. Por eso eran tan importantes los ritos de paso como la primera comunión o la boda o la graduación, porque es una exposición para recibir una mirada ajena, en la que uno se reconoce con un estatus nuevo. Aunque parezca extraño toda esa publicidad nos enseña a vernos, enseña a ver nuestro cuerpo, y esa forma de ver nuestro cuerpo es una forma anonimizada. Basta con ir a los lugares de baño o a los lugares donde se practica el deporte para ver que los sujetos prefieren darle a su cuerpo una especie de forma que no hace relación a su intimidad, lo cual se pone de manifiesto en su propia exposición. Exponemos nuestro cuerpo y lo exponemos anonimizadamente, o sea, impúdicamente. El pudor es precisamente la experiencia de la indisiociabilidad entre nuestro cuerpo y nuestra identidad, nuestra condición personal.

Usted hace una relación de hecho entre impudicia y crueldad, que viene dada por una pérdida de conciencia de la propia vulnerabilidad.

Exactamente. Esto además es visible en un personaje literario canónico que es Aquiles. Aquiles es un sujeto invulnerable y, por lo tanto, no tiene experiencia de la propia fragilidad y eso le convierte inmediatamente en cruel. La invulnerabilidad de Aquiles lo convierte en un guerrero sediento. Se da ahí además, en esa especie de crueldad, se da también una especie de impudicia de naturaleza sexual, ahí donde se asocia la agresividad y sexualidad, que por cierto está latente en todos los fenómenos de la llamada violencia de género o familiar.

Una sociedad sin la experiencia de la intromisión en la propia interioridad que se produce mediante la exposición corpórea, es una sociedad en la que la asociación entre agresividad y sexualidad se intensifica, y ese es nuestro caso.

¿Cómo cree que puede renacer o recuperarse este sentido del pudor y la intimidad?

Hay muchas estrategias. Yo te diría que una de ellas es la compasión. La compasión es una experiencia de la fragilidad compartida pero expresada en la vulnerabilidad ajena. Es difícil, precisamente porque la crueldad está asociada a la impudicia, que un sujeto compasivo no sea un sujeto habituado a poner a salvo, a poner a cubierto, y ese poner a cubierto tiene la estructura interna y subjetiva del pudor.

Hay otro sistema quizás más originario, por ejemplo el cuidado, el hábito de cuidar. El hábito de cuidar, interiorizado en la infancia, al respecto incluso de los aspectos materiales o de los propios miembros de la familia. El hábito de cuidar el mundo, cuidar lo viviente, es un hábito que produce una interiorización del mundo en la que uno se preserva y también me parece que el hábito de cubrir, de poner a salvo. En el libro digo que los seres humanos solo ponemos a cubierto lo que descubrimos como valioso. Los padres cubren a sus hijos a primera hora de la noche…

Yo creo que esos son hábitos de la vida que lo intensifican, pero también todo lo que intensifique la vida, la densidad interior, la vida de un sujeto. Por ejemplo las narraciones, filmográficas y literarias, el hábito de contar historias, que es un hábito que se ha abandonado en las sociedades familiares y que sin embargo es constitutivo de un mundo interior, que tiene unos detalles y unos matices determinados.

Usted se refiere al apetito sexual como algo que no es una mera pulsión, sino un apetito de conocimiento, de intimidad. ¿En qué trampa caemos de modo que la experiencia sexual resulta frustrada en su intención verdadera?

Yo creo que de una manera, incluso si se quiere misteriosa, el deseo sexual es un deseo de realidad. Me parece que eso se pone de manifiesto precisamente en que la depravación del deseo sexual es una depravación que tiene la forma de la curiosidad, de la intromisión en algo inaccesible. Y me parece que es muy visible en figuras literarias como Don Juan, incluso de una forma más metafórica en la figura de Drácula. Eso de acceder en el punto más vulnerable, en el momento más vulnerable, en el sueño, a precisamente el punto no cubierto de nuestra corporalidad como es el cuello, es una manera de alevosía, de atacar a sabiendas de que hay indefensión.

Don Juan y Drácula son personajes que entran en el ámbito de lo recóndito, de lo íntimo, y ese allanamiento es el satisfactor. En la figura literaria de Don Juan hay algo más que un simple apetito libidinoso. Ese apetito libidinoso es la ocasión y el medio para un allanamiento de una intimidad que se vence, una intimidad vencida. Ese triunfo es taxidermista porque en realidad es solo la disecación de una pieza cazada y una disecación que precisamente pierde lo que quiere conservar, necesita tener muerto lo que en realidad anhela vivo.

Se trata pues de una paradoja…

Eso es, porque el deseo sexual es un deseo que va llevado de un apetito de realidad, que además en muchos idiomas genera connotaciones léxicas. Sabemos que en nuestra tradición de la Biblia hebrea se dice que María no “conoce” varón, nosotros mismos usamos el verbo “concebir” equiparándolo a pensar… La unión sexual tiene una finalidad, es verdad que misteriosa, pero al mismo tiempo reconocible como conocimiento. Lo que uno quiere es “saber” en el fondo, lo que uno quiere es experimentar una presencia ajena que nos saca de la soledad.

Por eso todas las formas de práctica sexual que intensifican la experiencia de la soledad, y son todas aquellas en las que no hay comunicación personal, lo único que hacen es intensificar un deseo que ha quedado insatisfecho, y ha quedado paradójicamente insatisfecho en y mediante el orgasmo. La mera satisfacción psicofísica de esa pulsión la deja insatisfecha y la recrece. Por eso las experiencias de la sexualidad en la que no hay comunicación de intimidades generan las dinámicas internas de la adicción, porque intensifican y recrecen un deseo que, precisamente por considerarse a sí mismo como algo meramente pulsional, queda insatisfecho.

Lo único que colma el deseo sexual en su fuente es precisamente la experiencia de no se está solo. La experiencia de una mutua presencia como una compañía. En el fondo la sexualidad responde a aquella exclamación bíblica de “no es bueno que el hombre esté solo”.

Ignacio Álvarez
Secretariado de Medios de Comunicación Social
Arzobispado de Granada