Queridísima Iglesia del Señor, Esposa infinitamente amada de Jesucristo, Pueblo Santo de Dios;
muy queridos sacerdotes concelebrantes;
hermanos y amigos todos:

Nos unimos hoy a la celebración de prácticamente toda la Iglesia para celebrar el Corpus: el Cuerpo y la Sangre del Señor, la fiesta del Cuerpo de Jesucristo. Aunque nosotros lo hayamos celebrado el jueves, por ese privilegio de la Providencia divina de que coincida en nosotros la fiesta del Corpus con la fiesta mayor de la ciudad, y, aunque a lo largo de toda la Octava, todas las tardes como que se repite esa celebración del Corpus, con su pequeña procesión claustral, hoy nos unimos a la Iglesia entera que lo celebra.

Es una celebración bellísima, porque es como, terminado todo el Año Litúrgico, celebrar en un solo día, en una sola fiesta, en un solo momento, toda la acción redentora de Cristo. La acción redentora y Su Presencia permanente entre nosotros en el mundo. Me habéis oído citar muchas veces aquellas palabra últimas de Jesús en el Evangelio de San Mateo: “Yo estoy todos los días con vosotros hasta el fin del mundo”. Y esa Presencia, que tiene varias formas -la Comunión de la Iglesia, los distintos Sacramentos-, tiene su lugar especial y su forma más plena en la Eucaristía de la que la Tradición y el Concilio Vaticano II han dicho que es la fuente y el culmen de la vida de la Iglesia. En cada Eucaristía se renueva el Misterio Pascual de Cristo. En cada Eucaristía Cristo, viene a nosotros y se ofrece de nuevo al Padre para la salvación del mundo.

De hecho, también me habéis oído decir muchas veces que Cristo no ha venido principalmente para ser adorado, sino para transformar nuestras vidas, para transformar nuestro corazón y nuestro modo de vivir, nuestras relaciones, todas ellas. Y hasta nuestra cultura, en todas sus dimensiones. Y la adoración, cuando es verdadera, tiene conciencia de que esa es la meta y el designio y el deseo del Señor: nuestra transformación.

Celebramos hoy -y las tres Lecturas nos recuerdan- la Alianza que hizo primero el Señor con el Pueblo de Israel, allá en el Sinaí, todavía tomando muchos elementos de las culturas de alrededor y del entorno prácticamente pagano en el que vivían y cómo luego el Señor, a lo largo de esa historia de Alianza, ha ido purificando y educando a Su Pueblo, hasta culminar en esta nueva y eterna Alianza que Él realiza en su propia Sangre, en su propio Cuerpo, donde él es, al mismo tiempo, el sacerdote, la víctima, la ofrenda que se hace al Padre y el don de Comunión para Su Pueblo.

En esta Alianza, se consuma el designio de Dios. Nunca el hombre hubiera podido imaginar una proximidad tal por parte de Dios a nuestra propia existencia humana como la que el Señor ha querido vivir y ofrecernos en su Misterio Pascual, en su muerte y en Su triunfo sobre la muerte, sin el cual no hubiera podido decir, y ser verdad, “Yo estoy todos los días”. Por lo tanto, Su muerte es el don supremo de Dios al hombre y Su triunfo sobre la muerte es la verificación de ese don y la condición de la permanencia de ese don por todos los siglos, para todos los hombres, mientras el mundo exista. Y nosotros, sin mérito ninguno de nuestra parte, participamos de esa alianza, recibimos ese don, somos elegidos del Señor, para poder vivir esa proximidad y para que esa proximidad fructifique en nosotros en una vida nueva.

Dejadme subrayar un pensamiento que está ligado al nombre mismo de la fiesta. Yo sé que los carteles de la Fiesta del Corpus a veces son muy profanos y tienen muy poco que ver con lo que la Iglesia celebra, en realidad, con el sentido último y profundo de la fiesta. Se subrayan aspectos a veces tan exteriores o que no tienen tan poco que ver con ello y, sin embargo, el nombre de la fiesta es Corpus, reducido a la mínima expresión. Corpus significa Cuerpo y esa palabra choca profundamente con la manera que tiene el hombre moderno de entender la religión. Para el hombre moderno, la religión consiste en una serie de creencias, o si queréis, a lo sumo, en una serie de principios o de valores morales, dependiendo un poquito de la orientación que tenga el pensamiento o la educación que haya recibido cada uno. La religión sirve como sustento, estímulo y ocasión para cultivar esos valores morales que la mayor parte de la gente considera que es lo verdaderamente central en la vida del hombre, y central en la educación y la experiencia humana.

Una religión de creencias y de valores no necesita tener Cuerpo. Es verdad que están los ritos, pero los ritos son prácticas que sirven para inculcar esos valores. O para inculcar esas creencias que sustentan esos valores. No les da el mundo más valor, ni más consideración, ni más importancia que eso. Y luego, pues la belleza de unas cosas que provienen de un mundo que ya no existe y que nos sobrecoge a veces; como nos sobrecoge esta catedral, pero que no percibimos que eso tenga una importancia existencial para cada uno de nosotros, que sea algo que realmente toca las fibras más profundas de nuestro ser y de nuestra vida.

Creencias, valores, ritos no necesitan un Cuerpo. La Redención de Cristo es posible porque el Verbo de Dios se hizo carne. Por lo tanto, la infinitud de Dios fue acogida en el seno de la Virgen, nació del seno de la Virgen y se ha ofrecido a nosotros en una humanidad verdadera y plena, tan verdadera y tan plena que si uno provenía de la India o de Etiopía o Arabia, y pasaba por Jerusalén en los tiempos de Jesús, y no conocía su lenguaje, no podía entenderlo…, salvo que el Espíritu les diese la posibilidad de reconocer en aquel hombre algo que desbordaba su humanidad, que también sucedía.

Mis queridos hermanos, la forma en la que el Señor ha querido quedarse en medio de nosotros también es un Cuerpo. Pero nosotros en la Iglesia hablamos de Cuerpo y –repito-, la celebración del Corpus Christi resume, coge, abarca el conjunto de la Redención de Cristo, pero no es el único Corpus, no es el único cuerpo del que hablamos cuando hablamos en cristiano. El Corpus Christi, la Eucaristía, tiene una relación estrechísima. Yo os decía que la Tradición y el Concilio Vaticano II habían dicho que la Eucaristía es la fuente, el centro y el culmen de la vida de la Iglesia. Por lo tanto, la Eucaristía no es, por así decir, lo último. Lo último es el Cuerpo, que llamamos místico, de Cristo. Pero, fijaros, hasta el siglo XII, el Cuerpo místico de Cristo era la Eucaristía. Y a la Iglesia se le llamaba el “cuerpo real”, el “cuerpo histórico” de Cristo. La Eucaristía, que es el culmen de la vida de la Iglesia, que expresa el Misterio de la Iglesia, que expresa el amor infinito de Dios en Cristo por todos los hombres, por cada hombre y por cada mujer. Y el designio de salvación de Dios para toda la humanidad encuentra su realización en la vida de un pueblo nuevo, en una vida de relaciones nuevas que se llama “Iglesia”.

Desgraciadamente, la cultura en la que vivimos subraya tanto el carácter individualista, el carácter privado, además, de todo lo religioso, como para que eso quede tan en el trasfondo que muchas veces no tenemos conciencia. Dejadme decíroslo: el Cuerpo de Cristo es la Eucaristía, ¡claro que sí! No existiríamos. Pero el Cuerpo de Cristo somos nosotros, es nuestra Comunión, es el Pueblo cristiano. Y cuando digo el Pueblo cristiano en este sentido también lo digo en el sentido del Concilio, que abarca a todos los que formamos la Iglesia. Antes de los distintos ministerios y de los distintos estados de vida y vocaciones, yo formo parte del pueblo cristiano y nada me hace más orgulloso de sentirme parte de ese pueblo del que todos formamos parte. En el que todos participamos y desde el que todos decimos a Dios “Padre”, en la gran novedad que el Hijo de Dios ha querido compartir con nosotros, es decir, en la gran novedad de la vida divina que habita en nosotros y que permanece gracias a la Eucaristía y gracias a otro sacramento del Jueves Santo que es el sacerdocio, la sucesión apostólica, el primado de Pedro, el ministerio sacerdotal, gracias al cual la Eucaristía también llega a nosotros.

¡No separemos los dos cuerpos! Seamos conscientes de que celebrar el Cuerpo de Cristo es celebrar el Sacramento de la Eucaristía y Su Presencia en la Eucaristía, pero es también desear que esa Presencia llegue a nuestras vidas; que penetre las fibras más profundas de nuestra humanidad, de nuestro ser y cambie nuestro corazón, nuestros deseos, nuestros pensamientos, nuestras acciones. Y sobre todo, nos haga sentirnos parte de ese Cuerpo. ¡Cuántas veces los cristianos antiguos hablaban de cómo la Eucaristía está compuesta de muchos granos de trigos de distintos lugares y espigas, y aplicaban eso a la vida de la Iglesia! También nosotros venimos de distintas partes, de distintos orígenes, tal vez distintas historias. En el mundo en el que estamos, tal vez venimos de distintas naciones o de distintas culturas en la modernidad, y formamos un solo cuerpo. Y estamos llamados a vivir con la conciencia de que todos los demás son parte de nosotros como la conciencia que tienen los miembros de su Cuerpo de ser unos parte de los otros. Ningún cuerpo dice “bueno, no necesito de una mano, no puedo prescindir de ella”. Si tiene uno que prescindir de ella por un accidente, lo sufre, y lo sufre como una desgracia y te duele incluso la mano que falta, o el pie o la pierna que falta. Misteriosamente, pero le sigue doliendo a aquellos a quienes les ha sido amputado.

Que nos sintamos como miembros de ese Cuerpo. Que, al alimentarnos de la Eucaristía más y más, arraigue en nosotros el deseo de ser un pueblo nuevo, una humanidad nueva en medio de este mundo. Cuando tantas fuerzas en este mundo tratan de disgregarnos, de aislarnos, de que nos sintamos solos, de que estemos encerrados en nosotros mismos independientes e indiferentes en el fondo al destino de los demás…, y hasta en nuestra relación con Dios nos preocupamos de nosotros mismos, no solo lo primero, sino muchas veces lo único.

Mis queridos hermanos, damos gracias a Dios por el amor infinito de Dios Revelado y entregado a nosotros en Jesucristo. Claro que se las damos. La vida entera es demasiado corta para darle gracias por ese don que es Jesucristo y su Espíritu que nos hace hijos de Dios en Cristo Jesús. Hijos en el Hijo. Al mismo tiempo, le suplicamos que si somos hijos y tenemos la confianza y esperanza de ser herederos, que podamos vivir como hijos del mismo Padre; que podamos vivir como miembros del mismo Cuerpo y que el mundo pueda ver en nosotros una forma de vida que no se explica porque seamos simpáticos, o porque seamos creyentes, o porque tenemos esta manera de pensar, o porque tenemos este tipo de valores que ha inculcado el cristianismo a la cultura de Occidente, sino porque somos miembros los unos de los otros. Porque queremos que en el mundo brille esa novedad, que introduce la fraternidad, que introduce la amistad, que introduce el amor como categoría suprema de las relaciones humanas y como modalidad suprema de la existencia humana, a todos los niveles y en todo tipo de relaciones. También las comerciales, también las económicas, también las políticas. Los Papas han hablado muchas veces de la caridad política, es decir, del amor a un mundo que le llevó al Hijo de Dios a la cruz, conociendo perfectamente cuál era la situación de ese mundo, cuál era la situación, de la misma manera que hoy se nos da, conociendo perfectamente cuál es la condición de nuestro mundo.

Damos gracias y pedimos, Señor, Tú, que Te entregas por nosotros en una Alianza nueva y eterna, que ni siquiera nuestra mente es capaz de imaginar verdaderamente, hagas de nosotros ese otro milagro que es reunirnos a nosotros en un solo Cuerpo y vivir la realidad de nuestro ser Iglesia como Cuerpo de Cristo presente en la Historia, portador de esperanza y de amor para todos los seres humanos, para todos los hombres.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

6 de junio de 2021
S.I Catedral de Granada

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