Comenzamos el Adviento. Es un tiempo precioso. Es el tiempo del deseo, del anhelo de la vida eterna, del anhelo de la facilidad, que es, probablemente, el “sello” de nuestra humanidad, donde se manifiesta a la vez que somos imagen de Dios y que somos incapaces, por nosotros mismos, de vivir de acuerdo con aquello que somos.

En la “sociedad líquida”, como la han llamado algunos a la nuestra -en la sociedad donde el sentido de la vida se ha borrado y que recuerda mucho a lo que describe tanto la Segunda Lectura como el Evangelio, en los días previos al Diluvio (yo pensaba en estos días en esa especie de paroxismo, de paroxismo de consumo y de compras que marcaba la realidad de nuestras calles)-, pues, en la sociedad líquida, os decía, no hay más que dos salidas verdaderas, que son a las que, de una u otra forma recurrimos los hombres. Una es la tragedia, que marca de verdad muchas veces nuestra existencia. Y la otra es la evasión, lo que Pascal llamaba el divertimento y hoy lo llamamos a veces vivir en un mundo virtual, y la tecnología nos da mil posibilidades de vivir enganchados a un mundo que no existe, que está construido para distraernos precisamente; vivir en la distracción, vivir en un mundo que no es real y censurar los deseos de nuestro corazón más profundos, censurar las dificultades y los dolores y las fatigas que tiene la vida; censurar nuestra condición mortal, no pensar jamás en la muerte (la muerte es una realidad virtual que existe en las películas y que nos la proporcionan justamente para que no pensemos en que somos criaturas mortales).

En ninguna de las dos se vive bien, en ninguna de esas dos posibilidades. La tragedia porque necesita un heroísmo poco frecuente. No todos somos Sófocles. No todos somos capaces de mirar a la realidad -digo, manteniendo la premisa de que no hay ningún sentido, de que no hay ninguna esperanza. No todos somos capaces de afrontar la realidad de la vida o la realidad de la muerte: son la misma realidad. No todos somos capaces de afrontar la verdad de lo que somos sin ninguna concesión, como decía alguien muy fino, “ser ateo es que es dificilísimo, yo llevo toda mi vida intentando serlo y no lo he conseguido” (ser un ateo consecuente). Entonces, ¿qué escogemos la mayoría de los seres humanos? Pues, lo del mundo virtual, lo de divertirse.

En la tragedia había una solución o una posible respuesta, que Sócrates la dio. Dijo: “En estas cosas, sólo si alguien viniera desde la otra parte del hades, desde la otra parte del silencio y del océano, y nos iluminara, un ángel o un ser divino, podríamos tal vez adentrarnos en ellas; pero sin esa ayuda, nosotros nos vemos perdidos”. Digo que, por eso, la mayor parte de las personas elegimos el “comamos y bebamos que mañana moriremos”, “ya pensaremos en eso, no nos va a turbar la alegría”, aunque sea una alegría aparente, aunque sea una alegría falsa, con resaca siempre. No me refiero a la resaca del alcohol, me refiero a la resaca que deja el saber que tienes a alguien muy enfermo al lado, que no haces caso, y luego te das cuenta de que era demasiado tarde para poderle pedir perdón o para poder haber podido hablar con él o con ella de la manera que en el fondo de tu corazón deseabas, pero te daba vergüenza o te daba corte o no te atrevías porque os habíais hecho daño por lo que fuera.

En ese contexto, sucede una cierta violencia, que es lo que marca la Historia. Los últimos Evangelios y las últimas Lecturas de los últimos domingos nos ponían frente a los ojos esa violencia que es como el sello de la Historia humana: guerras, catástrofes, se levantará un pueblo contra otro pueblo… la inestabilidad de la historia humana. En esa noche, suena el anuncio de la Navidad, sin campanas… Ayer, yo inauguraba una Iglesia aquí en Granada, la consagraba, y el párroco estaba muy dolido porque no tenía campanas, y yo le decía después de la Misa –lo hubiera querido decir en mitad de la Misa pero se hacía muy largo y lo dejé–, “verás, que el Señor la noche de Navidad vino sin campanas, eran los ángeles los que cantaban”.

Que el Señor vino sin campanas. Y el Señor viene a despertarnos de nuestro sueño y a reclamar nuestra libertad y ése es el fondo del Evangelio de hoy: no asustarnos, sino a reclamarnos, porque el Señor viene siempre a dar la vida, viene siempre a salvar, viene siempre a comunicarnos Su Vida divina. Vino, en primer lugar, la noche de la Navidad. Viene ahora y viene de mil maneras. De hecho, viene siempre, viene en cada Eucaristía. Cada Eucaristía es una celebración del Misterio de Cristo que nos comunica Su Vida divina y que nos abraza con Su amor. Y si la Iglesia, los cristianos, la comunión de los cristianos, fuésemos conscientes de que somos hijos de Dios, como lo decimos cada vez que rezamos el Padrenuestro… pero, en realidad, los hombres podrían encontrarse con Cristo, aunque no vinieran a la Iglesia, si se encontraban con nosotros y con la alegría… Que no es la alegría de las fiestas sin sentido y vacías, y que no es una alegría fabricada con los instrumentos que hay para fabricar falsas alegrías. Es una alegría profunda, serena, radiante de esperanza, radiante de la certeza de que, a pesar de nuestra pobreza (no es la más grande el que se te pase la hora del comienzo de la Eucaristía, sino otras pobrezas mucho más grandes que llevamos dentro de nosotros), hemos recibido el Amor infinito de Dios. Lo hemos conocido. Lo conocemos. Sabemos que somos amados cada uno con ese Amor infinito. Ese Amor infinito nos desea, desea nuestro corazón, desea venir a nosotros; tiene deseo de nosotros y de nuestro amor.

Eso es a lo que nos preparamos en el Adviento, a comprender eso, a comprender ese Misterio de Cristo que viene a nosotros y viene para darnos la vida. Cuando tenemos la experiencia de eso, eso es lo que cambia las espadas en arados y las lanzas en podaderas. Eso es lo que cambia realmente nuestra vida humana y nos permite caminar a Tu Luz, en medio de un mundo que produce una ternura inmensa, porque todo el mundo busca ser feliz. Decimos: “Es que la gente no quiere oír hablar de Dios”. ¡Mentira! Cuando alguien está buscando ser feliz, aunque lo busque de la manera más estrafalaria, más desordenada, más inconsciente, menos adecuada también a lo que uno realmente busca, a un amor o a un bien o a una belleza que realmente todos buscamos, aunque sea de esa manera, todos estamos buscando la felicidad, y eso nos hace cómplices del anuncio del Evangelio. El corazón humano siempre es cómplice de ese anuncio. A lo mejor, si echamos un sermón, como estoy echando yo ahora, o hablamos de Jesucristo o de cosas que suponen siglos de cristianismo por detrás… Pero si hablamos de los deseos del corazón; si hablamos de la necesidad o del anhelo que todos tenemos de ser bien queridos, el anhelo que tenemos de verdad, de que no se nos mienta y de vivir en la verdad, de caminar en la verdad, encontraríamos, ciertamente, muchos hermanos nuestros, que si no piensan que la Iglesia tiene que ver con su vida, es porque, muchas veces, no han encontrado en nosotros esa preocupación por su vida y por el bien y la belleza de sus vidas.

Señor que, como decía la Primera Lectura, “ven, casa de Jacob, caminemos a la luz del Señor”, dejemos iluminar nuestras vidas por la luz de ese amor, y que brille. No importa el número, no importa que seamos muchos o pocos. Importa que seamos verdaderos. Y verdaderos significa dejarnos acoger por Ti, que es lo que en el fondo es acogerTe a Ti. Acoger tu Amor es dejarnos acoger por Ti, para que seas Tú quien guíe nuestras vidas, quien las ilumine, quien habite en nosotros de tal manera que podamos ser testimonio de una alegría que no hay que fabricar, porque es puro regalo, puro regalo del Señor, pura gratitud por todo lo que somos, por todo lo que somos, por todo lo que nos has dado, que es todo lo que somos: nuestra vida, nuestra esperanza, nuestra certeza de la vida, nuestra certeza de tu amor y de tu misericordia con todos nosotros.

Que así sea para todos los que estamos participando en esta Eucaristía y para las personas que amamos, también para ellas.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

1 de diciembre de 2019
S.I Catedral de Granada

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