Fecha de publicación: 16 de septiembre de 2019

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios; queridos hermanos y amigos todos:

La celebración de la Exaltación de la Santa, Cruz que celebraba la Iglesia entera ayer, (a pesar de que su origen tiene un origen histórico muy concreto, muy preciso, es una celebración que la Iglesia ha mantenido ya desvinculando de cómo nació, que tuvo lugar ese nacimiento cuando se reconquistó de manos de los persas a comienzo del siglo VII la reliquia de la Santa Cruz y se devolvió a Jerusalén)… la Iglesia ha mantenido esa celebración porque el Viernes Santo es demasiado corto para celebrar el misterio tan grande de la cruz. Y entonces, vale la pena volverlo a celebrar fuera de la Semana Santa, en otro espacio diferente, donde podamos contemplar lo que ese don inmenso que es la Cruz de Cristo significa para nosotros, hoy, hombres del siglo XXI.

Y lo que significa es, sencillamente, la consumación de la Encarnación, el Abrazo incondicional y sin límites de Dios a la humanidad entera. A esta humanidad compuesta por nosotros, y por hombres y mujeres como nosotros que nadie merecíamos ese abrazo. Pero el Amor de Dios es infinito y el Amor de Dios es incondicional, y el Señor en la cruz nos ha abrazado a todos; nos ha ofrecido a todos también ese Abrazo y ese Amor, que se renueva constantemente en la celebración de la Misa, en la celebración de la Eucaristía.

Leía yo hace unos días: uno tendría que venir a Misa dispuesto a que el corazón nos cambie. Dispuesto a que el corazón nos cambie justamente por ese Abrazo del Señor, que recoge, restaura nuestro corazón, los recoge a veces del odio, del rencor, del resentimiento, de la envidia, de las pasiones humanas, y nos pone de nuevo en su sitio, que es junto al corazón de Dios, porque estamos hechos a imagen y semejanza suya, y como Dios es Amor, tal como hemos conocido en Jesucristo, y hemos vivido y vivimos en el don que Él nos hace de Su Amor infinito, sencillamente nosotros en Él somos transformados y nuestro corazón empieza a parecerse, poco a poco, y en el camino de la vida, más y más, al corazón de Dios.

Y eso es lo que el mundo necesita. Os aseguro que no necesita otra medicina: que haya un pueblo que pueda representar nuestro destino. El destino para el que estamos hecho. Hemos sido creados para Dios. Hemos sido creados a imagen y semejanza suya, para ser como un signo de Su presencia en el mundo. Y para eso necesitamos que nuestro corazón, en lugar del odio y de las luchas de poder que representan en la historia de los hombres cuando olvidamos a Dios (también las de los cristianos en cuanto nos olvidamos de Dios), sea transformado en un corazón como el Corazón de Dios, como el Corazón que nos abraza a todos en la cruz.

Pero la sensibilidad cristiana no puede celebrar a Cristo sin celebrar al lado a Su Madre. Ella está en la Encarnación. Tiene lugar en la Encarnación. Es protagonista en la Encarnación: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mi según tu Palabra”. Ella acoge el don de Cristo, acoge el Abrazo de Cristo y Ella tiene lugar en esa consumación de la Encarnación que es la cruz, y tiene el protagonismo en esa consumación. Jesús se encarna para revelarnos, para mostrarnos con Su Palabra y con su Vida, sencillamente, que no hay nada que pueda vencer al amor que Dios nos tiene. Que no hay nada, no hay ningún mal, ningún odio, ningún tipo de herida que pueda ser más fuerte que el Abrazo de Dios a cada uno de nosotros, a la humanidad entera. Y allí está la Virgen. Y eso es lo que celebra. La intuición cristiana junto a la Exaltación de la Santa Cruz aparece la Virgen de los Dolores, junto a la cruz. Porque estuvo junto a la cruz también.

Dos cosas quisiera yo subrayar en esta Presencia de la Virgen junto a la cruz que me parece que nos pueden ser útiles (a mi me son útiles y deseo que lo puedan ser también para vosotros). Una cosa muy llamativa, de la que quizás nosotros no nos damos cuenta, pero que si estuviera aquí con nosotros una persona que no tuviera nada que ver con la Tradición cristiana, que no haya escuchado nunca hablar del cristianismo, se sorprendería mucho de esa imagen de una madre con su hijo muerto y llena de joyas. Coronada con una corona como una reina, con un manto bordado, aunque fuera de luto, pero bordado como el manto de una reina y enjoyada como una reina. Dices, “¿pero ésta es la madre que tiene a su hijo muerto en brazos?, ¿cómo es posible si tendría que estar gritando y llena de lamentaciones?, como hacían y como hacen las madres en todas partes”. Y en el Oriente, donde dan gritos de lamentos que son unos gritos muy especiales y que es una manera de expresar el duelo. Se rasgan las vestiduras, se destrozan los vestidos para expresar que no bastan las palabras ni los gritos para contener el dolor de una madre que ha perdido a su hijo. ¿Por qué la Virgen de las Angustias está vestida tan bonita? O nuestras vírgenes dolorosas, todas ellas.

No olvidéis nunca que la Virgen es siempre imagen de la Iglesia y, por lo tanto, ahí hay una lección cuando el sufrimiento humano no lo destruye el Señor. No. Sería un signo de que Dios no es creíble si por acoger el Señor, por creer en Dios, por estar cerca del Señor de algún modo u otro, el sufrimiento desapareciera, tendrían razón los críticos de la religión. La religión sería una especie de sedante, de tranquilizante, que nos evita el dolor. Eso sería la prueba de que la religión es mentira. La cercanía del Señor no nos quita el dolor, pero lo transfigura, lo transforma. Deja de ser lo que determina nuestra vida. Cuando uno acoge a Cristo, el dolor deja de ser algo que destruye el corazón, que lo mata, que mata la esperanza, para convertirse en algo que puede ser hasta fecundo. Inmensamente fecundo. A mí siempre, será una oración que haremos al final de la Misa de hoy, “que cumplamos en nuestra carne –es una frase de San Pablo– lo que le falta a la Pasión de Cristo”. Yo siempre desde que era jovencillo y empezaba a pensar en las cosas del Señor, decía: Y a la Pasión de Cristo qué le falta si el Señor se ha dado por entero, si el Señor no se ha reservado nada para Sí, si el Señor no es que nos ha llamado un poquito… como dice San Pablo en otro lugar: “Dios no ha sido sí y no para con nosotros”. Jesucristo ha sido un “sí” sin condiciones. Un amor sin condiciones. Entonces, ¿qué le falta a la Pasión de Cristo? Le faltaban nuestros dolores, le faltaban nuestras súplicas, le faltaban nuestras heridas, le faltaban nuestras fatigas, nuestra desesperanza a veces, nuestros resentimientos, nuestras heridas.

Pero lo que es precioso es poder pensar que desde la Pasión de Cristo todas esas heridas nuestras, todos esos dolores nuestros son parte de Su Pasión, eso significa que no los vivimos ya solos. Sufrimos, claro que sufrimos. Una madre que pierde un hijo está desconsolada y seguramente es una herida que le acompañará toda la vida; pero si está Jesucristo, no es una herida infectada. Es una herida que duele, pero que no elimina la certeza de que estamos destinados a la vida eterna; la certeza del reencuentro en la vida eterna y, por lo tanto, es un dolor que no destruye como el dolor vivido en una clave nihilista, en una clave del mundo.

Señor enséñanos a acogerTe a Ti en nuestras fatigas y en nuestros dolores, a buscarTe a Ti. Porque, repito, el traje de la Virgen sigue siendo de luto, pero es el traje de una reina. La Iglesia sigue experimentando las fatigas y los dolores de este mundo, pero ya no es el dolor y la muerte quienes reinan sobre nosotros. Somos nosotros un pueblo de reyes, de reyes que dominan. No a base de ascetismo, sino a base de acoger el Abrazo del Señor.

Segunda enseñanza que yo creo que está en la Virgen de las Angustias. Esta mañana una mujer me enseñaba una frase de san Francisco que yo no conocía y es que lo contrario del amor no es el odio, sino la posesión. Me parece finísimo. Finísimo porque el odio es obvio que todos nos damos cuenta que es algo que está en contra del amor. Pero que el deseo de ser dueño del otro, de controlar al otro, de por así decir tenerlo bajo el propio poder es una forma de desamor, es lo contrario del amor.

El amor sólo es verdadero cuando se parece al de Dios. Ya me habéis oído algunos muchas veces decir que Dios nos deja ser, que el Amor de Dios es tan grande que no tiene miedo a nuestra libertad. Que nos deja ser, porque no necesita. Él no necesita nuestro amor y sabe que Su Amor es infinito y Su Amor tiene la victoria siempre conseguida al final, y desde ahora, desde ya.

También en eso la Virgen está con su Hijo ofreciéndolo, entregándolo. Y el Hijo ha entregado primero a la Madre cuando ha consentido que le acompañara en la cruz. Qué difícil no es a nosotros, que difícil les es a los padres entregar a sus hijos y dejarlos en las manos de Dios. Confiar que Dios los ama más que nosotros mismos, aunque seamos sus padres. Qué difícil nos es dejar en las manos de Dios a las personas que amamos. Dejarlas ser, dejarlas ser. Qué fácil es que nuestro amor se convierta en algo asfixiante que genera justamente ese resentimiento que es lo contrario al amor.

Yo creo que celebrar la Virgen de las Angustias –porque sería también una forma de testimoniar que nuestro amor se parece al de Dios– es pedirLe también que nos enseñe a dejar ser, a entregar a nuestros seres queridos en las manos de Dios, a ponerlos en Sus manos, a vivir confiadamente, a no pensar que yo tengo que conseguir que esta persona, a veces el marido, la mujer, sea como yo he decidido o yo quiero que sea. Eso no es amor.

Me ha sorprendido mucho la frase, yo pensaba en cómo la Virgen está entregando a su hijo. Nosotros tenemos que entregar a nuestros padres en las manos de Dios algún día. Pero el dolor más grande es tener que entregar a un hijo. Pero a un hijo se le entrega de muchas maneras: se le entrega cuando se va de casa, se le entrega cuando empieza a crecer, cuando empieza a tomar decisiones propias. Siempre, desde que nace, hay que recordar que todo el amor que recibimos es don de Dios y tiene que volver a Dios, no es una posesión nuestra.

Mis queridos hermanos, vamos a pedirLe al Señor primero que podamos vivir el sufrimiento como reyes, como la Virgen, acogiendo el Amor de Cristo y que acogiendo el Amor de Cristo sepamos también entregar a nuestros seres queridos, confiar en Dios. De esa manera, protegemos el amor que necesitamos para vivir. De la otra manera, aunque parezca que hacemos –siempre me sale la imagen de Gollum, “mi tesoro”–, aunque parece que nos apropiamos de ese amor, lo destruimos. Lo destruimos sin darnos cuenta, llenos de buena voluntad, pero lo destruimos.

Señor, que nuestros amores florezcan, porque Tú estás en medio de ellos y porque aprendemos a querer más y más con esa generosidad, con esa gratuidad con que Tú nos quieres a nosotros. Que así sea para todos vosotros, que así sea si Dios quiere para toda nuestra Iglesia.

+ Javier Martínez

Arzobispo de Granada

15 de septiembre de 2019

S.I Catedral de Granada

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