Fecha de publicación: 12 de octubre de 2020

Decía alguien en la primera mitad del siglo XX que quien sólo ama su libertad y no se preocupa de la libertad de los demás, o no ama igualmente y con la misma fuerza la libertad de los demás, está ya dispuesto a traicionar la noción de libertad. Y vinculado a eso decía que lo típico de las ideologías modernas es que vemos a los demás como son y a nosotros, o al grupo en el que uno se reconoce y al que uno pertenece, como teníamos que ser. Lo cual nos permite siempre hacer una comparación beneficiosa cuando miramos a la historia: siempre a favor nuestro, por lo tanto como si nosotros tuviéramos más derechos que aquellos que consideramos que no pertenecen a nuestro grupo.

No. Nosotros queremos amar (no digo que siempre lo hagamos) la libertad, porque es un don que Dios ha hecho a todos los hombres. Y, por lo tanto, amamos lo mismo nuestra libertad que la de los demás, incluso la de aquellos que pudieran considerarse enemigos nuestros. Un cristiano, en principio, no tiene enemigos. No tenemos más enemigo que el Enemigo de la naturaleza humana, es decir, Satanás. Pero quisiéramos (lo ha recordado el Papa muy recientemente en su Encíclica) vivir como hermanos de todos; vivir con la mano tendida para desear una colaboración y de fraternidad, y de amistad, con todos los hombres. Sabiendo que eso tiene montones de dificultades y que supone muchas veces renunciar a privilegios; renunciar incluso a la propia voluntad, para testimoniar esa fraternidad, que vale, en definitiva y a larga, más que ninguno de los bienes que pudiéramos querer defender o proteger. Incluso, ese bien tan grande que es la libertad. Si sólo lo defendemos para nosotros mismos (yo creo que tiene razón este pensador que lo decía), ya estamos dispuestos a traicionarla, porque no la defendemos para todos.

Con este preámbulo, la historia humana es verdad que es una trama de deseos juntos, de anhelos profundos del corazón del hombre, que están puestos por Dios mismo, de pasiones, todas las pasiones. Y quizás, la más radical de todas es la de la avaricia, la del deseo de poseer; poseer el mundo, poseer los bienes de este mundo, poseer el oro. Todos recordáis la fiebre del oro en California y lo que eso significó hasta como movimiento social. La gente se iba en verdaderos ríos en busca de oro. Pero también la leyenda del “Dorado”, en América Latina. La avaricia -dice San Pablo, en una de las Cartas a Timoteo- es la “raíz de todos los males” y, por lo tanto, el obstáculo mayor a que los hombres vivamos como hermanos verdaderamente.

Cuando miramos a la historia de España desde su evangelización primera, y cuando miramos también a esa singular historia que es la historia que arranca además aquí en Granada (es la historia de la evangelización de América), nos encontramos también con la historia de las pasiones. No hace muchos días, la esposa del presidente mexicano le pedía al Papa que pidiera perdón por los crímenes en América Latina. Aunque ya ha habido también alguien que le ha respondido que los crímenes esos no fueron de la Corona española. Aunque también los hubo seguro, pero no fueron principalmente de la Corona española, porque desde México hasta los indios araucanos luchaban a favor de la Corona contra los criollos. Es decir, contra aquellos que fueron verdaderamente a América Latina sin otra intención que ganar poder, riquezas y dominio de las tierras y de los bienes que esas tierras producían. No se trata de comparar. Como ha dicho el Papa acerca de otra realidad, bastaría un solo abuso para que tengamos que pedir perdón. Y repito, la historia antes de Cristo es simplemente una historia de las interacciones entre las pasiones humanas donde hay siempre lugar para el heroísmo y figuras heroicas. Claro que las ha habido y las hay en un mundo que no es cristiano. Yo comenzaba hablando de la libertad. La libertad en el mundo griego o en el mundo romano era una propiedad de una pequeña clase social, la de los hombres libres, la de una aristocracia. Y la mayoría de la población eran verdaderamente esclavos. La comprensión de que la libertad, y otras cosas como la dignidad de la mujer, la igualdad de todos los hombres ante Dios, es algo que está vinculado a la introducción del cristianismo y no en todas partes por igual. Por ejemplo, el mundo anglosajón no admitió que los indios tenían alma hasta el siglo XVIII, cuando en el siglo XV, desde los comienzo mismos del descubrimiento de América, en España se sabía (otra cosa es que fuéramos fieles a eso que sabíamos, otra cosa es que lo viviéramos, otra cosa es que nos dejásemos llevar por nuestras pasiones), pero se sabía desde el primer momento, en el testamento de la Reina Isabel La Católica lo pone muy claramente, que era “hijos y súbditos” exactamente igual que los hijos de las tierras de España. En ese momento, España marcaba un rumbo, que, repito, en el mundo anglosajón sólo se admitió en el siglo XVIII. Se trataba a los indios como animales. Es decir, ¿qué es lo que sucedido en América Latina, sea en México o en otros países? La población india o de origen indio, o de origen mestizo, es extraordinariamente numerosa y grande. Mientras que en América del Norte y en Canadá las bolsas de indios que quedan son casi piezas de museo verdaderamente, mínimas, y casi como algo exótico que se enseña a los turistas y a los visitantes.

Nosotros creo que podemos dar gracias. No damos las gracias por toda nuestra historia. No podemos dar las gracias por los pecados que hay en ella que son muchísimos. Damos gracias por la santidad que ha habido en ella, que también es mucha. Queriendo yo, para una capilla de una iglesia, representar a los santos de América, desde la India, Siux del Canadá, una muchacha deliciosa con su pluma y todo, hasta santa Teresita de los Andes en Chile…, y no me caben. Llenarían la capilla y diez capillas. Es decir, ese pueblo latinoamericano, repito, desde santa Rosa de Lima hasta el cura Brochero con su burro, santo Toribio de Mogrovejo, cantidad inmensa, los mártires de la revolución cristera, en México, todavía en nuestro siglo. Fijaros, no digo que no haya habido miserias -no digo en el pasado, las hay hoy: hoy hay tráfico de esclavos en América Latina como en otras partes del mundo, como en Asia, en Indonesia; hay tráfico de órganos; hay tráfico de droga en cantidades masivas; hay esclavitud infantil; hay grandes empresas multinacionales que explotan a niños en su trabajo. Quiero decir que los seres humanos, las pasiones, siguen estando en el mundo y siguen estando, tal vez, en el mundo cristiano sin que queramos darnos cuenta, sin que queramos mirar de frente esos males.

¿Qué es lo que añade la Presencia de Cristo? Añade el amor como secreto, la conciencia de que el amor es el secreto de la vida humana; de que la vida eterna es nuestra vocación y nuestro destino, y de que el modo de vida único, digno de nuestra vocación, es el cultivo de la convivencia, de la paz, de la fraternidad.

Damos gracias por toda la santidad que hay en esa historia nuestra y, al mismo tiempo, pedimos que en este momento seamos valientes a la hora de desarraigar todo lo que hay de inhumano en nosotros, todo lo que hay de contaminación pagana en nosotros.

Que seamos testigos fieles, sencillos –humildes, si queréis-. Debemos ser testigos humildes del amor infinito de Dios, del amor que nosotros hemos recibido y del amor, y de los bienes, que quisiéramos compartir con todos. Y esos bienes los voy a enumerar: un uso de la razón al servicio de la vocación de hombre, no sólo al servicio del cálculo acumulativo, que es la razón al servicio de la avaricia, sino al servicio del destino del hombre y de la finalidad de la vida humana, la conciencia de que la libertad es un don para todos y de que no hay bien moral que se obtenga a costa de la libertad. Cuando uno obra el bien, pero lo obra forzado, nunca es un bien moral. El mundo tiene que cambiar, pero no a base de imponerle unas reglas, sino a base de escoger, de enseñar a escoger libremente el bien. Por lo tanto, de vivir con libertad y de usar la libertad para aquello que es: para enamorarse del bien y seguirlo, buscarlo, anhelarlo, trabajar por él. Y la conciencia de que el secreto de la vida humana es el afecto, es el amor, es una relación de hermanos de unos con otros.

Que el Señor nos conceda eso en este momento de la historia donde hay tantas cosas que nos invitan a desconfiar unos de otros, a separarnos unos de otros, a tener miedo. El miedo es también enemigo de la libertad. Un pueblo con miedo es incapaz de buscar su propio bien. No nos dejemos vencer por el miedo. La prudencia que es imprescindible usar en tiempos de una epidemia o en una pandemia como estamos viviendo, y la vive ahora mismo todo el mundo. Pero que no sea el miedo lo que domine nuestra humanidad. Que sea eso, un uso recto de la razón, un amor verdadero a la libertad y un amor verdadero al bien de todos nuestros hermanos.

Yo lo pido para nosotros. Lo pido para los pueblos de América Latina, que, unos más que otros -unos tienen más arraigada la tradición cristiana occidental, otros es más superficial ese arraigo-, pero todos ellos viven ahora mismo situaciones de inestabilidad grandes y de no pocos peligros para la paz y para la convivencia.

Yo os pediría que en esta Misa de hoy pidamos la paz. Y también especialmente para esa nueva herida que se acaba de abrir en el Medio Oriente que es la guerra entre Armenia y Azerbaiyán. Que no tenga que sufrir más ese pueblo armenio, que ya ha sufrido muchísimo a lo largo de su historia y ya, en nuestro siglo, víctima del primer genocidio del siglo XX por más que se hable muy poquito de él.

Que el Señor le conceda a esos pueblos la paz, porque en la paz de ellos está también nuestra propia paz.

Quiera el Señor que seamos instrumentos de esa paz en este mundo nuestro tan inestable, tan herido por el virus, el miedo y la desconfianza.

Que así sea para todos.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

12 de octubre de 2020
Capilla Real (Granada)

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