Fecha de publicación: 15 de noviembre de 2020

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo Santo de Dios;
muy queridos sacerdotes concelebrantes;
querido señor alcalde, excelentísimas autoridades;
hermanos todos:

En este último domingo, o en estos últimos domingos del Año Litúrgico, la Iglesia nos dirige nuestra mirada hacia la historia, hacia la historia humana. El domingo que viene celebraremos la fiesta de Cristo Rey, Rey de la Historia. En palabras de Juan Pablo II, “centro del cosmos y de la Historia”. Y luego, el tiempo de Adviento nos invita a mirar la Historia como un lugar de esperanza, de anhelo, de deseo, que sólo será cumplido con la aparición de la Gracia de Dios, con la manifestación de la Bondad de Dios la noche de la Navidad.

Las Lecturas de hoy -aparte de esa primera Lectura, que es un precioso canto a la mujer, y que daría lugar a muchísimo comentario y a muchísima reflexión-, a pesar de ser un pasaje del Antiguo Testamento, es un elogio precioso de la esposa, en un mundo muy diferente al nuestro, por supuesto, pero un bellísimo elogio de lo que es una buena esposa. Tanto la Lectura de San Pablo como el Evangelio, nos ponen delante de los ojos el hecho de la Historia. Y el hecho de la Historia afirma unas cuantas cosas que son muy básicas y muy necesarias, también en el contexto particular de las circunstancias que estamos viviendo con la pandemia, con esta forma de peste tan inesperada y tan fuera de cálculos y tan repentina, y tan universal. Como en lo que estamos conmemorando hoy al recordar las víctimas de los accidentes de tráfico y, de alguna manera también, la llamada a la responsabilidad en la carretera.

Por una parte, el texto de San Pablo nos dice que no somos los amos de la Historia, que la Historia no es algo nuestro. Y nosotros llevamos décadas, tal vez algunos siglos, pensando que la Historia la hacemos nosotros solos, que nosotros la controlamos, que nosotros la orientamos, que nosotros la dirigimos. Que el camino de la Historia es un progreso fundamentalmente reducido al progreso científico y tecnológico, y que como nosotros somos capaces de hacer ese desarrollo científico y tecnológico cada vez más controlamos la Historia. En ese sentido, la idea del ladrón en la noche. Así nos ha sorprendido a todos el virus, así nos ha sorprendido a todos esta realidad inesperada que esperamos y pedimos que pueda pasar pronto de cerca de nosotros, que pueda pasar pronto de la humanidad; que podamos, no sé si es bueno y justo pedir que volviéramos o que volvamos a donde estábamos, pero que no produzca tantos males que los seres humanos perdamos la fe y la esperanza.

La Historia ha sido siempre así. La Historia ha sido siempre algo que desborda. Y digo la Historia grande de los hombres, porque, en los momentos que parecían más triunfantes o más gozosos o más alegres, podría siempre aparecer algo que cambiaba el rumbo de la Historia sin el cálculo, sin responder al cálculo de los hombres; o respondiendo a acciones de los hombres, pero no a acciones cuyas consecuencias han sido previstas de antemano. Sin embargo, San Pablo nos invita… dice: “Nosotros no somos hijos de las tinieblas, somos hijos de la luz”. Y nosotros sabemos qué aguardamos en la Historia, y qué nos aguarda en la Historia. Nos aguarda siempre nuestro Salvador, nuestro Señor Jesucristo, los brazos de Jesucristo. La Historia no desemboca en la nada, no desemboca en un bostezo de la Creación o de las realidades de este mundo que pasa de nosotros. Puede dar esa impresión cuando apenas podemos acompañar a un difunto o cuando no lo hemos podido acompañar, como ha pasado tantas veces a lo largo de este año. Ni siquiera su familia más cercana. Y da la impresión de que no somos nada más que un punto o un número en las cifras de los difuntos de cada día, o de los infectados de cada día, y no es así. Cada uno de nosotros tiene un valor infinito. Cada una de nuestras vidas es única y, sea como sea, nuestra muerte, la bondad y la inmensidad del amor de Dios nos aguardan.

Claro que es bello y bueno poder morir en paz, poder morir acompañado de los seres queridos, poder morir sabiendo justamente que, del otro lado de la muerte, nos aguardan los brazos de nuestro Señor. Pero yo recuerdo una cosa que recuerdo muchas veces y es que, en la plegaria eucarística, pedimos por “aquellos que han muerto en Tu Misericordia”. Pedimos primero por los que han muerto “en la esperanza de la Resurrección”, que son los que saben en qué desemboca nuestra historia aquí abajo. Pero pedimos por “todos los que han muerto en tu Misericordia”. Y eso son todos los hombres. Casi nadie que sale a la carretera…, también a veces dicen que hay casos que son suicidios más o menos ocultos en los accidentes de carretera, pero incluso en esos casos (porque, para uno querer quitarse la vida, tiene que tener el corazón muy, muy herido, profundamente herido, y ese corazón el Señor lo abraza). Sea como sea nuestra muerte, deseamos morir en paz, claro que sí; pero, sea como sea nuestra muerte, lo que nos aguarda del otro lado es el amor infinito de Dios y nosotros lo sabemos, y ese es el privilegio y la gracia de ser cristianos. Digo “gracia”. Es más exacto decir “gracia” que “privilegio”, porque no se debe a nada que hayamos hecho nosotros, no somos mejores que nadie. Pero sabemos cuál es el significado de la vida. Y porque sabemos cuál es el significado de la vida, también sabemos cuál es el significado de la muerte y que no tiene la última palabra sobre nosotros. La última palabra la tiene la Misericordia infinita de Dios, que no se niega a nadie.

Y ahí entra la parábola de los talentos. Nosotros, hombres modernos, centrados mucho en nosotros mismos, en nuestros exámenes de conciencia, en nuestro permanente mirarnos a nosotros mismos, desde nosotros mismos, oímos esa parábola y todos, a poco sentido común que tengamos, decimos “yo soy de los de los últimos, el de un talento”, y entonces nos entra como un poco de miedo, que es justamente lo que quiere evitar la parábola. Porque, si os acordáis, el de un talento, enterró el talento por miedo.

No. La parábola tiene como finalidad invitarnos a la vigilancia, a estar atentos. Y antes que eso, todavía tiene otra intención. Dios quiere que nuestras vidas den fruto. Dios quiere que nuestras vidas sean unas vidas bellas. Bellas como un árbol florido, como un árbol que ha fructificado y que ha fructificado abundantemente, y que lo bendicen las gentes cuando pasan: “Mira que árbol más hermoso, lleno de cerezas, de peras… de fruta”. Dios quiere que demos fruto.

Y nos enseña otra cosa la parábola. Y yo creo que esa es muy importante. Una, lo pedíamos en la oración de la Misa, la felicidad completa y verdadera. “Permítenos servirTe con alegría, porque en servirTe a Ti, Creador de todo bien, consiste la felicidad completa y verdadera”. Dios quiere nuestra felicidad, completa y verdadera. Esa felicidad completa y verdadera, que es nuestro fruto, no se da sin la ayuda de Dios. No lo alcanzamos nosotros con nuestro esfuerzo, a base de nuestro empeño, de nuestra fuerza de voluntad. No. La recibimos como una gracia y basta con acoger esa gracia y nuestras vidas florecen y fructifican.

Es cuando nos cerramos a la gracia cuando dejamos de dar fruto y es, entonces, cuando nos perdemos. En ese sentido, la elección de la parábola es exhortarnos a fructificar y, para fructificar, contar con el Señor. Y no a tener miedo y a cerrarnos en nosotros mismos (…). El hombre del talento único tenía miedo al amo y por eso lo enterró. El miedo a Dios no es bueno. No es el temor de Dios. El temor de Dios es miedo a perder un tesoro, pero no es miedo a Dios, nunca. El miedo nos encierra en nosotros mismos y cuando nos encerramos en nosotros mismos nos volvemos estériles, no fructificamos. Nuestras vidas no florecen, no fructifican, se secan. Lo dijo el Señor cuando habló de la vid y los sarmientos. El sarmiento que no está unido a la vid se seca. El sarmiento que está unido a la vid coge la savia de la vid y da mucho fruto. Unidos al Señor fructificamos. Dios da los talentos, a unos, unos, a otros, otros, de manera diferente, pero todos estamos llamados a fructificar; todos estamos llamados a tener una vida bella, que sea una bendición para los hombres y que sea un gozo para el Señor. Y el miedo nos paraliza. El miedo nos encierra. Encerrarnos en nosotros mismos es perder esa posibilidad de que la vida sea bella y buena, y de que nuestra felicidad sea buena y completa.

Vamos a pedirLe a Dios, que viene a nosotros en la historia, que viene a nosotros en todas las circunstancias de la historia.

Señor, Tú sabes, y nosotros sabemos, qué horribles pueden ser esas circunstancias; qué horribles pueden ser las muertes en la carretera, o las muertes que vienen sin pensar, o las muertes que suceden en la soledad de una UCI sin poder ser acompañados por los seres queridos. Tantas formas de morir horribles. El otro día me decían que hay países en América Latina donde no se ha dicho siquiera que había pandemia y no se ha tomado absolutamente ninguna medida, y se deja morir a la gente tranquilamente en las calles, en los bosques, en sus aldeas, en sus casas.

Dios mío, que todos nosotros sepamos, como hijos de la luz, que todas las vidas desembocan en Ti. Y que sepamos buscar esa fortaleza y esa luz y esa sabiduría que brotan de la experiencia de Tu amor. Y que hacen que nuestras vidas fructifiquen. Y que hacen que nuestras vidas no teman. Porque Tú eres nuestra riqueza. Tú eres nuestra posesión. Tú eres la vida de nuestra vida, realmente.

Hay una oración que dice el sacerdote antes de comulgar y vale para todos. De alguna manera es la oración de la buena esposa: “No permitas, Señor, que nunca me separe de Ti”. Lo mismo Te pedimos Seño: “No permitas que nunca nos separemos de Ti, para que nuestras vidas fructifiquen. Que no enterremos los dones que Tú nos has dado, de forma que nos sequemos, que nos pudramos en nuestra esterilidad, sino, tal como es Tu designio, para nosotros, desbordemos de gozo y de gratitud. En todas las circunstancias de nuestra vida. Ojalá que así sea para todos nosotros. Ojalá que así sea para todos los hombres.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

15 de noviembre de 202
S.I Catedral de Granada

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