Muy queridos hijos ( me dirijo a todos, pero, especialmente, a los que vais a confirmaros):

Fijaros, en nuestro lenguaje actual y que usamos habitualmente acerca de la Confirmación, pero también en nuestra manera de hablar de la relación con Dios y de lo que significa la vida cristiana en sí, ponemos mucho énfasis en lo que nosotros tenemos que hacer. De hecho, hasta las mismas moniciones hablan de “un camino cristiano que empezó en el Bautismo” y que ahora vosotros queréis, de algún modo, que llegue a su plenitud. Y se insiste mucho en que, en consecuencia de la Confirmación, tenéis que dar testimonio de Jesucristo. Todo el énfasis está en cosas que nosotros tenemos que hacer.

Llega un momento en que a base de hablar de esa manera nos creemos que el cristianismo consiste en una serie de obligaciones que nosotros tenemos que hacer por Dios. De ese modo, no caemos en la cuenta de que, en realidad, quien lo hace todo, quien nos hace a nosotros mismos, que hace que podáis escuchar mi palabra, quien me da la fuerza para hablaros, y la vida que me permite quereros, veros, dirigirme a vosotros, todo, todo lo que somos y hacemos es como una participación en el Ser de Dios; por lo tanto, es don de Dios. Nosotros no le damos nunca nada a Dios. Nunca. Y es un lenguaje pobretón cuando decimos “¿qué me pide Dios?” Dios no pide nunca nada. Lo único que Dios hace es dar.

Hablábamos también de las exigencias del Evangelio, de lo que el Señor exige. A lo mejor, ser responsables, estudiar, prepararme bien, ser obediente. Estamos siempre pensando en obligaciones y deberes, en cosas que nosotros tenemos que hacer. No me extraña que la gente, acostumbrada a oír ese lenguaje, pierda la fe. Porque es un Dios bien pequeño; un Dios que espera de nosotros y apenas hablamos de lo que Dios hace por nosotros. Lo primero de todo es la Creación. Si en este momento existe, es porque Tú me miras, me amas, me sostienes en el ser, me das la consistencia y las capacidades que tengo para ser quien soy.

Y los Sacramentos de la Iglesia que son aquellos de Cristo, vivo y resucitado, son siempre dones que Dios nos hace, no tareas que Dios nos pone. Concretamente, la Confirmación… Dios no nos regala cosas. Dios nos regala, en primer lugar, a Él mismo, cuando nos crea. Nos regala, en segundo lugar, a nosotros mismos: somos un regalo de Dios. Ahí no cuentan ni las notas, ni las cualidades que tenemos, los defectos, la historia que nos configura de algún modo, ni las heridas que arrastramos. Nada de eso cuenta. Si existimos, es porque Dios me dice “te quiero”. Y, además, te quiero como eres, no en el sentido de que, a lo mejor, disfrute mucho con las cosas que no hacéis bien. Me refiero a que no pone ninguna condición para quererte. Ninguna. Te quiere desde siempre, desde antes que existieran las galaxias, las playas, las nubes, el sol, los planetas, las montañas, Sierra Nevada; desde antes que existiera el mundo, porque Dios es eterno y Sus palabras y Sus lecciones son eternas también. El “te quiero” que Dios nos dice a cada uno nos lo ha dicho desde toda la eternidad.

Es verdad que los hombres abandonamos el camino de Dios muy pronto y nos hemos hecho la vida muy complicada, nos hacemos daño unos a otros, buscamos seguridades. La Creación no es transparente, de tal forma que podamos recibirla constantemente como un regalo de Dios, ni nosotros mismos nos percibimos como un regalo de Dios. Y, por así decir, para descubrirnos de nuevo que Dios es Amor, que los hombres lo habíamos olvidado y lo olvidamos constantemente, el Hijo del hombre se hizo carne y compartió nuestra condición humana, compartió una vida en la que la trama de envidias, celos, egoísmos, soberbias de los hombres lo llevaron a la muerte y una muerte en la cruz. Los que hayáis visto “La Pasión” os hacéis una ligera idea de cómo es esa muerte. Pero Jesús dijo: “Nadie me quita la vida. Yo la doy porque quiero”. Y también dijo, intercediendo por aquellos que lo estaban llevando a la cruz: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. También dijo la víspera: “No hay mayor amor que dar la vida por aquellos que uno ama”. “Aquellos a los que uno ama” sois vosotros.

Él hizo la institución de la Eucaristía, que es el Evangelio que hemos leído, porque es la fiesta de Cristo Sacerdote; explica el sentido de su muerte: una Alianza nueva y eterna. Una alianza de amor hecha con cada uno de nosotros, con cada hombre y mujer de la historia. Es verdad que eso a nosotros nos parece inimaginable, pero es que Dios es Dios, no es una creatura como somos nosotros, ni siquiera una creatura muy poderosa que está ahí, manejando los mecanismos del mundo: es infinitamente más grande. Dios es Amor y en Jesucristo se nos ha revelado como Amor. Y en la Pasión y en la muerte de Jesucristo, nos ha dado Su vida. Y ha dejado esa Vida en manos de pobres hombres como yo, la Iglesia, para que la podamos comunicar mediante los Sacramentos, que son los gestos pequeños a través de los cuales Dios se da a nosotros. La relación de Dios con nosotros, que es infinitamente más importante que la relación nuestra con Él, se resumen en ese “te quiero”.

Un día que San Juan Pablo II quería describir qué era el cristianismo dijo: “El mensaje que la Iglesia quiere dejar a cada hombre y mujer de este mundo es un mensaje muy sencillo: ‘Dios te ama, Cristo ha venido a por Ti’”. Ese mensaje es el que quiero transmitiros esta tarde: “Dios os quiere”. Y no con un amor como el nuestro, que se cansa, se fatiga, tiene momentos de hastío, de aburrimiento. Dios no se cansa jamás de nosotros. Dios nos ama desde siempre y cuando dice “te quiero” es para siempre también. No es por una temporada o mientras me vaya bien, mientras tengas algo que me interesa… Dios nos quiere porque nos quiere. Dios nos quiere porque es Amor y porque ha querido hacernos hijos suyos por amor.

Y Cristo ha venido a comunicarnos ese amor y ha depositado en unos gestos que ha dejado en manos de la Iglesia la posibilidad de participar de ese Amor. Entrar en esa Alianza de amor nueva y eterna de amor con Dios. En esa Alianza, nosotros participamos, en primer lugar, por el Bautismo, pero todos vosotros habéis sido bautizados cuando erais pequeños; vuestros padres querían que tuvierais la vida de Dios desde el primer momento. Pero la Iglesia ha pospuesto, ha retrasado el segundo sello, el Sacramento de la Confirmación, para una edad en la que uno puede darse cuenta que el Señor quiera hacer una alianza de amor eterna conmigo. Eso es lo que sucede en la Confirmación. No os confirmáis vosotros. Vosotros profesáis la fe, el Credo. Le decís al Señor que Le conocéis; que no queréis vivir según el mal, sino según el camino del Señor, porque Le conocéis, conocéis que os quiere y esperáis de Él lo más grande que se puede esperar de nadie: la resurrección de la carne y la vida eterna. Eso es todo lo que vosotros hacéis. Es el Señor quien confirma entregándoos de una manera más plena que en el Bautismo: Su propia vida, Su propio Espíritu de Hijo de Dios, para acompañaros. No vais a ser más buenos por haber recibido la Confirmación. Lo podéis ser, pero no es para eso. Quien nos quiere de verdad está con nosotros porque nos quiere, no quiere sacar nada de nosotros. Si Dios quisiera estar con nosotros sólo para conseguir que seamos un poco mejores, que cumplamos mejor con nuestros deberes escolares, de estudiantes, de hijos… El Señor quiere acompañaros en vuestro camino de vida, quiere estar al lado vuestro. Todos vuestros sufrimientos, sean los que sean, los va a compartir, van a ser parte de la Pasión del Señor, porque Él está con vosotros y en vosotros. Y con una unión tan grande que vuestros sufrimientos serán sufrimientos suyos, igual que vuestras alegrías verdaderas serán una participación… Él lo dijo: “Yo he venido para que Mi alegría esté en vosotros y para que vuestra alegría llegue a plenitud”. Estamos en un mundo en el que alegría es un bien muy escaso, más que el oro, las perlas, las joyas. El Señor viene para estar con nosotros, para acompañarnos, para que Su alegría esté en vosotros. La alegría que nace del hecho de que Dios es Amor, para que podamos vivir siempre contentos. Un pueblo cristiano sería un pueblo de personas contentas. Me diréis, “pues, somos muy malos cristianos”. Seguramente, o no nos damos cuenta de qué significa la Presencia y la Compañía del Señor.

La Confirmación es la Alianza que Dios confirma. La alianza que hizo con vosotros en la cruz, el don de Su vida, para que podamos vivir sostenidos por esa vida. De manera que no sea el pecado lo que determina nuestro ser, aunque caigamos, aunque caigamos mil veces, sino el amor con el que somos amados y gracias al cual el Señor nos rescata una y otra vez del poder del pecado y nos permite vivir en la libertad gloriosa de los hijos de Dios.

Cuando uno se da cuenta de que esto es lo que son los Sacramentos y que esto es lo que significa el Sacramento de la Confirmación, la alegría que hay en el corazón a lo mejor es menos contagiosa, pero, al mismo tiempo, es más profunda, pura, verdadera, porque el Señor no va a dejar de quereros nunca. Vosotros a lo mejor os olvidáis, si escogéis una carga, una profesión donde uno tiene que dar la vida entera para sacar la carrera adelante, o una profesión en la que hay que trabajar catorce horas al día como hace mucha gente; pues, a lo mejor os olvidáis del Señor y pensáis que todo en vuestra vida es fruto de vuestros puños, de coraje, de valor. Y es verdad que nos hace hacer cosas, pero lo que quiero deciros es que, aunque os olvidaseis del Señor, Él no os va a olvidar; aunque le deis la espalda, Él no os la dará; aunque lo expulsarais de vuestra vida, Él no se va a ir, se queda a tu lado por si cambias de opinión, pero no va a dejar de quererte, aunque tú llegaras en un momento a odiarLe.

Veréis, eso del odio es relativo. La experiencia humana es que nos enfadamos con la gente que más queremos. Eso es lo normal. El Señor no se va a enfadar. Si acaso, os va a querer más. Lo dijo en el Evangelio cuando habló de la oveja perdida: ningún pastor deja 99 para buscar una extraviada. Ninguno, eso no lo hace nadie. Pero el Señor lo hace porque le importas, porque le importamos todos. Nos extraviemos, nos perdamos, aunque le echemos de nuestro corazón, no se va a ir, no va a dejar nunca de quereros, eso es lo que quiero que se os quede grabado. Él firma de nuevo la alianza que hizo y de la que habló la víspera de Su muerte. La hizo toda Su vida, pero la selló con Su sangre en la cruz. Y Él ratifica hoy esa alianza como diciendo “como si fuera la primera mañana, el primer amanecer de la historia, ‘te quiero. Te quiero y no puedo dejar de quererte’”. Y eso es lo que significan los gestos.

Es verdad que la monición dirá que la transmisión del poder, de una vida definitiva, pero la cruz significa un gesto de preferencia mediante la imposición de las manos y el ungiros con aceite consagrado es como, haciendo la señal de la cruz, la señal con la que Cristo quiere marcar Su Presencia en vuestra vida para siempre, no os olvidéis de eso.

Estaréis pensando cómo es posible que en gestos tan pequeños pueda suceder algo tan grande. Os puedo poner docenas de ejemplos, pero sólo voy a poner uno. Uno de los gestos humanos más pequeños es un beso. Qué cosa… es un gesto pequeñísimo, insignificante casi. Los gestos humanos son ambiguos. Un beso es señal de don y el don de un amor muy grande, y puede pasar por él la vida entera, o el deseo de dar la vida, o puede ser también una mentira muy grande.

¿Os acordáis de un beso que fue símbolo de una traición? El beso de Judas. Que el gesto sea pequeño no significa…, puede llevar algo muy grande. Cuando son gestos humanos, pueden ser verdaderos o mentirosos; pero, si son verdaderos, una caricia, una sonrisa, un “achuchón”, y cómo cambia la vida si en esa sonrisa va un gesto de afecto, de amor. No despreciéis la pequeñez de los gestos, porque los gestos humanos son siempre pequeños. Pero en esos gestos, el Señor ha puesto todo Su amor y todo Su poder. Es un amor infinito, porque en Dios no hay nada que no sea infinito.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

27 de mayo de 2021
S.I Catedral