Queridísimos hijos:

Os lo volveré a llamar en el momento de la Confirmación, justamente para señalar, cuando yo os decía que estamos en un contexto de familia. Y os puedo llamar hijos porque tanto en el Bautismo, como en la Confirmación, como también en la Eucaristía, lo que se nos comunica es la Vida divina y, de una manera análoga a como nuestros padres nos comunican la vida, quien nos comunica la Vida de Dios también tiene una cierta paternidad, que es bueno poner de manifiesto, por lo que os voy a decir después.

No habéis venido aquí para decir aquí delante de vuestros padres y de vuestros amigos que a partir de hoy vais a ser muy buenos. Espero que no hayáis venido a eso. Porque, si pensáis que habéis venido a eso, y si la Confirmación tiene como protagonista vuestra voluntad de ser buenos, vuestra voluntad incluso de seguir a Jesús, ibais a quedar muy frustrados en cuanto llegue la semana de la Feria, o incluso antes, y tengáis que discutir en casa sobre a qué hora hay que volver. Y ese propósito que habéis hecho de nunca más volver a pelearse con mamá o con vuestro padre sobre la hora de vuelta de un sábado o de un viernes, iba a quedar roto.

¿Cuántos años lleváis de catequesis? Tres, cuatro, cinco, toda la vida. Unos cuantos, ¿no? Después de haber visto que no funcionaba el haber hecho aquí un propósito muy solemne, que eso no funcionaba demasiado, volver a empezar la catequesis para volver a ver si en una segunda oportunidad lo consigo… Yo creo que no. Afortunadamente, no venimos a eso. Porque, entonces, efectivamente, nuestro destinos sería la frustración. Lo malo es que muchas veces concebimos que la vida cristiana es eso: una serie de reglas y de normas que nosotros tenemos que cumplir y hacer, para ver si conseguimos que Dios esté contento con nosotros y que no nos trate muy mal; o, sencillamente para que esté contento con nosotros y nos quiera, y si nos portamos bien, nos querrá. Eso es imaginarnos que Dios es igual que nosotros. Que cuando una persona nos quiere, la tratamos bien, y si una persona no nos quiere, no la tratamos bien.

A lo mejor la seguimos tratando bien unas cuantas veces, pero si durante cuatro o cinco veces nos ha fallado, ya cruz y raya y rompemos, ¿no? Porque dices, “¿por qué voy a tener que seguir queriendo a alguien que no me quiere bien?”. Gracias a Dios, Dios no es así. No sois vosotros (a pesar de que lo digamos muchas veces, “me confirmo mañana”, “me confirmaré la semana que viene”, “ya me voy a confirmar este año”), no os confirmáis vosotros. No es así. Recibís el Sacramento de la Confirmación, y lo recibís vosotros, claro. Pero es el Señor. Quien confirma es el Señor. ¿Y qué es lo que confirma? A cada uno de vosotros (si pudiera repetir yo todos los nombre otra vez lo repetía) os ama el Señor con un amor infinito. Ese amor nos lo entregó a todos en su Hijo Jesucristo en la cruz, cuando entregó Su Vida por nosotros. Naturalmente, diréis, cómo es que si el Señor se estaba muriendo allí iba a estar pensando en mi, que soy un pobre ser humano que nace dos mil años después. Dios es Dios. Dios no es un ser pequeño como nosotros. De hecho, todo lo que existe en el mundo, todo, participa del Ser de Dios. Dios es infinito y su Amor es infinito. Y el Señor nos entregó ese Amor infinito en su Hijo en la cruz, que se hizo carne para poder decir que nos quería en un lenguaje humano; con una mirada humana, con unas palabras humanas, con unos gestos humanos. Y como eso, decirlo con las palabras siempre se queda corto, lo hizo con la vida, entregando Su Vida, la Vida del Hijo de Dios, por nosotros.

Nosotros hemos entrado ya a participar de esa vida, porque nuestros padres nos bautizaron. En el Bautismo uno entra a participar de esa vida que el Señor, que prometió “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”, está en esta comunidad que se llama la Iglesia, que es la comunidad cristiana; está en los gestos que Él dio a esa comunidad, para comunicarnos Su Vida; y en el Bautismo nos comunica Su Vida divina: Jesucristo se une a cada uno de nosotros, nos hace a nosotros parte de Él, y Él se hace parte nuestra. Se une a nosotros con una unidad que no hay en este mundo ninguna tan grande, ni siquiera la de los esposos, o la de una madre con su hijo. Es una unidad tan grande como aquella con la que Jesús se une a nosotros en el Bautismo.

Pero cuando vosotros os bautizasteis erais todos muy pequeños. Y nadie os distéis cuenta de lo que estaba pasando allí. En la Iglesia Latina, hay una cosa que se llama “el segundo sello”, que es la Confirmación, y que es como una ratificación de lo que el Señor ha hecho en el Bautismo, y la Iglesia Latina lo ha retrasado a una edad en la que nosotros ya podemos darnos cuenta de lo que significa. ¿De lo que significa qué? Que Jesucristo, que ya me conoce, que me ha conocido desde siempre, pero yo ya me puedo dar cuenta de que me conoce, y a mí mismo me cuesta quererme un montón porque a veces me pongo pesado, a veces me sale mal genio, que soy un perezoso, de que no hago el bien que quisiera hacer, que me cuesta mucho querer a ciertas personas… me doy cuenta de todos mis defectos y digo “¿pero cómo me puede querer a mí?”, “¿cómo puede a mí quererme alguien sin condiciones y sin límites si no lo merezco?”. El Señor, ahora que ya nosotros somos conscientes de lo que significa recibir un amor infinito, nos vuelve a decir como el día primero de la Creación, como la mañana primera de Pascua, como el día de nuestro Bautismo: “Yo te quiero y quiero estar contigo para siempre, y quiero acompañarte en el camino de la vida para siempre”. Eso es la Confirmación. Y eso sí que produce una alegría que no tiene sombras, no como cuando nosotros pensamos que venimos aquí a decir “desde mañana yo voy a ser aquí la niña ideal o el niño ideal que jamás te ha dado un motivo de disgusto”. ¡No! Lo diríamos con la boca muy pequeña, porque sabemos que no es así. Pero no para vosotros o porque seáis peores; vuestros padres han hecho mil veces el propósito de no sacar en la mesa esa conversación que saben que cada vez que la sacan se van uno por una puerta y el otro por la otra. Y cuántas veces, a los pocos días de haber hecho ese propósito, vuelve a salir la conversación. “Y vuelta la burra al trigo”, que dicen en Castilla. Nuestros propósitos valen lo que valen. Nuestra libertad es frágil. El amor de Dios, en cambio, es infinito. Dios es fiel, permanece para siempre. Aunque vosotros le dierais la espalda al Señor; aunque os olvidarais del regalo que Él os ha hecho y que os hace para siempre: aunque lo negaseis, Él no va a renegar de vosotros, Él va a estar siempre a vuestro lado. ¿Significa eso que entonces las cosas os va a ir muy bien y que todas las notas van a ser todas de sobresaliente y que no vais a tener jamás un problema ni una enfermedad? No. Significa que el amor infinito de Dios os va a acompañar todos los días, todos los minutos, todas las horas, todos los segundos de vuestra vida, y que bastará aun un gesto del corazón, una lágrima del corazón, un grito, y el Señor está a vuestro lado.

No puede dejar de querernos, eso es lo tremendo. No puede dejar de querernos. Eso es lo fantástico también, porque nos permite vivir de una manera inimaginable para quien no conoce a Jesús, para quien no conoce al Señor. De hecho, en la Primera Lectura… eso de Panfilia, Persidia y Perge, son todo nombres de ciudades que están allá por el Líbano, al norte de Tierra Santa, alguna de ellas en Turquía, esa de Atalía, y dices, “¿y eso qué tiene que ver con lo que estamos haciendo esta tarde?, ¿qué tiene que ver con mi vida y las cosas que me gustan o con que gane el Madrid o el Barça la Liga?, ¿qué tiene que ver con las cosas nuestras, de la vida de hoy?”. Tiene que ver con decir que somos hijos de una historia preciosa, que empezó allí, empezó en Jerusalén. Bueno, empezó en Nazaret, y luego en Belén, y luego en Jerusalén, y luego se lió allí una especie de persecución contra los cristianos, salieron dispersos por todos lados y aquí estamos. Y seguirá.

(…)

Que el Señor no para. Que la historia aquella que empezó, empezó siendo una historia muy pequeña, que parecía y todo el mundo pensaba “bueno, esto ya acabará, esto ya pasará”. También cuando la Virgen dijo lo de “Dichosa me dirán todas las generaciones”. Resulta que sí, que dos mil años después, en Alaska, en África del Sur, en el Congo… Yo estuve en Marruecos hace poco con el Santo Padre y en la Eucaristía que se celebró en la capital de Marruecos, en Rabat, el coro eran 500 chicos y chicas jóvenes, de vuestra edad, todos ellos congoleños. ¡No veáis cómo se movían! Y estaban allí cantando y celebrando la Eucaristía, igual que la celebramos nosotros, desbordantes de alegría. Aquella historia parecía una historia imposible y sigue viva. Lo que Dios hace por nosotros cambia el corazón y general un pueblo.

La Iglesia no es un grupo de personas que se juntan. La Iglesia es un pueblo, el Pueblo del Señor. Y cuando la vida del Señor está en ese Pueblo, ese Pueblo vive de una manera distinta. Nos miramos de una manera distinta, nos tratamos de una manera distinta, nos relacionamos de una manera distinta. Tenemos los recursos como para aprender, y como para aprender mil veces a lo largo de la vida, a querernos mejor. Porque eso es lo que nos ha dicho el Señor en el Evangelio, que al final el secreto de todo es que nos amemos como Él nos ama. Que vivir, vivir la vida humana, es aprender a quererse. Que ser personas es aprender a quererse, que es lo único que no nos enseñan ni en las universidades, ni en los colegios, ni en ningún lado. Pero en una comunidad cristiana sí, aprendemos a querernos. Y no sólo aprendemos a querernos como una cosa muy importante en la vida, sino que es que vivir es eso, vivir es aprender a quererse. La comunidad que comprende que vivir es aprender a quererse se llama Iglesia. Y si no lo somos, tendríamos que tener un poquito de vergüenza de no serlo, pero eso es lo que estamos llamados a ser, y además que eso es lo que hace la vida bonita. Si lo que hace la vida bonita es que nos pudiéramos tender la mano siempre, en cualquier circunstancia; cooperar unos con otros; ayudarnos, querernos; querernos como Jesús nos quiere, es decir, sin poner condiciones, sin poner límites, sin decir, “hasta aquí hemos llegado”. “¿Cuántas veces tengo que perdonar?”, decía una vez un discípulo a Jesús. “¿Siete veces?”. Dijo: “No siete veces, setenta veces siete”, ¡todas las que hagan falta!

Ahora, dentro de un momento, cuando profeséis la fe, vais a decir que conocéis a Jesús, conocéis a Dios; que creéis en el Perdón de los pecados (no decís “en el perdón de los mil quinientos setenta y dos pecados primeros me yo vaya a hacer, esos me los va a perdonar el Señor porque me quiere mucho”). Creemos en el perdón de los pecados. En que el perdón de Dios y el amor de Dios no tiene límite. Y eso, queridos amigos, mis hijos, cambia la vida. No porque nos haga de repente a lo Harry Potter, nos convierta en unos seres maravillosos. No. Seguimos siendo frágiles, seguimos siendo pobres seres humanos que caminan por la vida pero están acompañados de ese amor que nos permite siempre comenzar. ¡Y no solo aquí!, sino que tenemos la vida entera para seguir aprendiendo a querernos. Tenemos la vida entera para ahondar y para gozar más y más de la belleza infinita del amor que Dios nos tiene. ¿A que la amistad nos hace gozar mucho en esta vida? ¿A que es lo que más nos hace gozar? El afecto verdadero, el amor cuando es verdadero. Pues, imaginaros un amor infinito, que no termina uno nunca de explorar, que tiene siempre la capacidad de sorprendernos de una manera incomparablemente nueva. Eso es la vida para quien ha conocido a Jesucristo.

Entonces, vamos a disfrutar de que el Señor confirma la Alianza de amor eterno que ha hecho con vosotros.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

18 de mayo de 2019
Parroquia de Nuestra Señora del Carmen (Granada)