Fecha de publicación: 14 de junio de 2015

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querida Schola de Pueri Cantores (siempre me da mucha alegría teneros en la Catedral, ayudándonos a vivir mejor la Eucaristía de cada domingo); 
queridos todos:

Estamos tan acostumbrados en nuestro mundo a dar como un punto de partida básico, como un dato del que partimos siempre nosotros mismos, nuestro yo y nuestra percepción del mundo desde ese yo, que incluso en nuestra relación con Dios por lo pronto vemos a Dios siempre fuera de nosotros, fuera del mundo, y luego nos imaginamos, por ejemplo, que para agradar a Dios nosotros tenemos que hacer un esfuerzo muy grande, que hacemos nosotros, con nuestras cualidades, con nuestras capacidades, con nuestras fuerzas, y si lo hacemos muy bien y con mucha intensidad y muy fuerte conseguiremos agradar a Dios y, entonces, a lo mejor, conseguimos también que Dios nos mire con cariño, que nos quiera. A lo sumo, cuando nos damos cuenta de que eso sucede, nunca en realidad, le pedimos al Señor que nos perdone y que tenga misericordia de nosotros. Pero siempre, es casi como una premisa de nuestra manera de pensar y de vivir, que el salvarnos está en nuestra mano, que el alcanzar el Cielo es una cuestión de codos y de esfuerzo que tenemos que hacer nosotros ante todo.

La oración de la Misa de hoy pone de manifiesto que eso no es así. Muchas de las oraciones de la liturgia en los domingos ponen de manifiesto que no es así, pero la de hoy lo dice muy claramente. “Tú, Señor, que conoces que el hombre es frágil y que sin Ti nada puede, escucha nuestras oraciones –¿para qué?–, para que podamos cumplir tus mandamientos”. Fijaros, a menos que el Señor no nos dé su gracia -dice explícitamente la oración- no podríamos cumplir los mandamientos. Podríamos detallar esto y expresarlo uno por uno, pero basta con recordar cuáles son los dos mandamientos en los que el Señor mismo resumió toda la ley: amar a Dios con todas nuestras fuerzas y amarnos unos a otros como nos amamos o nos queremos a nosotros mismos. Ciertamente, ninguna de las dos cosas somos capaces de hacerlas. El error que supone lo contrario es una herejía condenada en la historia de la Iglesia, que existió en los comienzos, cuando se empezaron a desarrollar, en el siglo IV y V, mucho los monjes y los monasterios. Como los monjes, a veces, tenían una vida ascética muy fuerte, se llegó a extender por el pensamiento de la Iglesia que éramos nosotros los que hacíamos nuestra salvación. Eso se llama “pelagianismo” y San Agustín luchó toda su vida contra esa manera de pensar, de una manera muy articulada, mostrando nuestra incapacidad absoluta para ser los artífices de nuestra perfección, de nuestra salvación. Ni siquiera para dar un paso en la vida moral hacia Dios, que nos lleve verdaderamente a Dios. Para eso necesitamos previamente la gracia. Dicho en el lenguaje del Papa Francisco, que también insiste en este aspecto, que el Señor nos “primerea”, nos precede siempre, siempre. Antes que nosotros podamos amar a Dios, Él ya nos ha amado y Él ya nos ama. Hasta nuestra misma capacidad de amarLe es un don suyo. Nada. Decía un Padre de la Iglesia, anterior a esa batalla del “pelagianismo”, pero lo decía con mucha sabiduría: “Nadie le damos nada a Dios que Él no nos haya dado primero”. ¿Amor? Pero si la capacidad de amar es parte de nuestro ser, imagen y semejanza suya; es el don, la gracia que Él nos ha hecho al crearnos, y al crearnos como imagen suya, a semejanza de Él, por lo tanto capaces de amar. Nuestros pensamientos, nuestra inteligencia, nuestra capacidad de discernir entre la verdad y la mentira, entre un afecto verdadero y un afecto falso o engañoso o medio verdadero o deteriorado. Todo eso, que constituye lo más genuino de nuestra humanidad. Pero todo, todo, también nuestro cuerpo, también la creación entera es don de Dios. Nada podemos poner antes de la gracia de Dios. Nada podemos poner antes del don de Dios. Lo primero es el don de Dios.

Danos tu gracia -le pedíamos en la oración de la misa de hoy- para que podamos cumplir tus mandamientos y para que podamos agradarTe con nuestras acciones y con nuestros deseos. Hasta nuestros deseos están tocados, en primer lugar, por nuestra pequeñez y son deseos cortos, pequeños: triunfar en esto, conseguir que esto salga bien, tener este objetivo… Y sin embargo, se cumplen muchos de esos deseos y no somos felices, luego hay algo en nuestro deseo que está abierto mucho más allá. Pero no somos capaces de satisfacer ese más allá de nuestros deseos. Por eso tenemos que pedirLe al Señor que nuestros deseos le agraden. Es como cuando los Padres de la Iglesia hablaban del Padrenuestro y decían ‘¿qué pedimos en el Padrenuestro?’. Sólo una cosa: la salvación. ‘¿Y para qué pedimos en el Padrenuestro y en otras oraciones a Dios, para que se entere de las necesidades que tenemos? No. Somos nosotros los que tenemos necesidad de enterarnos qué es lo que tenemos que pedir, qué es lo que realmente puede colmar nuestra vida, colmar nuestros anhelos, colmar nuestros deseos, y eso le tenemos que pedir a Dios que nos cambie el corazón. Y por eso el Señor nos enseña el Padrenuestro, para que aprendamos que lo único que tenemos que pedir es que Dios nos salve; que no nos abandone en su gracia; que tenga piedad de nosotros; que nos cuide; que nos acompañe; que nos alimente con su verdad, con su vida; que nos sostenga en el camino, en las fatigas y en las luchas de la vida.

Ni siquiera nuestros deseos son capaces de agradar a Dios a menos que el Señor no los transforme con su gracia. Por eso acabamos de celebrar Pentecostés. Sólo cuando el Espíritu de Dios. Ni siquiera orar, ni siquiera orar. Para poder dirigirnos a Dios como Padre -que es lo que es, como un Padre infinitamente bueno, que es amor infinito-, ni siquiera nosotros podríamos dirigirnos a Él adecuadamente a menos que Él nos introduzca primeramente en su vida y nos introduce el Hijo de Dios comunicándonos su Espíritu Santo que nos hace Hijos de Dios.

Dios mío, esto nos pone ante Dios en una situación, en la del publicano aquél, que apenas se atrevía a entrar en el templo y decía “Señor, ten piedad de mí, que soy un pobre pecador”. Es la única actitud justa ante Dios, es la única actitud verdadera. Pero fijaros, esa actitud, esa herejía (que yo he llamado, como la llama la Iglesia, “pelagianismo”) forma como la premisa de nuestra cultura. Nosotros estamos acostumbrados a pensar que la salvación es una cuestión de codos, que la vida cristiana es una cuestión de empeñarse. A veces decimos: ‘La vida cristiana es muy difícil’. Entonces decimos: ‘Es para gente que tiene una gran fuerza de voluntad y muchas cualidades y mucha capacidad de luchar’. No. La vida cristiana es para los pobres hijos de Eva, que tenemos necesidad de la gracia de Dios y que se la pedimos humildemente para que el Señor nos introduzca en su Vida y podamos agradarLe con nuestras acciones y con nuestros deseos.

He comentado sólo la oración de la Misa, pero el Evangelio tiene que ver con esto. El Evangelio, las dos parábolas que cuenta el Señor subraya dos cosas que, para el hombre antiguo, para el hombre que tiene capacidad de asombro ante la realidad y que no tiene una mirada dislocada ideológicamente, uno planta en la tierra una semilla pequeña y lo que se encuentra después, cuando ha pasado el tiempo, sin saber cómo, es un tallo y una planta. ¿Quién hace esa transformación? La hace el Señor. Eso es lo que el Evangelio quiere enseñarnos.

El grano de mostaza es una semilla pequeñísima, es apenas como un granito de pimienta, como un granito de anís, más pequeño aún. Uno lo planta y se convierte en un arbusto grande. El Señor está diciendo a sus discípulos que ellos eran una cosa muy pequeña y estaban, sin embargo, Él anunciando la venida del Reino de Dios, una cosa muy grande. Y los discípulos y la gente decían: ‘Pero cómo éste y estos pocos hombres y mujeres que están con Él van a ser el comienzo de la Nueva Creación’. Y Jesús decía: ‘No, no tengáis miedo’. Para eso están dichas esas parábolas. La semilla es muy pequeña, pero el poder de Dios es muy grande y transforma una semilla muy pequeña en ese árbol grande al que vienen los pájaros a anidar y a reposar y a buscar sombra. El poder de Dios, el poder de Dios.

La salvación, el ser cristiano, no es que sea difícil como pensamos cuando creemos que depende de nosotros, es que es imposible. Se lo dijeron los discípulos a Jesús más de una vez: ‘Señor –una vez que estaba Él hablando del matrimonio–, ¿quién puede salvarse?”. O de las riquezas, en varias ocasiones: ‘Señor, ¿quién puede salvarse?’. Y Jesús respondió: ‘Para los hombres es imposible, pero no para Dios’. Para los hombres es imposible, pero no para Dios. De la misma manera que para los hombres es imposible pensar que Dios, el Hijo de Dios se haya hecho uno de nosotros. Pero para Dios, su amor es tan grande que desea, nos desea, desea venir a nosotros, sostenernos, llenarnos con su gracia y cumplir ese fondo de nuestros deseos que nos constituye como personas y como seres humanos, y que no somos capaces de colmar nosotros mismos ni seremos nunca, por mucho que progrese la humanidad, por muchas tecnologías que se desarrollen o que se creen; nunca seremos capaces de darnos a nosotros mismos la plenitud de la felicidad, la alegría, la alegría verdadera. Sólo cuando nos dejamos acoger en la vida de Dios y en el amor de Dios.

Mis queridos hermanos, cuando comulgamos lo mismo: no estamos haciendo nosotros algo por Dios, es Dios quien nos acoge en su vida divina. Dejarnos acoger en esa vida, dejarnos transformar por ese amor, es la única manera de poder vivir libremente, gozosamente, agradecidamente, por la gracia de la creación, por la sorpresa de la creación, por la sorpresa de nuestra vida y la gracia que es nuestra vida, y la gracia que es nuestro destino, nuestra vocación, nuestra vocación al Cielo, a la vida eterna, a la vida inmortal del amor infinito de Dios.

Que así sea para todos, que podamos vivir en esa alegría y en esa libertad, y en esa gratitud, que marcan la vida cristiana.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

14 de junio de 2015
S.I Catedral