Queridísima Iglesia del Señor, Pueblo Santo de Dios, Esposa amada de Jesucristo;
dejadme que salude hoy especialmente al Coro Federico García Lorca, que nos acompaña con la belleza de sus siempre bien timbradas voces. Gracias. Nos ayudáis a vivir este momento precioso que es la Eucaristía de cada domingo;
también nos acompaña hoy un sacerdote argentino, que me ha dicho que está de vacaciones aquí con su madre;
y seguro, como todos los domingos, hay algunas personas de fuera. Cada Eucaristía en esta Catedral es un pequeño Pentecostés, porque nos unimos de muchas naciones y estoy seguro que algunos de lengua latina, de América Latina; otros, de otras partes del mundo:

Hoy celebramos una fiesta preciosa con la que concluye realmente el año litúrgico, que es la fiesta de la Santísima Trinidad. El Dios cuyas maravillas hemos ido recordando desde el comienzo del Adviento; el Dios que nos ha enviado a su Hijo y que mediante ese envío y su pasión, y su muerte y su triunfo sobre la muerte ha hecho posible que nos comunique el Espíritu de Dios y que podamos ser y vivir como hijos de Dios es un Dios que se ha revelado en Jesucristo como un Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y en el nombre de ese Dios hemos sido bautizados.

Dejadme hacer unas pequeñísimas reflexiones, quizás porque fui profesor de Trinidad en el Seminario de Madrid, podría uno estar hablando horas y horas y horas. En primer lugar: los cristianos no creyeron en la Trinidad sencillamente (o en el Dios Trino, mejor, porque la misma palabra Trinidad es una palabra más tardía), porque se les ocurrió que era más bonito o porque les pareció de algún modo que era así. Al contrario. Jesús fue condenado a muerte, según decía el Evangelio de San Juan, reflejando muy bien la causa última de la condenación de Jesús, porque se hacía Hijo de Dios. Pero los cristianos, fueran de origen judío, con su conciencia de que Dios es Uno y no hay más que un solo Dios y ese Dios es Yavhé, y por lo tanto no comparte con nadie su divinidad, hacía muy difícil esa comprensión del Hijo de Dios y de que el Hijo de Dios fuese realmente igual al Padre (“El Padre y Yo somos Uno”, decía Jesús), y todavía menos que hubiese una realidad divina que no entraba ahí, que era la promesa que Jesús había hecho (“Recibiréis la promesa de lo Alto”. Lo que Dios había prometido era “Yo derramaré mi Espíritu sobre vosotros y vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán”: serán un pueblo de profetas, serán un pueblo de reyes, serán un pueblo ungido). Pero tampoco los cristianos que se convertían del helenismo, de la cultura que dominaba entonces todo el mediterráneo, desde Gibraltar hasta el Golfo Pérsico. La cultura helenista llevaba ya siglos en que su conciencia de que en el origen de todo había un solo Ser era muy fuerte, en cualquier persona que tuviese un poquito de cultura, no sólo los filósofos o las personas más cultas en el mundo grecorromano. Cualquier persona con un poco de cultura tenía la conciencia de que el principio de todo no podía ser más que Uno. Y hubo dificultades enormes para la comunidad cristiana. Dificultades que duraron siglos y que les costaron la vida a muchos cristianos. Y sin embargo, desde el Evangelio, todos los escritos desde las primeras generaciones, en la primera generación apostólica, bautizados en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Que no es una influencia cultural, como a veces se ha querido explicar la fe en la Trinidad. No. El Dios en quien nosotros creemos es Padre, Hijo y Espíritu Santo, y eso es la entraña misma del acontecimiento de Cristo. Pero si es la entraña misma, no puede ser un mero problema de “¿y cómo entendemos que tres puedan ser uno?”. Cuando lo reducimos así es una cosa tan pobre… Cuando a mi me nombraron en el Seminario de Madrid profesor de Trinidad, un muchacho que se estaba preparando para ordenarse, dice: “Ahora, nos han puesto un profesor de Trinidad, de Dios Trino, y qué más dará que sean tres que sean quince”. Yo dije: “Dios mío, en qué nivel estamos”. No da lo mismo. Hay una razón preciosa.

Dios cuando Se da, da su Vida entera. No es como nosotros. Nosotros podemos tener más hijos de uno, porque nunca nos damos enteramente. De la misma manera que para decirnos nos tenemos que decir en muchas palabras, en un discurso de muchas palabras, a veces de muchas páginas para expresar lo que queremos expresar, porque somos criaturas. No estamos en plena posesión de nosotros mismos. Estamos limitados también por nuestra condición de criaturas y por nuestra condición de seres corporales. Pero Dios cuando Se dice, Se dice de una vez para siempre, y Se da de una vez para siempre. Por eso, el Hijo es idéntico al Padre, excepto en una cosa: el Padre da la vida y el Hijo la recibe. Y el Espíritu Santo es la fecundidad de ese amor y también es una realidad personal. No es un problema de uno y tres. Es un problema de poder afirmar que Dios es amor. La experiencia cristiana, precisamente porque es en el Dios Trino, puede decir que Dios es Amor. Fuera del cristianismo, Dios puede hasta tener sentimientos de misericordia (y los tenía en el Antiguo Testamento; los tiene en el islam), pero nadie se atreve a decir que Dios es Amor, porque eso cambia todo. Cambia toda la percepción de Dios, porque resulta entonces que Dios es una comunión de personas. Y como Dios es eterno, no es que una vez empezase a querer. Quiere desde siempre. Por lo tanto, tanto el Hijo como el Espíritu, es decir, tanto ese don de su Vida como ese retorno del Amor con que lo da del Hijo al Padre son igualmente eternos.

No es que Dios “tenga”. Nosotros no pensamos que Dios “tiene”. Es que Dios es Amor. Y decir que Dios es Amor es absolutamente revolucionario. En primer lugar, en la concepción de Dios. Es muy frecuente oír: “El monoteísmo favorece los regímenes autoritarios”. Puede ser, pero, para nosotros, el Dios único es siempre una comunión. La diferencia está ahí desde toda la eternidad, al mismo tiempo que la unidad, y por lo tanto lo que está en el origen es el amor. Pero eso significa que lo está en el origen de nuestra sociedad, de nuestro ser imagen de Dios, de nuestra humanidad, es también el amor. Significa que estamos hechos para el amor; que estamos hechos para el amor y todo lo demás es accesorio. Que la plenitud de nuestra vida consiste en poder amar, no sólo en ser atraídos o en gustarnos, que es la confusión más grande y más superficial de nuestro tiempo, sino en ser capaz de darse y de dar la vida por el bien, por el destino, por la vocación del otro. En eso somos imagen de Dios y en eso se cumple nuestra humanidad y en eso se cumpliría una sociedad humana, verdadera, auténtica. El cristianismo lleva consigo una política, como lleva consigo una economía; una economía no sólo de justicia, sino de amor, por lo tanto, de gratuidad, de ayuda al más débil, de ayuda al más necesitado, al más pobre, al más frágil, siempre. Lo mismo: una política que no está concebida en términos de poder, sino en términos de donación. Todo eso cambia cuando uno cae en la cuenta de que nosotros creemos en un Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y por lo tanto, cambia todo, nuestra concepción de Dios, pero también en nuestra experiencia de la vida y en la posibilidad de esa experiencia de la vida.

Se suele decir con mucha frecuencia: “El Espíritu Santo es el gran desconocido”. Y es verdad en un sentido. De hecho, la Iglesia no tiene para el Espíritu Santo más que una sola oración: “Ven, Te necesitamos; ven, Espíritu Santo”. Pero no lo describe, como no podemos nosotros describir nuestro yo. Y es que el Espíritu Santo es justamente la vida divina dentro de nosotros. Y entonces, nunca podemos poner como ponemos una imagen delante en una mesa o encima de un aparador, algo que nosotros podemos mirar. Igual que no podemos poner nuestro yo, no podemos poner al Espíritu Santo así. Pero el Espíritu Santo es el primero que experimentamos. Nuestra primera experiencia no es de Jesús, no es de la paternidad de Dios, es de la comunión del Espíritu Santo. Eso quiere decir que la experiencia de la Iglesia es donde nosotros experimentamos el regalo de la vida divina. Y esa comunión del Espíritu Santo, es decir, esa experiencia de ser una comunidad fuerte (como una familia, tan fuerte como una familia, pensando en familias de las que hemos conocido todavía, que son fuertes, que son algo sólido, como roca), en esa experiencia de la Iglesia, en esa comunión donde habita el Espíritu Santo, nosotros podemos creer en Jesús. Y nosotros tenemos la experiencia de que Dios cuida de nosotros como un Padre.

Vamos a darLe gracias a Dios. Ojalá nos pudiésemos acercar, ojalá pudiéramos tener instrumentos que os pudieran acercar a esta realidad bellísima, adorable, que es nuestro Dios.

¿Os digo cuál es la imagen más cercana que tenemos del Dios cristiano? La familia. El Papa Francisco nos lo acaba de recordar preciosamente en “La alegría del amor” (ndr. Exhortación postsinodal del Sínodo de la familia). La familia es la imagen creada de la comunión de personas que es Dios, y por lo tanto el lugar donde uno puede crecer, aprender, pero siempre crecer en un amor, e introducir en la familia el amor de Dios, e introducir a la familia a la vez en la vida de Dios.

Vamos a dar gracias por haber conocido al Dios verdadero y a proclamar nuestra fe.

Palabras finales de Mons. Javier Martínez antes de concluir la Eucaristía.

Antes de daros la bendición, volver a insistir simplemente: creer en el Dios Trino no es simplemente una curiosidad ni es un conocimiento para el “trivial”. Cambia todo, desde nuestro conocimiento de las galaxias hasta nuestro conocimiento de quiénes somos nosotros y cuál es nuestro destino. Por lo tanto, es algo que afecta profundamente a nuestra vida. Dios es Amor y por eso estamos nosotros hechos para el amor. Y nada que sea menos que eso nunca nos hará felices. Es precioso que Dios se haya comunicado a nosotros.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
22 de mayo de 2016
Solemnidad de la Santísima Trinidad
S.A.I Catedral

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