Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo Santo de Dios;
muy queridos sacerdotes concelebrantes;
hermanos y amigos:

Si yo os preguntara quién de vosotros no ha llorado en vuestra vida u os dijese “el que no haya llorado en vuestra vida que levante la mano”, tendríais que levantarla todos, aunque os diera vergüenza. Aunque de mayores a veces tengamos mucha vergüenza de llorar y no nos guste que nos vean llorando (y se pide disculpas a veces por llorar, porque parece como que está mal visto), pero seguro, seguro, seguro que todos hemos nacido llorando.

De las Bienaventuranzas, que son un pozo sin fondo de sabiduría y de luz en nuestra vida, no voy a comentar nada más que ésta, porque me parece que es la que más pone de manifiesto que lo que Jesús proclama es que hay una posibilidad de la alegría, de dicha, de gozo, de gratitud, de vivir contentos para todos los hombres, cuando dice: ‘Bienaventurados los que lloran”, dichosos los que lloran, porque serán consolados, porque van a recibir el consuelo.

Repito que en nuestra cultura, que es una cultura mucho de fachada y mucho de farsa, de vivir para el exterior con un rostro y con otro por dentro, de imitar las sonrisas de los anuncios de dentífricos y de los anuncios de coches, y aunque uno esté sangrando con el corazón deshecho por dentro… Luego decimos que somos una cultura de libertad. Mentira. Somos una cultura de máscaras y de fachada. Llorar es una cosa buena. Si lo pensáis hay dos cosas que sólo los seres humanos pueden hacer, que no hace ninguna especia animal: ni llorar ni reírse. No hay especies animales que cuenten chistes y que otro se ría. Imposible. Eso está más allá de las fuerzas de cualquier especie animal. Y no hay especie animal que llore. Algunos animales se les caen lágrimas en ciertas ocasiones, pero eso no es llorar. No es llorar como lloramos nosotros; que si reciben una pajita en el ojo, o se les queda el ojo seco, se produce algo parecido a las lágrimas, sin duda, pero no lloran cuando deciden llorar o cuando les viene el llanto y se ponen a llorar, porque tanto llorar como reírse requiere una mirada al Infinito que los animales no tienen. Y no porque el Infinito se nos ponga delante de los ojos como se nos pone este altar o las flores o un rostro humano. Pero el Infinito está siempre como un horizonte en todo lo que somos y en todo lo que hacemos, y porque está siempre ese horizonte, llorar…

Algunos ya me habéis oído citar ese pasaje de la obra de teatro “Calígula”, de Albert Camus, que era un ateo estupendo, porque era un ateo muy honesto, que andaba siempre buscando la verdad, buscándola con toda su alma. El Señor le habrá abrazado al llegar al Cielo, porque cuando estaba a punto de encontrar la puerta tuvo un accidente de coche y murió en el accidente de coche. En el “Calígula”, de Camus, le pregunta una vez Cesonia, que es la protagonista femenina; está Calígula llorando y le dice: “Calígula, ¿acaso lloras? ¿Es por amor, es que hay otra mujer por medio?”. Y le dice: “No, los hombres no lloramos por amor; lloramos porque las cosas no son como queremos que sean”. Cuando dice “los hombres” no se refiere a los varones. Yo creo que está hablando del ser humano. El ser humano llora porque las cosas no son como nosotros… porque nosotros somos capaces de imaginarnos una vida feliz, somos capaces de imaginarnos el Cielo -siempre nos lo imaginamos empequeñecido, un poco de manera como los ídolos, un poco idolátricamente… O nos imaginamos, con un poco más de seriedad, como un lugar de amistad transparente, franca, leal, honesta, verdadera, donde cada uno desea sincera y lealmente el bien de cada otra persona, el bien de los demás-; pero siempre nos imaginamos el Cielo y siempre lloramos porque esta vida no es el Cielo.

¿Es legítimo, por lo tanto, llorar? ¡Claro! Es algo vinculado a nuestra condición humana. Me voy a atrever a decir más: llorar es una forma creada, o sea vinculada a nuestra condición, no especialmente sobrenatural, aunque quizás todo lo creado es sobrenatural, pero simplemente creada… es una forma de oración. Quien llora, llora porque alguien (aunque no esté llorando con la cabeza metida debajo de la almohada y solo en su habitación); quien llora, espera, tiene la esperanza misteriosa, secreta, que ni siquiera se formula uno a sí mismo, de que alguien está viendo esas lágrimas. Llorar es una manera creada de suplicar. Cuando la gente dice “yo no he rezado nunca”, dices, mentira; si has llorado, has rezado, y el Señor ve tu corazón y ve tus lágrimas. Y esas lágrimas son para Él, aunque yo no piense en Él; aunque esté pensando en aquella persona que me ha hecho daño y que me ha destrozado y esté deseando estrangularlo, matarlo, lo que sea… Esas lágrimas no son para la persona que me ha hecho daño; esas lágrimas son para el Señor. Y el Señor las recoge. Las ha recogido todas el día de Viernes Santo, las tuyas, las mías, las del mundo entero. Aunque serían más extensas y más profundas que todos los océanos de la tierra; el Corazón del Señor, infinitamente más grande que el Universo, claro que es capaz de recoger todas las lágrimas.

Y la risa también es una forma de rezar, sólo que la risa tiene que ver con la gratitud. Comparamos algo que sucede… ¡También lo estamos comparando con el Infinito! Vemos a una persona que pisa (por hacer un chiste muy malo, muy viejo, muy viejo, clásico) una cáscara de plátano y resbala, y nos reímos. Muchas veces si es una persona mayor… pero si es un niño, nos da risa. Hay algo que nos hace gracia. La risa es una forma también creada de dar gracias, de expresar nuestra alegría, nuestro contento. Pero también, siempre en comparación con el Infinito, ningún animal cuenta chistes y ningún animal se ríe (y cuando se habla de la risa de las hienas, es que hacen un ruido que recuerda a un cierto de risa, muy raro, muy cínico, muy absurdo).

“Dichosos vosotros los que lloráis”. Dichosos vosotros, seres humanos”. Dichosos vosotros, criatura humana que estás hecho a imagen y semejanza de Dios, porque ha venido el Reino de los Cielos, porque vais a ser consolados, porque algún día ese llanto se convertirá en alegría y alguien enjugará. Casi son las últimas palabras del Nuevo Testamento: “Dios mismo enjugará las lágrimas de vuestros ojos, y saltaréis de gozo en la Jerusalén del Cielo”. El Señor mismo será vuestra luz, vuestra compañía y le veréis cara a cara, le veremos cara a cara. Pero eso ya se ha hecho presente en Jesucristo. No lo esperamos simplemente para después de la muerte. En medio de este mundo de pecado y en medio de este mundo de dolor y de traición, y de mentira y de máscaras y de todo eso, en medio de este mundo encontrar a Jesucristo es encontrar una fuente de aguas blancas, un torrente limpio, una fuente de agua limpia y fresca, de alegría. La alegría de un amor que nadie tiene el poder de destruir, ni siquiera el Enemigo, que está ya vencido en la Cruz de Cristo, y que puede a nosotros hacernos revolcar por el suelo y machacarnos, pero no tiene el poder de impedir que Dios nos quiera, y si Dios nos quiere, nuestras lágrimas desaparecerán, y se convertirán en alegría, en gozo.

Mis queridos hermanos, vamos a recibir al Señor. Lo hacemos por costumbre. Estamos tan acostumbrados cuando vamos a misa a recibirLe, que ni siquiera nos damos cuenta. Pero os dais cuenta que el Señor viene a nosotros; que viene a nosotros para compartir nuestro llanto y para que podamos saber que no hay ni un ápice, ni una gota, ni una miga, ni un puntito de sufrimiento humano que el Señor no se haya apropiado y haya hecho suyo. Y Dios sabe también la grandeza o las dimensiones que puede tener ese sufrimiento humano muchas veces. Pues cualquiera, desde el más pequeño hasta el más grande, el Señor los ha abrazado ya. Y eso nos permite darLe gracias y esperar con más firmeza, con más fuerza, con más seguridad, con más alegría, el triunfo final del amor de Dios sobre todo mal. El día en que hasta ese Enemigo, que es el que de alguna manera está siempre detrás de nuestro llanto también, que es la muerte, también será vencido. El desamor, el pecado, la muerte, todos serán “diluidos” ante el calor del sol que es el Amor de Dios. Que está ahí para vosotros, que está ahí para nosotros, eso es lo sorprendente. Ese es el escándalo del cristianismo.

Señor, no es simplemente que contamos con tu ayuda, con que no nos vas a dejar solos… no, no. Sabemos que nos amas con un amor infinito. Sabemos que estás junto a nosotros. Sabemos que desde la Encarnación nuestros dolores son tus dolores, nuestras alegrías tus alegrías, y tu deseo que un día podamos participar plenamente sin velos, sin sombras, sin ese velo supremo de la muerte, de la belleza infinita de tu Gloria, en la Jerusalén celestial, esa ciudad resplandeciente de gloria y de gozo y de belleza. Sencillamente, la Esposa del Cordero. La ciudad que bajaba del Cielo, engalanada como una Esposa para su Esposo, con una belleza inimaginable. Esa es nuestra casa, ese es nuestro hogar. Y allí, Tú enjugarás, uno por uno, y una por una, esas lágrimas, que para nosotros son una fuente de dolor y para Ti son perlas queridas de tus hermanos, de tus hijos, de aquellos por quienes Tú has derramado tu Sangre para que nosotros podamos vivir contentos.

Dios mío, que el Señor nos conceda vivir todos los minutos de la vida, con la certeza de que nuestras vidas suceden a este nivel; suceden en esta historia de Amor, con todo su drama, pero en esta historia de Amor, que es un amor victorioso y que es un amor que nadie podrá destruir jamás.

Vamos a proclamar nuestra fe.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

17 de febrero de 2019
S.I Catedral

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Palabras finales en la Eucaristía, antes de la bendición.

Antes de terminar con la bendición, me he acordado después que hay en el Evangelio dos lágrimas importantes. Unas, las de la viuda de Naím, que iban a enterrar a su hijo único, y Jesús le dijo “No llores, mujer”. Puede andar en ese misterio y en ese “no llores, mujer”, porque el Señor iba a salvar a su hijo, como va a salvar a todos los hijos de todas las madres. No de la misma manera que aquella, pero “no llores, mujer”.

Pero hay otra lágrimas. Aquella pecadora que entró cuando estaba Jesús en casa de un fariseo, que había entrado a comer, y se coló aquella mujer, que no podía entrar en casa de un fariseo. Y regó los pies de Jesús con sus lágrimas. Y dice un Padre de la Iglesia, un Doctor de la Iglesia: “La gente pensaba que Jesús había ido a comer porque tenía hambre de la comida del fariseo”. No. Tenía hambre de las lágrimas de aquella mujer pecadora.

Os doy la bendición.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

17 de febrero de 2019
S.I Catedral

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