Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada hasta la muerte por Jesucristo y Pueblo Santo de Dios;
queridos hermanos y amigos todos:

Lo primero que tengo que hacer es pediros perdón, obviamente, por un lapsus que he cometido en la Misa y que muchos de vosotros os habéis dado cuenta, cuando decía que nos poníamos en la Presencia del Señor para “celebrar nuestros pecados”. Y es obvio que lo que quería o tenía intención de decir era que celebrábamos la Misericordia de Dios, que nos libra de nuestros pecados y pedíamos perdón por nuestros pecados (…). En estricto pensamiento cristiano, se podría defender esa frase. San Pablo dice “donde abundó el pecado, sobreabundó la Gracia” y en la noche de la Vigilia Pascual decimos “feliz culpa que ha merecido tal Redentor”.

Es verdad que nuestros pecados han sido la ocasión de que se revelase el amor sin límites de Dios, verdaderamente sin límites. Un amor que no se echa para atrás a pesar de todas nuestras miserias y que el pecado ha sido la ocasión de que se pusiera de manifiesto. Pero no ha sido eso. Ha sido un lapsus con todas las de la ley y yo os pido perdón.

Celebramos lo que celebramos siempre. Son las hazañas de Dios, la obra de Dios, y hoy la celebramos con un gozo especial. Fijaros que las circunstancias históricas en las que estamos viviendo en estos momentos, hasta la idea de un banquete de bodas está estrictamente limitada y, sin embargo, algo nos pide en el corazón, hay algo en nosotros que nos reclama el estar juntos en torno a una mesa celebrando que estamos juntos, una familia; y si es una familia grande, estando sin que falte nadie, celebrando la amistad, celebrando un cumpleaños, celebrando un aniversario, por supuesto, una boda.

Y eso está en nuestra naturaleza. Probablemente, a los escandinavos les cuesta mucho menos lo de no salir de casa que a nosotros, porque nosotros, también por nuestra tradición católica, le damos mucha más importancia a los sentidos y al cuerpo, y a la humanidad del cuerpo, y por lo tanto al vernos, al tocarnos, al sentirnos a la visión del rostro, que es el lugar supremo de nuestro ser imagen de Dios. Y además, es que somos nosotros de los invitados al banquete de bodas, porque la parábola empieza “hubo un rey que celebraba el banquete de bodas de su hijo…”. Eso, en el contexto del Evangelio y en el contexto de toda la Tradición bíblica y rabínica, también del tiempo de Jesús, es, claramente, se refiere a la Encarnación del Hijo de Dios, y que la llegada del Reino es ese banquete de bodas, y el Señor, como en tantas parábolas, critica cómo “vino a los suyos y los suyos no lo recibieron”, sencillamente.

Cristo ha venido y la Venida de Cristo es un banquete, es una boda con la humanidad pecadora. Eso es lo que significa la Encarnación. Ese es el corazón mismo de la fe cristiana, que nosotros, siendo aún pecadores, el Señor ha venido y nos ha comunicado Su Espíritu, para que podamos vivir permanentemente en la alegría y en la acción de gracias por la Misericordia de Dios. Y nosotros somos de aquellos que
“Él vino a los suyos” y los suyos era el pueblo judío. Y Jesús alude ahí a cómo el pueblo judío y, sobre todo, los doctores de la Ley, los escribas, los fariseos, los que más presumían de ser judíos y los herederos de las promesas y los que tenían el control sobre la Alianza… El Señor, igual que en la parábola de hace unos domingos, tal vez incluso del domingo pasado, cuando hablaba de los viñadores enviados a la viña y que no le dieron los frutos, y el Señor dice que les quitara la viña a esos y se las dará a otros; y esos “otros” somos nosotros, somos los gentiles, somos los que no éramos del pueblo judío y, sin embargo, hemos recibido las promesas, la herencia, el amor infinito de Dios, la Alianza nueva y eterna, que es el banquete de bodas de Su Hijo.

Cuando Jesús predicaba, lo que predicaba es “el Reino ha venido a vosotros”. Por eso, “dichosos vosotros que sois pobres”. Y somos pobres todos, desde el mismo momento que todos tenemos que pasar por la muerte. Y puede uno haber conseguido en el mundo los honores, las riquezas y lo que queráis, pero la proximidad de la muerte nos pone a todos delante de los ojos y de una manera inevitable nuestra pobreza radica… Nosotros somos esos pobres que el Señor ha llamado de los caminos y de todas partes a que participen en el Banquete de Su Reino. Somos la Iglesia de los gentiles -dirían los judíos- o “la nación hecha de todas las naciones”
-decían los primeros cristianos-, porque el Señor ha abierto de Su banquete para que todos puedan disfrutar en él. Ese banquete se hace realidad misteriosa. Es un banquete de bodas, donde, curiosamente, como en todas las bodas que salen en el Evangelio, sólo se habla del Esposo, porque la novia es la Iglesia; la novia es la Humanidad de la que Dios se ha enamorado y a la que Dios quiere unir a Su propia vida y hacer partícipe de Su propia vida. Por eso, no se habla nunca ni en las Bodas de Canáa, ni en la parábola de las vírgenes prudentes, ni siquiera en la institución de la Eucaristía, del Esposo y de la Alianza que el Esposo hace. La Esposa somos siempre los que estamos de este lado del Evangelio: somos nosotros. Entonces, somos invitados al Banquete y, al mismo tiempo, somos la novia. Porque el Esposo es Jesucristo.

Esto está en la Tradición del Antiguo Testamento, en la Tradición judía. Si alguno tenéis curiosidad de mirar un poquito en la Biblia, mirad Isaías 61, donde, además, va a explicar otra cosa de las que luego salen en el Evangelio. Es decir: el pueblo está en el Exilio, está humillado, destrozado, ha perdido casi su esperanza, todas las promesas que el Señor parecía que había hecho a la tierra de Israel parece que se habían venido abajo, Jerusalén estaba destruida, por el templo corrían los zorros y los lagartos, no era más que un montón de ruinas… y el Señor le dice “ya no te llamarán nunca más abandonada, te van a llamar ‘mi preferida’, porque te vestiré con un traje de bodas y te colocaré una diadema y vestirás un traje de fiesta, y serás feliz, porque el Señor, tu Dios, te ama, y te ama con un amor sin límites”.

Gustad ese pasaje que se recita todas las noches de Pascua, en las Lecturas del Antiguo Testamento, y que está en el trasfondo. Hemos sido invitados a esa boda y el Esposo, es decir, Dios, quiere venir a nosotros. Dios desea nuestra pobreza, desea nuestra humanidad. Y vosotros podréis decir, “¿pero sólo con los que estamos aquí somos tantos y cómos nos va a desear a todos?”. Es que no caemos en la cuenta de que Dios es Dios y de que Su amor es infinito, y de que, por lo tanto, todos podemos coger todo el que queramos y no disminuye, porque nosotros sí que somos finitos, sí que somos criaturas, sí que somos pequeños y, aunque nuestro amor sea una cosa muy grande, que lo es, y tiene unas posibilidades que roza casi, casi el infinito, pero nunca es el infinito.

Todos estamos hechos para un amor infinito y lo deseamos, y lo anhelamos, y casi, casi a veces hasta lo exigimos, pero ninguno somos capaces de dar un amor infinito. Sólo Dios es ese Amor infinito. Pero ese Amor infinito significa que yo puedo coger el que necesito y que no le quito nada a nadie, y que los demás pueden tener también todo el amor que quiera y a mí nadie me quita nada, porque el amor de Dios sigue siendo infinito, y yo puedo participar de él y recibir todo el que necesito. Por lo tanto, no nos tiene que llamar excesivamente la atención. Somos los invitados a la boda. E invitados a la boda está toda la humanidad. Y la Esposa que Dios ama, la Esposa que el Esposo quiere para sí, y quiere para sí por puro amor hacia la Esposa, es decir, por puro amor hacia nosotros, porque Dios no saca nada de nuestro amor, ni de nuestra obediencia, ni de nuestras cualidades, ni de nuestras virtudes, porque no las necesita. Somos nosotros quienes Te necesitamos a Ti, Señor.

Dejadme simplemente hacer una alusión al vestido de fiesta (…) en este Evangelio de hoy. Es precioso pensar que somos de los invitados por los caminos, pero que el Señor luego, ¿qué significa eso de que “expulsó a uno”…? El vestido de fiesta, también en la literatura del tiempo de Jesús, en la literatura rabínica, se hace referencia a ese banquete que se pensaba que era el banquete del final de los tiempos, de la Resurrección final, y hablaba del vestido de fiesta que era necesario. En el mundo judío, era la penitencia, la conversión. La conversión en el lenguaje de los Evangelios es la condición que tuvo la pecadora aquella que oyó hablar del pecado, del perdón de los pecados, y amó mucho, porque se le había perdonado mucho. O es el Buen Ladrón. El Buen Ladrón se vistió de fiesta, en un minuto que se encontró con Jesús le dijo: “Señor, acuérdate de mí cuando estés en Tu Reino”. El vestido de fiesta es la conversión. Y la conversión en los Evangelios es el mirar a Jesús y el pedirLe Misericordia, y pedirLe Su Gracia.

Ya en el mundo judío, para entrar en el banquete del Reino de los Cielos, a todo el mundo se le daba una corona y un vestido de fiesta. (…) Hace falta negarse explícitamente a recibir la Gracia de Cristo para no poder entrar en el Banquete. Todos somos llamados al Banquete y el Señor sabe que todos somos pecadores, pero no necesitamos más que decir las palabras del Buen Ladrón: “Señor, acuérdate de mí cuando estés en Tu Reino” y “ven aquí, hijos benditos de vuestro Padre”. O decirLe la palabra de Pedro, que había negado tres veces al Señor: “Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que Te quiero”, y el Señor abre Su corazón de par en par a nuestra condición pecadora en cuanto la reconocemos y buscamos Su Gracia.

Esa es la penitencia. Esa es la conversión en clave cristiana. Y eso es lo que necesitamos para entrar en el Banquete del Reino de los Cielos. Ese Banquete que
–repito- se anticipa en la Eucaristía. La Eucaristía es una, misteriosa, pobre –porque estamos en este mundo de pecado y de muerte–; no será como el Banquete del Reino del que habla el Apocalipsis. También os recomiendo que leáis los dos o tres capítulos finales del Apocalipsis: la descripción de las Bodas del Cordero, la descripción de esa ciudad, preciosa, donde no habrá ya ni llanto, ni luto, ni dolor, porque el Señor mismo enjugará las lágrimas de nuestros ojos.

Que el Señor nos dé a todos tomar parte de ese Banquete. Él, que ahora nos concede participar en esta anticipación de ese Banquete y que nos conceda la gracia y la alegría de estar unidos, de saber que el Señor se ha unido a nosotros con una Alianza nueva y eterna, es decir, que no nos abandonará jamás.

Que así sea. Que el Señor nos conceda a todos esa gracia.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

11 de octubre de 2020
S.I Catedral de Granada

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