Sé que vais a decir, antes de empezar la confirmación, que conocéis a Dios, sabéis quién es y que esperáis de Él dos cosas tremendamente fuertes, que es el perdón de los pecados –no vais a decir el perdón de los veinticinco primeros pecados o de los mil pecados, sino que el perdón de los pecados ante la Misericordia de Dios es infinita- y la vida eterna. Y poder decirle a alguien que uno espera de Él eso es confesar que ese Alguien tiene un amor infinito por vosotros. Porque, ¿a que en nuestra vida no somos capaces de perdonar sin límites? Tal vez una madre puede llegar a perdonar casi sin límite o sin límite, tal vez. Yo he conocido alguna madre de un chico drogadicto, que su hijo le había desbalijado el piso, la casa de Madrid, en el barrio donde vivían; que había robado a todos los vecinos; que llevaba dos años sin salir de casa. Con motivo de la visita pastoral, bajó y me contó su historia, no hacía más que cogerme la solapa de la gabardina y me decía: “Yo le prometo que mi hijo es bueno”. Y yo sé que era verdad. Y no había salido en dos años de su piso por vergüenza, porque los vecinos de la escalera, a todos los había robado.

Dios mío, pero, normalmente en la vida, perdonamos hasta un cierto límite y decimos “hasta aquí hemos llegado”. Pero decirle a alguien “yo sé que tú me vas a perdonar siempre”, “yo sé que puedo contar con tu perdón siempre”, es decir, “yo sé que tienes un amor más grande que ningún amor de este mundo” y “yo espero de Ti la vida eterna”, también tiene que ver con el amor.

Un pensador, un sabio francés, autor de muchas obras de teatro y muchos ensayos sobre la existencia humana, tiene varios libros sobre lo que es el amor humano, y daba una vez una definición muy bonita de lo que es el amor humano. Decía: “Querer a alguien es decir ‘yo quiero que tú no mueras nunca’”. Y es verdad. Fijaros que no hay ahí el deseo de apropiarse de nada de la otra persona, sino, simplemente, “yo quiero que vivas, que existas siempre”. Y es precioso. Y es verdad que es la forma de amor como más acabada, o el sentimiento de amor más acabado. Y todos lo tenemos para con nuestras personas queridas, por eso nos duele cuando nos faltan, o cuando pensamos que nos van a faltar. Pero, cualquier padre o cualquier madre bueno, daría su vida para que sus hijos no murieran nunca, pero no podemos dárnoslo, porque todos somos mortales. Sólo Dios puede darnos la vida eterna. Sólo Dios nos ama con un amor tan grande que es capaz de vencer la muerte. Es más fuerte, más poderoso que la misma muerte.

Mis queridos hijos –dejadme llamaros así, porque es la única manera que expresa de verdad nuestra relación, y os lo volveré a llamar en el momento de la Confirmación–, cuando vosotros confesáis el Credo, lo único que le decís al Señor es “yo Te conozco, sé que eres Padre, Hijo y Espíritu Santo. Te he conocido a través de Jesucristo. Sé que eres amor infinito y espero de Ti lo que sólo un amor infinito podría darme”. Y el Señor responde a vuestro acto de fe confirmando el amor, el juramento de amor que fue la Cruz en el Gólgota, cuando derramó su Sangre por todos los hombres, por todos nosotros. E hizo allí una Alianza, una Alianza de amor para siempre, con cada uno de nosotros, a pesar de que nunca hubiéramos nacido, estábamos ya en el corazón del Hijo de Dios; estábais con vuestro nombre, con vuestros límites, con vuestras cualidades, con todo lo que sois; y el Señor estaba dando su vida por cada uno de nosotros, conociéndonos perfectamente, mejor que nos conocemos nosotros, y dándola con todo su Amor inmortal y Todopoderoso. Y de ese Amor habéis empezado a participar por el Bautismo, porque en el Bautismo el Señor se une a vosotros, de tal manera que, a partir de ese momento, igual que Jesús era el Hijo de Dios, nosotros podemos decir “somos hijos de Dios”.

No sois vosotros los que os confirmáis. Cuando decimos, “es que me confirmo la semana que viene”, “es que me voy a confirmar en mayo”, son maneras de hablar, se entiende. Pero vosotros no confirmáis nada. Sí confirmáis vuestro conocimiento de Dios, vuestra esperanza en Él y vuestro amor a Él, pero es Él, sobre todo, quien confirma su Amor infinito por cada uno de vosotros. Y eso es lo que es fuente de una alegría muy grande, porque si vosotros hubierais venido aquí para decir que vais a ser buenos, el primer viernes que hubiera, sobre todo, si hace muy bueno y, sobre todo, si hay fuegos artificiales en el pueblo de al lado, y tenéis que discutir a qué hora tenéis que volver a casa, ¿podéis prometer que no ibais a acabar discutiendo con papá o con mamá? ¿A que no? Y si no pasa la semana que viene, podría pasar dentro de tres semanas. ¿Podréis prometer que nunca más ibais a responder una mala palabra? Yo creo que no. Lo sabéis, porque sois adultos todos.

Pero, no os preocupéis, porque eso no os pasa a vosotros porque sois jóvenes. Los papás, los padrinos, las madrinas, cuantos estáis aquí, cuántas veces en vuestra familia habéis hecho el propósito de no volver a hablar en la mesa de aquello que sabéis que cada vez que habláis termináis cada vez por un lado. Y que, aunque lo hayáis hecho, de repente un día se le cruza a uno un cable y vuelve a salir el tema. El Señor sabe lo pequeños que somos. Y lo grande no es que nosotros si nos empeñáramos, pudiésemos ser muy grandes y muy buenos. Lo grande es que el Señor, sabiendo mejor que yo mismo lo pequeño que yo soy, no deja de quererme, ni va a dejar nunca de querernos. Y eso hace que un cristiano sea una persona que siempre puede vivir con alegría y siempre puede pedir perdón, también a las personas que hacemos daño o hemos hecho daño, la mayoría de las veces sin querer. Otras veces, porque se nos va la lengua.
El Evangelio de hoy trata que “los perales no dan higos”, “las zarzas no dan higos”, y que “por los frutos se conoce a las plantas”. Y la lengua es una cosa muy peligrosa, porque, ¿quién puede presumir de no haber dicho nunca nada que luego le llega a la otra persona? Me he encontrado yo dos hermanas. Su padre se estaba muriendo en una habitación de hospital y una de ellas no entraba en la habitación mientras que la otra no salía por una cosa que hacía quince años que se habían dicho. Me costó a mí un ratillo forcejear con la una y con la otra, y al final me tuve que poner de rodillas en el pasillo del hospital delante de la que no quería entrar en la habitación, diciendo “se está muriendo tu padre mujer, ¿cómo no os vais a reconciliar?”. Dejó de resistir –¡pero me costó un buen rato!–, me la llevo yo de la mano a la habitación, se dieron un abrazo, se echaron a llorar, por algo que se habían dicho quince años antes. Cuánto daño podemos hacer. Y a lo mejor, no a la persona directamente, sino que se lo ha dicho a otro, y la persona termina herida.

Todo eso viene del Enemigo. De Dios viene el perdón; de Dios viene la Misericordia; de Dios viene el amor mutuo, el deseo de ayudarnos, el deseo de vivir el paz, y que cuando metemos la pata (que la metemos todos los seres humanos), la saquemos y pidamos al Señor que nos perdone, le pidamos perdón a quien se lo tengamos que pedir, o se lo demos a quien nos lo pide. ¡A lo mejor no se atreve a pedírnoslo, pero bueno me llama por teléfono, o me saluda; decir “buenos días” es casi ya como un perdón, y responde tú “buenos días”.

Señor, vienes a estar con este grupo de jóvenes. Todos sabéis cómo ha descrito el Santo Padre la Iglesia en este mundo nuestro de hoy: es como un “hospital de campaña”. Seguro que habéis visto en alguna película qué es una tienda de campaña en mitad de una guerra, donde los médicos no tienen quirófanos ni tienen los aparatos que tienen en los hospitales y hacen lo que pueden por salvar vidas. Pues, el mundo es hoy como si fuera una guerra, a veces de todos contra todos, porque es una lucha de intereses y de poder, que nos aísla unos de otros, que no nos deja querernos bien.

El Señor viene a estar con nosotros. Fijaros, en primer lugar, para perdonarnos todos los pecados, en su Misericordia infinita; y en segundo lugar, para que podamos ir aprendiendo en la comunidad cristiana, en el seno de la Iglesia, que todos somos imperfectos, todos somos pecadores, pero es el sitio donde está el Señor, para que podamos aprender a lo único que no nos enseñan ni en la escuela, ni en la universidad, ni en ningún sitio, y es aprender a querernos, y que es la tarea más importante de la vida. La más importante de todas: aprender a quererse. Y la que necesita más tiempo, pues hasta una carrera de medicina en seis o siete años se puede sacar, pero aprender a quererse necesita toda una vida. Toda la vida estaremos aprendiendo y toda la vida estaremos empezando. Hasta los matrimonios que más os queráis y llevéis más años casados estáis aprendiendo solamente a quereros. Luego tenemos la vida eterna para seguir aprendiendo y para seguiros queriendo mejor, mil veces mejor de lo que nos queremos aquí. Pero, aquí, la tarea más importante, la que hace más bonita la vida… y eso es lo que viene el Señor a darnos siempre en la Eucaristía cuando comulgamos, en el Bautismo, en la Confirmación, en el perdón de los pecados, en el Sacramento de la Penitencia, siempre viene.

El Señor nos hace regalos pero no nos regala cosas, como nosotros, y además, a veces, esos regalos son un compromiso, son mentirosos. El Señor se regala Él, para acompañarnos, para estar con nosotros, para que no estemos solos. Nunca penséis que estabais solos en la vida. Nunca os dejará el Señor. Aunque salgan las cosas que parece que salen todas mal en un momento, allí está el Señor. Y si os agarráis a Él, no hará que las cosas salgan bien, pero no se os empequeñecerá el corazón; no se os empequeñece la vida, creceréis; creceréis vosotros en grandeza, en dignidad, en capacidad de amar, en humanidad, y podréis dar gracias por la vida, siempre, siempre…

Tengo 71 años y han pasado muchas cosas a lo largo de 71 años, y he visto pasar muchas otras, y os puedo decir, os puedo dar testimonio de que puedo dar gracias al Señor porque su Amor no tiene fin, porque su Misericordia es eterna, porque nunca ha dejado de transmitirme, reconocer su Amor y su Gracia. Que no os falte a vosotros esa Gracia de poder reconocer su Compañía que os da en la Confirmación y que, tengáis los años que tengáis, podáis siempre, teniendo al Señor cerca, dándoos cuenta de que el Señor está cerca, porque Él estará siempre cerca, darLe gracias por su Compañía, por su amor fiel a cada uno de vosotros y a cada una de vosotras.

La Confirmación tiene dos gestos. Son gestos muy pequeñitos, pero no los despreciéis porque son pequeños. “¿Cómo va a pasar por un gesto, que me ponga la mano encima, que me haga la señal de la cruz, cómo va a pasar algo tan grande como que el Señor me declare su amor y confirme su amor por mí para siempre?”. Los gesto humanos, muchos, la mayoría, son muy pequeños. Una palabra son movimientos de la boca, un gesto muy pequeño. Pero un beso es más pequeño. Una caricia, una sonrisa, qué gesto más pequeño. Y cómo puede cambiar la vida una sonrisa dada a tiempo, o una sonrisa que no se da cuando esperas que te la den o cuando crees que te la tenían que dar y, a lo mejor, te están clavando un puñal. Y dices, “¿pero qué te ha hecho?”; “pues nada, que no me ha sonreído”; y dices: qué gesto más pequeño. Por tanto, gestos muy pequeños pueden tener efectos muy grandes en nuestra vida. No despreciéis los gestos de la Confirmación, que si os fijáis bien, son muy parecidos a los que hace el sacerdote cuando consagra el pan y el vino, y eso es lo que sucede. Lo mismo que sucede con el pan y el vino sucede con vosotros. Él invoca al Espíritu Santo sobre el pan y el vino poniendo las manos, y luego hace la señal de la cruz, poco antes de decir las palabras de la consagración. Es exactamente lo mismo.

Viene el Señor a vosotras y a vosotros, disfrutad de su Compañía, hoy y todos los días de vuestra vida.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

Parroquia de la Inmaculada Concepción de Alhendín
(Granada)