Fecha de publicación: 8 de enero de 2020

Queridísima Iglesia del Señor, porción pequeña de esa Iglesia que nos hemos reunido aquí para celebrar el II Domingo dentro del tiempo de Navidad;
queridos sacerdotes concelebrantes;
queridos amigos, todos, incluso aquellos que, no siendo católicos, no siendo cristianos, os sumáis a esta Catedral o queréis participar y vivir a la medida de la Gracia de Dios también con nosotros esta Eucaristía, esta Misa:

Esta mañana, me comentaba alguien que estamos ya empachados de fiestas. Y pensaba yo en mis adentros: en un sentido tiene razón. Y a lo mejor nos ayuda el comprender en qué sentido. Los economistas hablan de una cosa que suena muy abstracta, muy técnica, que se llama la “revolución marginalista”. La “revolución marginalista” se entiende perfectamente si la aplicamos a los polvorones: si uno se come un polvorón, puede ser que le guste mucho, y se puede comer dos, tres… Si uno se come hasta tres, puede ser que le gusten los tres polvorones mucho, pero a lo mejor si se come cuatro, a lo mejor ese cuarto le gusta pero al cabo de un rato tiene mal cuerpo en el estómago y empieza a caer en la cuenta de que se ha pasado de polvorones. Y si se toma 6 o 7 el dolor de estómago llega sin necesidad de levantarse de la mesa, está tan empachado que, efectivamente, puede incluso uno terminar aborreciéndolos, los polvorones. Las empresas, sobre todo las grandes empresas entienden esa revolución muy bien, y por ejemplo, una gran parte de los anuncios utilizan eso, y cuando anuncian, anuncian que “de este modelo de coche que acaba de salir hay muy pocos, sólo quedan 300”. Y diciendo que son pocos la gente se mueve más para comprar que si se piensa que hay sin límite, sin necesidad de poner límites. Pasa con los móviles. Sale un nuevo modelo de móvil y la gente hace cola, porque se agotan, porque se acaban. Eso es la utilización que el marketing y la publicidad hacen de lo que se llama la revolución marginalista: hay un margen de placer, de gozo. Los montañeros, me decía a mí un sacerdote que era un gran montañero en su juventud, cuando conquistan un pico no resisten más de un cuarto de hora en la cumbre del pico. El gozo es tan intenso que necesitan bajar aunque sean 10 metros o 15 metros a una explanada cerquita a lo mejor del pico, y ya allí descansan, toman algo. Pero la emoción tan intensa de estar el pico tiene también un límite, porque somos criaturas, tenemos un límite. Y ese límite lo hay sobre todo en las cosas materiales. Quienes hayáis visto la película “Ciudadano Kane”, aquel hombre que se pasó la vida comprando cosas y objetos de arte tenía al final un palacio lleno de objetos, la lección de esa película, magnífica de Orson Welles (una de las mejores de la historia del cine), es precisamente un pasaje del Evangelio: “De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si malogra su vida”. Había malogrado por dos veces su matrimonio, había malogrado sus amistades, estaba completamente solo. Tenía el mundo entero, pero había malogrado su vida.

Las cosas materiales no son capaces de responder, tampoco ciertas cosas espirituales, también ahí tenemos un límite. El límite es más amplio, más extenso: nos dejamos chantajear un poco más; con más frecuencia somos cómplices de ese chantaje, ¿no? Afectos que no son del todo verdaderos, que son ambiguos… Y también llega un momento que nos terminan… cuando percibimos que no es aquello. Sólo hay un amor verdadero cuando se da, y cuando se da ese amor verdadero nunca es asfixiante. Cuando yo tengo la ocasión de hablar a adolescentes o a jóvenes les digo “una amistad buena nunca es una amistad que te oprime, que te usa, que te manipula de algún modo, que te bloquea, que te aísla de tu mundo, de tu familia, de tus deberes, de tu trabajo”. Ese es uno de los primeros signos. Vale para un noviazgo exactamente igual. Un noviazgo bueno no achucha a la persona de tal manera que te hace romper con tus padres, te mete como en una burbuja. Ese es alguien que se adueña de ti y puede parecer muy grande ese tipo de amor pero nunca es un amor verdadero.

Un amor verdadero -es una reflexión que un cristiano puede hacer- es tanto más verdadero cuanto más se parezca al amor de Dios. Y el amor de Dios nos deja ser; nos deja ser lo que somos, nos deja equivocarnos, nos deja tropezar y llenarnos de barro. Tiene tal confianza en el triunfo de Su amor que no teme a nuestra libertad. Cuando el amor teme la libertad del niño que está creciendo, en su adolescencia, o teme que la otra persona si no estoy muy encima no me sea fiel, no es un amor verdadero, es un amor posesivo. Aunque tenga mucho de verdadero, a lo mejor. Sin embargo, donde la revolución marginalista no puede usarse es en el amor. Imaginad una pareja de novios que se quieren bien o unos esposos que se quieren bien, que están aprendiendo a quererse y saben que les queda mucho camino por hacer, pero que están dispuestos a hacer ese camino, a ir aprendiendo de su propia experiencia con la ayuda de Dios y con la ayudad de la Gracia, un amor así no cansa. La belleza del arte es casi lo más parecido, pero también hay un momento… De niño me llevaban a ver el Museo del Prado y había que ver mucho, todavía existen exposiciones que son enciclopedias, y yo decía, pero si yo prefiero un cuarto de hora de una exposición donde puedo gozar de una obra de arte y puedo llevarme ese buen sabor de boca, que ver mil quinientas, o setecientas, o trescientas obras de arte y voy saturado de obras de arte y, al final, sólo me quedan las fotos (si es que me han dejado hacer fotos en la exposición). Pero no me quedan más que las fotos porque no has podido realmente percibir, gozar, alimentarte de aquella belleza, tratar de comprenderla, de comprender sus matices, de gustarla, de digerirla. Y efectivamente, eso te empacha. Si hoy es martes y esto es Bélgica, pues uno ha recorrido 10 museos en 3 días y está empachado. El arte verdadero, si tuviéramos la paciencia de gustarlo, no nos empacharía. El arte como objeto de consumo, ansioso, igual que consumimos los iPhones o los coches, nos empacha. El amor verdadero no empacha si uno tiene la paciencia de saber que ese amor verdadero hay que cuidarlo, recibirlo como un don, acogerlo. Y el que no empacha nunca es el amor de Dios. Nosotros tenemos la vida llena de cosas que empachan, y como tenemos la vida tan llena en estos días de cosas que empachan, podemos vivirlas de una manera empachada. Y luego, como hay tantas cosas que no son verdaderas del todo: a lo mejor se reúne la familia, hay un montón de tensiones en la familia, pero en la comida o en la cena hacemos todos como si no las hubiera, tratamos de establecer una cierta mentira… Y uno dice, “menos mal que acabó la cena, o menos mal que ha pasado este día. Y ha pasado bien, no nos hemos tirado los trastos nadie”.

Tenemos mucha necesidad de Dios. De Dios es de lo que más tenemos necesidad, justo porque es el único que no empacha. Pueden empachar hasta las celebraciones de la Iglesia y las celebraciones litúrgicas, claro que sí. Porque no cambia nada en nuestras vidas. No las percibimos como un acontecimiento en nuestra historia que efectivamente mueva nuestro corazón y cambie nuestro modo de vivir. Entramos de una manera y salimos igual que hemos entrado. Los cantos ya nos lo sabemos, o no nos lo sabemos pero seguimos pensando en lo difícil que va a ser la cena de esta noche. Empacha la televisión, y las series una detrás de otra, eso empacha muchísimo, indigesta…. Pero de Dios tenemos necesidad, sólo que estamos tan empachados de todo que no le queda hueco, no le queda sitio. Y a veces, cuando venimos a la Iglesia venimos buscando a Dios, y hasta nuestras palabras son palabras que repetimos y repetimos y no producen nada. La Navidad sucede en cada Eucaristía. Pero yo digo, qué mal lo tengo que celebrar porque la gente viene como se viene a misa: se viene, se comulga, se pide para que la cena de esta noche salga bien, o para que este problema que hay se resuelva… Pero seguimos viendo a Dios lejos, queriendo atraerlo para que resuelva nuestros intereses, como si fuera también Dios un bien de consumo. Y concebido así, también Dios resulta empachoso, muy empachoso.

Nos concede el Señor estos 15 días, y cuando la Navidad cae en medio de la semana entonces son los domingos y los días de semana. Pero a mí me parece que son una ocasión tan maravillosa de dejarle al Señor que se acerque a nosotros, que se acerque a nuestra vida, que toque con Su Misericordia y con Su Amor nuestra pobreza, que cure nuestras heridas, que ensanche nuestro corazón a la dimensión del mundo entero, que verdaderamente podamos ser hombres nuevos. Que el mundo los necesita, y que nosotros necesitamos a Dios, si estamos saturados de todo. Pero tenemos una necesidad enorme de Dios, hay que abrirle un poquito de hueco. A Dios le basta un resquicio. No voy a detenerme en una anécdota de una novela de alguien que estaba confesando a alguien que no estaba arrepentido de sus pecados y se estaba muriendo, era un marinero y no estaba arrepentido. “¿Te arrepientes?”, le decía el sacerdote, la primera confesión que hacía ese sacerdote. “¿Te arrepientes?”. “Que no, que no me arrepiento, que no”. Y el sacerdote no sabía… El hombre se le iba de esta vida. Y llega un momento en que le pregunta “¿te arrepientes de no estar arrepentido?”. Y le responde, “Ah, eso sí, padre”. “Yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo”.

A Dios le basta el más pequeño resquicio que le dejemos para acogernos, abrazarnos, levantar nuestra vida. Dejemos que la levante, dejemos que Su amor entre por ese ventano mínimo que a lo mejor tenemos abierto. Porque necesitamos ese amor para vivir. Y para poder comunicar vida alrededor nuestro.

Y la Eucaristía, yo sé que en la Catedral es muy difícil sentirnos una comunidad. Ser cristianos no es cumplir con unas obligaciones, venir a misa donde no conocemos a casi nadie. Es pertenecer a un pueblo. Y en ese pueblo ese amor de Dios que entra por un resquicio, se ensancha, cuida, va penetrando las cavernas de nuestro corazón, va educándonos hasta que somos capaces de vivir en la libertad gloriosa de los hijos de Dios y se produce el Admirable intercambio que ha sucedido en la Encarnación, que sucede en cada Eucaristía, y que nos da la certeza, la esperanza que no defrauda de participar de la Gloria y de la herencia de la vida divina. Eso seguramente muchos de vosotros lo viviréis en otros lugares, en la Catedral es muy difícil. Pero yo quiero por lo menos que lo oigáis, y sé que soy muy malo a la hora de expresarlo. Pero Dios mío, abrir ese resquicio, dejarle a Dios entrar en vuestra vida. Y que sea Dios; que no sean vuestras necesidades e intereses.

AdoradLe, aunque sea por un momento. Y le dejamos cambiar nuestra vida. Y cambia, no para estrecharla, no para encogerla, no para oprimirnos como esos malos amores o esos amores posesivos de los que tenemos todos tanta experiencia, sino justamente para oxigenar nuestro corazón, dejarnos respirar, vivir al aire libre, vivir en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Expresarnos con libertad y con gusto por la vida.

Cristo ha venido para que podamos vivir la vida con gusto, no para empacharnos, ni que las cosas nos empachen, por la sencilla razón de que sabemos dónde está nuestra plenitud y nuestra felicidad y nada tiene que producirnos esa ansiedad que nos producen las cosas cuando buscamos en ellas lo que sólo Dios puede darnos. Y yo creo que todos me entendéis perfectamente. Que el Señor nos ayude a todos y que haga florecer y fructificar todas nuestras vidas. En primer lugar, para alegría nuestra, y en segundo lugar, para la vida de este mundo a oscuras.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

5 de enero de 2020
S.I Catedral de Granada

Escuchar homilía