Fecha de publicación: 8 de marzo de 2019

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
queridos sacerdotes concelebrantes;
miembros de la Real Federación de Cofradías;
hermanos cofrades;
queridos hermanos y amigos:

No os podéis imaginar con qué gozo y con qué deseo me concede el Señor iniciar esta Cuaresma y como un tiempo de conversión, además. Un tiempo de conversión, que yo pienso necesitamos; que necesito yo y que necesitamos también como Iglesia, como pueblo cristiano. Que nos conceda el Señor el que este trabajo de la Cuaresma nos purifique por dentro.

Habla la oración en la Eucaristía de hoy del “combate contra las fuerzas del mal”. Ese combate tiene lugar, ante todo, en el corazón de cada uno de nosotros. Y a veces, no son los pecados a los que más importancia damos nosotros los que más pesan en ese combate. Pesan muchas veces mucho más las mezquindades, las pequeñas envidias o grandes envidias, la avaricia, de la que decía San Pablo es el mayor de todos los males.

Y luego el Evangelio de hoy nos pone en guardia de una manera tremenda. Es curioso que nos está enseñando como el “trípode”, las tres realidades en las que nos invita la Iglesia a trabajar en este tiempo de Cuaresma; nos invita a vivir de manera especial en este tiempo de Cuaresma; y, sin embargo, la palabra que más resuena en el Evangelio es “cuidaos de la hipocresía”, cuidaos de la doble vida. No seáis como los escribas y fariseos, hipócritas, que se tributan honor unos a otros, en lugar de buscar agradar a Dios y la gloria de Dios.

El cristiano de verdad no desea parecer, no desea figurar. Desea simplemente vivir. Vivir con la vida que el Señor nos ha dado y que es lo más precioso, el tesoro más precioso. Con frecuencia, nosotros hablamos de un patrimonio cultural. El patrimonio cultural más precioso que tenemos es la vida cristiana, es la Gracia de Dios, sin la cual no somos nada. Y ése es el que tendríamos que cuidar con más exquisitez. Porque es de la falta de ese patrimonio, de la desatención a ese patrimonio cultural, de la desatención a esa vida cristiana, que es un tesoro; que no ha existido nunca en ninguna cultura ni en ningún pueblo nada tan bello como una vida cristiana libre y fresca (fresca como un río de montaña); nada, jamás en la Historia…. Yo desafío siempre a alguien que me pudiera enseñar algo que se pareciera siquiera de lejos. Es eso lo que muere en nosotros y genera unas sociedades en las que nos morimos, nos morimos a chorros.

España se muere, mis queridos hermanos, delante de nuestros ojos. No le prestamos atención. Estamos demasiado preocupados de la UEFA y de cosas que pasan en la UEFA, y de cosas por el estilo, quiero decir que tienen el mismo interés… como para poder pensar el panorama que se abre delante de nosotros.

Y luego otras veces, cuando eso nos preocupa, nos preocupa que el mundo deje de ser cristiano, delegamos hasta a veces en algún partido político, para que nos resuelva el problema, en lugar de convertirnos, que es lo único, lo único que puede resolver el problema. No habrá ningún partido político que responda al pensamiento cristiano. ¡No lo hay! Y si alguien se presenta como siéndolo, son los hipócritas de los que habla el Evangelio, porque no lo hay, no lo hay en este mundo, no lo puede haber. Ni seguramente es bueno que lo haya, porque alimentaría de tal manera los deseos de poder que haría más daño a la fe cristiana que beneficios pudiera hacerle. No podemos delegar en nadie una tarea que el Señor, que nos ha hecho hijos libres de Dios, nos ha dado a nosotros, a cada uno, y es la de convertirnos. Y pedirLe al Señor que nos convierta el corazón. Y todo lo demás son juegos de niños, entretenimientos, pérdidas de tiempo, distracciones. Cuando el mundo hoy vive una tragedia delante de nuestros ojos. Y esa tragedia la tenemos cada uno de nosotros en nuestra casa. Si nos basta abrir los ojos para verla; si la tenemos en nuestras familias. Europa se muere de falta de fe. Como dijo alguien de Francia, allá por los años 20 del siglo pasado: “Francia está en estado de pecado mortal”. Pues, algo parecido.

Hemos perdido la fe. Hasta nos avergonzamos fácilmente de confesarnos como lo que somos. Y vosotros (ndr. dirigiéndose a los cofrades) no lo hacéis, porque salís públicamente con vuestras imágenes a las calles. Pero nos avergonzamos muchas veces. Tratamos de quitarle el adjetivo cristiano a muchas cosas, que lo son y que no serían nada ni existirían si no fueran cristianas. ¡Dios mío, conviértenos!

Yo os invito con toda la seriedad que pueda tener… No soy más que un pobre hombre hecho de la misma masa que vosotros, pero el Señor me ha puesto para guiaros y para conducir a este Pueblo al Cielo, que es el único lugar donde, realmente, importa no faltar, no perderse en el camino. Y el camino es el que la Iglesia nos propone. Yo sé que estáis desbordados, que tenéis que preparar mil cosas, que tenéis que preparar los enseres, pero, en este tiempo de Cuaresma, no dejéis de cuidar en la vida de cada uno los tres caminos que nos propone la Iglesia, que lleva proponiendo al menos 1700 años (los primeros testimonios de que este miércoles empezaba y empezaba justamente con ese Evangelio los tenemos en el año 400 o trescientos y pico).

Un camino de oración. Porque nuestra relación con Dios es la más importante de todas, las demás no pueden estar bien, ni siquiera en el matrimonio, ni siquiera en la familia, ni siquiera con los vecinos. No están bien, cuando no está bien nuestra relación con Dios. Pero, no es una relación que establecemos nosotros con nuestras fuerzas. El Señor la ha establecido ya. El Señor nos ha entregado a su Hijo, nos ha entregado a su Espíritu. Nos hace Cuerpo suyo entregándonos su Cuerpo cada vez que celebramos la Eucaristía.

Incrementar la vida de oración no significa, necesariamente, dedicar más tiempo; significa tomarse más en serio nuestra relación con Dios. Escucharle. EscucharLe. DedicarLe algún tiempo. Poco. Cinco minutos al día, un cuarto de hora. Escuchar su Palabra. A tomarnos en serio lo que nos dice. A encaminar nuestros pasos según esa Palabra, según el amor que Dios es y que hemos conocido en Jesucristo.

El ayuno. Yo viví en Madrid en un barrio, donde, al lado de la tiendecita que tenían mis padres, había una pescadería, y en cuanto empezaba la Cuaresma, anunciaban con muchísimo gusto “mañana es viernes de Cuaresma”, ¡y tenían unos langostinos! Seguramente, se cumplía con lo exterior del ayuno. ¡No, ayunar no es eso! Ayunar es renunciar a que las cosas nos dominen, renunciar a vivir para la ropa, o a vivir para los bienes de este mundo, o a vivir para la comida, o a vivir para las exquisiteces. Es retomar la conciencia de que somos un pueblo en camino; que nuestro hogar está en el Cielo, y aquello sí que será un banquete de vinos generosos y de manjares suculentos, pero, mientras estamos aquí, somos un pueblo en marcha. Y un pueblo en marcha vive como se vive en la montaña: se llevan frutos secos para el camino, se lleva lo que es necesario para no cargar demasiado la mochila. El ayuno nos enseña a ser un pueblo en camino.

Y la limosna. Hoy, la limosna, en sociedades donde casi no nos conocemos, la limosna ha perdido su sentido en muchos aspectos, pero no la caridad. No se es cristiano si no se vive en la caridad. Y la caridad es para el prójimo. Yo estoy agradecidísimo a Cáritas, cómo no lo voy a estar. Bendito sea Dios. Y además, sé que Cáritas no es una organización pequeñita que vive de las subvenciones, sino que es una red que se derrama por las parroquias. Alguien me preguntaba la semana pasada, “¿y dónde está Cáritas implantada?”. Y le dije: “En cada pueblo, en cada parroquia, en cada rinconcito donde hay una iglesia, allí hay personas que colaboran con Cáritas, de una manera o de otra”. Claro que Cáritas es una realidad preciosa. Pero tampoco podemos delegar en Cáritas nuestra llamada “amaos los unos a los otros como Yo os he amado”, amar como el Señor nos ama, y en eso sí que se trata de crecer. Es verdad que las tres cosas están vinculadas. No se puede hacer mucha oración y luego no amar al que es mi prójimo, al que tengo cerca. San Juan lo dijo con toda claridad: ”Nadie ama a Dios a quien no ve si no ama a su hermano a quien ve”. Pero al revés, no podemos amar a nuestros hermanos si no crece nuestra relación, si no nos sostiene la Gracia de Dios y la experiencia viva, fresca, de Su Amor.

Que el Señor nos conceda vivir esta Cuaresma, con sencillez. A mí me toca ahora hablaros. Ojalá, Le pido al Señor que sepa acompañaros, también, sin ruidos, sin nada, pero que sea un camino que hacemos juntos, un camino de conversión. Que cuando saquemos nuestras Imágenes en Semana Santa seamos un pueblo gozoso de recibir y de vivir de la Gracia de Cristo. Uno entiende que la Cuaresma no es para vivir más sacrificados, como para golpearnos más en este tiempo. No. Todos sabéis que la Cuaresma era el último tiempo de preparación para el Bautismo. Es como un entrenamiento en la forma de vida del cristiano. Es decir, la oración, el ayuno, la caridad las necesitamos todo el año. Sólo un pueblo que vive dejándose educar por este “trípode” de Gracia que el Señor nos ha concedido en su Iglesia es un pueblo que puede dar testimonio de Jesucristo; que puede hacer un mundo nuevo; que puede renovar, rejuvenecer nuestra sociedad; que tiene capacidad para transmitir la vida y para transmitir el entusiasmo y el gozo y la gratitud por la vida. Un pueblo libre, de hijos libres de Dios. Ésa es la Iglesia.

Señor, concédenos ser la Iglesia que Tú quieres. Que Tú quieres para bien de los hombres y para alegría nuestra, también. Concédenos ser esa Iglesia y concédenos aprovechar este tiempo que nos das, para que podamos reflejar tu Amor, reflejar el Rostro de tu Hijo en nuestra mirada a las cosas del mundo, en nuestra mirada de unos a otros, en el seno del matrimonio, en el seno de la familia, en los lugares de trabajo, en todos los rincones donde hay un cristiano; que podamos ser un reflejo de tu amor a los hombres y que vivamos este tiempo, especialmente, como un entrenamiento para esa vida nueva que el Señor nos concede gracias a su Pasión y su Triunfo sobre el pecado y sobre la muerte el día de la Resurrección.

Que así sea para todos vosotros. Que sea para vuestras comunidades, para vuestros grupos, vuestras parroquias, vuestras hermandades. Que así sea para todos nosotros, para los sacerdotes, para mí. Todos. Todos a una, formando ese Pueblo que Dios quiere; ese Cuerpo de Cristo en el que cada miembro tiene una misión distinta, pero el cuerpo es uno. Cada uno tiene unos dones distintos y una tarea distinta, que el Señor nos ha ido dando a lo largo de la vida, pero el cuerpo es uno, y todo él vive por la vida que Jesucristo le da, que Jesucristo nos da.

Vamos a recibir la ceniza y a celebrar esta Eucaristía con esa conciencia, con esa súplica. Señor, que este tiempo de conversión que nos concedes sea un tiempo precioso donde redescubramos la alegría de ser hijos tuyos. La alegría de que el Cielo ya se da para quien vive con Cristo, aquí en la tierra, en medio de nosotros, en este mundo de pecado. Ya es posible para nosotros vivir así, claro que sí, porque Tú estás. Lo hemos celebrado en la Navidad, el Emmanuel, “Dios con nosotros”; y las últimas palabras del Evangelio son “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo’. Que nunca nos falte esa certeza de la que nace toda alegría verdadera.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

6 de marzo de 2019
S.I Catedral de Granada

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