Fecha de publicación: 2 de mayo de 2020

Mis queridos hermanos y hermanas (los que estáis aquí y los que nos unimos atravesando tantos kilómetros muchas veces a través del canal de televisión):

Soy consciente de que la predicación de hoy me es especialmente difícil. Yo venía con el convencimiento de volveremos a hablar del Cielo como ciudad, porque empalma con la Eucaristía, que es el pan del cielo. Y hoy termina, en el Evangelio, el discurso del pan de vida de Jesús. Pero, al final, he decidido dejar eso para la semana que viene, para un día que podamos hacerlo, porque merece la pena que descubramos que nuestra pertenencia, nuestro cristianismo no son unas creencias, sino la pertenencia a un pueblo, y que ese pueblo es una ciudad, y que esa ciudad es la ciudad de Dios que anticipa la ciudad del Cielo. Pero yo quiero leeros el trocito del Apocalipsis, que no lo vamos a leer en estos meses, porque no se lee el Apocalipsis en este periodo. Y quiero leeros un trocito del Apocalipsis, que, además, pone muy claro cómo empalma esa ciudad celestial con la Eucaristía. Y os voy a decir con qué empalma. Porque cuando el ángel le va a mostrar a San Juan la ciudad, que dice “la esposa del Cordero”, le dice “ven, que te voy a mostrar el banquete de bodas del Cordero. Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero”. Y la frase que yo digo en cada Misa -“Dichosos los invitamos al banquete del Señor”- está muy mal traducida. Y yo digo lo que dice el texto de la liturgia, pero soy consciente de que eso es una traducción literal, pero mal hecha, de lo que le dice el ángel a San Juan: “Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero”. Yo esperaba que cuando se iba a corregir el texto de la liturgia, se iba a corregir eso, porque Benedicto XVI había dicho que había que ser literales y lo que dice en latín es “dichosos los invitados… -a una palabra que en latín es “cena”- del Cordero”. Pero claro, una cena de cordero (en España, que comemos cordero: en el resto del mundo casi no se come cordero, sólo en Palestina, en los pueblos muy del mediterráneo, pero en Suecia, en Alemania, en Vietnam, otros muchos sitios, no se come cordero), nosotros íbamos a entender que la “cena del cordero”, sobre todo si uno oye la Misa a las siete de la mañana, podría entenderse mal. Total, que han quitado lo del cordero y yo de vez en cuando se me escapa y lo digo: “Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero”. Porque incluso la palabra cena proviene de una palabra aramea que literalmente significa “lugar donde se bebe”, especialmente banquete de bodas. Os puedo decir la palabra, se llama “mestuza”. Lugar donde se bebe con abundancia y especialmente banquete de bodas.

Entonces, lo que San Jerónimo decía en su traducción de la Biblia es: “Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero”. Con que lo sepáis me basta. Luego, cada vez que oigáis “la cena del Cordero” no penséis en una cena, sino pensad en una cosa en el fondo muy sencilla. Cada Eucaristía es una boda y la invitada a esa boda es la Iglesia, es decir, cada uno de nosotros, la Esposa es la Iglesia. Y somos cada uno de nosotros los que, porque en la Eucaristía se consuma la Alianza nueva y eterna, que es la boda del Hijo de Dios con la humanidad.

(…) Merece la pena hablar más despacio, sobre todo de cómo en el Apocalipsis, que nos suena un libro muy raro, hay cosas que son páginas enteras… Lo único que el Apocalipsis dice es que el mundo y la historia son un follón de desastres y de calamidades, pero que en medio de todas esas calamidades está el Cordero degollado, está el que permanece para siempre y están los mártires que van hacía Él, y la multitud sin nombre que nadie podría contar de toda raza, lengua, pueblo y nación, y que todos esos juntos, entorno al Cordero, formamos la ciudad “que bajaba del Cielo como una novia ataviada para su esposo”. Es decir, como una novia para el día de la boda. Y es ahí donde le dice el ángel “ven, que te voy a mostrar el banquete de bodas del Cordero. Dichosos los invitamos al banquete de bodas del Cordero”. Y eso es lo que se dice en cada Eucaristía, que anticipa -cuando decimos “el pan del cielo” entorno al Corpus-, en nosotros la vida de la Ciudad celeste. Pero volveremos a eso otro día.

En el Evangelio de hoy, a ver si lo sé decir con muy poquitas palabras, en el Evangelio de hoy de Jesús se escandalizan hasta sus discípulos, porque eso de que “quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna” suena muy fuerte. Y es natural que, en el mundo judío, aunque el comer y el beber estaba también vinculado al sacrificio del cordero, y Jesús se presenta muy sutilmente a sí mismo como el Cordero de Dios  -Juan Bautista le llamó explícitamente “Cordero de Dios”, que libra mediante Su sangre al pueblo-, aún así es muy fuerte y, entonces, había gente que decía “este hombre, no se le puede seguir porque dice unas cosas que no son…”. Y eso ha acompañado siempre a la Iglesia. Es decir, desde el principio, pensar que el Hijo de Dios pudiera hacerse carne y que fuera Dios al mismo tiempo, eso en el mundo de la cultura en la que nació la Iglesia y en la que vivía Jesús; ni en el mundo judío, porque eso era atentar contra el monoteísmo radical de la tradición judía; y en el mundo helenista, porque no se podía pensar que Dios y la carne tuviesen nada que ver (la carne era lo más despreciable de la creación, lo material en general era lo más despreciable de la creación). Y que Dios pudiese haber amado la carne y haberla amado -“Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su propio Hijo”- eso no cuadraba. Y entonces, como no cuadraba, costó seis siglos.

Yo comentaba ahora mismo con don Juan que, a comienzos del siglo VI, muy poquito antes del comienzo del Islam, un santo, poco conocido en Occidente, que se llama San Máximo “El confesor”, el último gran teólogo de los Padres de la Iglesia en Oriente, por obra de un emperador cristiano, le cortaron la lengua y le cortaron las manos, los dedos de las manos, para que no pudiera hablar y para que no pudiera escribir, por defender que Jesucristo era Dios y hombre plenamente. Un griego, alguien educado en el helenismo, que no conocía además otra cultura que el helenismo, y le parecía que aquella cultura era lo mejor que había habido en el mundo y tenían razón en muchos sentidos, no habían conocido otra cosa; pero es verdad que todo lo que no era griego eran bárbaros y entonces, nosotros con nuestra cultura, si todos sabemos que hay un solo principio, pero si hay un solo principio el Hijo de Dios no puede ser Dios, tiene que ser una cosa así como intermedia. Pero el pueblo cristiano y algunos teólogos cristianos, entre ellos San Atanasio, que celebramos hoy, decían “¿eso significa que cuando yo comulgo no recibo a Dios?” (decían muchas más cosas y matizaban mucho más, pero yo por simplificar hoy); pero decían, “si Dios está ahí fuera y Jesucristo es una especie de intermediario entre Dios y el hombre, porque Dios con la carne humana y con la naturaleza humana no puede ser que sea entonces igual a Dios, eso no puede ser, entonces resulta que yo cuando comulgo, comulgo una especia de ser intermedio ahí que no es Dios. Y si yo no tengo a Dios en mi carne, yo no estoy salvado”. Es un poco parecido a lo que dice San Pedro: “Señor, ¿a dónde vamos a ir?”.

Lo que quiero deciros es que costó mucho. Y la tentación, y los emperadores, e incluso los emperadores cristianos, trataban de domesticar al cristianismo. Y cómo se intenta domesticar al cristianismo. Y ellos querían que en el imperio hubiera paz. ¿Cómo se domesticaba el cristianismo? Aceptando el pensamiento arriano. Y el pensamiento arriano era eso: que Jesucristo podría estar muy cerca de Dios, pero no podía ser Dios, porque Dios no podía tener una relación directa con la materia y la carne, y el mundo creado, y el mundo humano. Y la Iglesia primero formuló el Credo para responder al arrianismo -tanto el Credo que rezamos nosotros en occidente, el que rezamos habitualmente nosotros los domingos, como el Credo que vino de Nicea y de Constantinopla, el más largo de los dos, y también un poco el más metafísico o el más filosófico, el más articulado intelectualmente-. Formuló esos credos justamente para responder a ese problema.

Me diréis, “bueno, y esto que es historia de la Iglesia, aunque sea contada a vuelapluma, ¿qué interés tiene para nosotros?”. Pues, que en el mundo moderno, que ha nacido una cultura (que nace desde el siglo XIV o XV y ha ido creciendo cada vez más) no cristiana vuelve a pasar, casi como en un espejo, lo mismo que pasaba en el mundo arriano. Y el problema que se plantea para los cristianos hoy, es decir, ¿cuál es nuestra fe?, ¿la cultura en la que vivimos?, ¿entonces, tenemos que adaptar el cristianismo para aceptar de él lo que quepa en esa cultura y ya está?, o es el cristianismo el que es Cristo, y la Persona de Cristo, y la Palabra del Evangelio y la palabra de la Iglesia quien juzga, y recortando esa cultura, salva de ella todo lo que es salvable, como el cristianismo antiguo salvó la cultura antigua, aunque tuvo que defenderse de ella en muchos aspectos, pero la salvó. Y salvó a los autores paganos incluso, y los mantuvo para que nosotros los conozcamos. Porque cuando Cristo es Señor, todo lo humano es amable. Y entonces, también los filósofos paganos -Platón, Aristóteles, Plotino, los literatos paganos, los trágicos griegos- lo han conservado monjes: monjes de Oriente y monjes de Occidente. ¿Por qué? Porque, justamente, Jesucristo es el Señor, y cuando Jesucristo es el Señor, todo lo humano es amable, porque Dios se ha hecho carne por amor a lo humano. Entonces, todo lo que hay de verdaderamente humano es amable.

Mis queridos hermanos, yo sé que nuestra cultura el problema que tiene con el cristianismo no es de si Jesucristo es Dios, o es un poquito menos que Dios, o es un ser intermedio, o es un profeta, cosas de ese tipo. Nuestro problema con el cristianismo tiene que ver con la libertad. La libertad moderna es nuestro dios. Pero la libertad moderna es un absoluto que no tiene ni raíces, ni meta. La meta es ser libres. Pero ser libres, ¿para qué? Y eso la cultura moderna no lo dice. Y el cristianismo ama la libertad. Os aseguro que la libertad vinculada a la experiencia de haber nacido, de ser un ser humano, es una experiencia, es un concepto cristiano y una categoría cristiana; pero la libertad nos ha sido dada en la Creación para un fin: para el amor, porque nuestra vocación es el amor. Y un amor que no fuera libre, ¿sería amor? Decídmelo. Si te dicen, “tienes que querer a esta persona”. La única condición que pone la Iglesia para un matrimonio es saber qué cosa es un matrimonio (lo cual hoy en nuestra cultura es bastante difícil, porque se llama amor a cualquier cosa) y ser libre. Que esa donación de la vida sea una donación hecha libremente.

La libertad es una condición del amor. Donde no hay libertad no puede haber amor. Y si nuestra vocación es una vocación al amor, para eso nos ha dado el Señor la libertad. Pero ésa es la diferencia, que a hombres de otras culturas les puede sonar muy raro. Donde está el conflicto entre nuestra cultura y la fe cristiana está fundamentalmente en esos conceptos de lo humano, que son: la razón, la libertad y el afecto. Y el dios al que damos nosotros más culto en nuestra sociedad es a la libertad. Pero las tres las concebimos de una manera que impiden creer en Jesucristo plenamente. Y vivimos más o menos tranquilos. Como en el mundo antiguo, San Jerónimo dijo en una carta suya, en el siglo V (un siglo y pico después de San Atanasio), escribiendo un escrito suyo: “Un día, la Iglesia se despertó y descubrió que era Arriana”. Aquello era tan obvio, que nadie se daba cuenta. Sólo hubo un momento en el tiempo de San Atanasio en que él, el Papa y seis o siete obispos más, eran los únicos que defendían la divinidad de Jesucristo sin reservas de ninguna clase. Los únicos que eran fieles a la Tradición evangélica verdaderamente. Pero los emperadores, todos. Y muchos obispos, también, incluso obispos grandes y famosos. El problema, el conflicto entre cultura y fe cristiana existe. Y nuestra certeza es que la única manera de que lo bueno que tiene esta cultura, su amor a la libertad, su amor al afecto humano, su aparente defensa del cuerpo y de la carne, se salvan en Cristo y desde Cristo. Y si no, nuestra cultura es una cultura que tiende a autodestruirse y no voy a decir ejemplos de cómo, porque los tenemos delante de nuestros ojos ahora mismo todos los días, los vemos, estamos en el proceso de esa autodestrucción de nuestro mundo y de nuestra cultura.

Necesitamos a Jesucristo. Señor, ¿dónde vamos a acudir? No es que eso sea una prueba de la fe, pero si la pérdida de la fe me destruye, Señor, yo no necesito más pruebas. Si la perdida de la fe acaba con mi humanidad, yo no necesito más pruebas, yo no necesito andar con demostraciones. ¿Me pueden decir que tener madre (todos tenemos una madre) o no tener madre da lo mismo?, ¿que es igual nacer en una familia que nacer en “matrix” (la película Matrix), en una maquinita y resulta que esa maquinita suple a tu madre y suple a todo? A lo mejor, quien no ha tenido nunca madre y no tiene la experiencia de ser amado en una familia, y de crecer en una familia; si no conoce otra cosa, puede sentirse satisfecho con toda la maquinaria de “matrix”. Pero hay algo en el hombre que se resiste a ello. Hay algo en nosotros que se resiste a la deshumanización de nuestra cultura. Y eso es una razón suficientemente importante para decir “mira, puede sonar muy raro lo de que yo estoy comiendo el Cuerpo de Cristo, pero si cuando dejo y me aparto de Cristo, y dejo de recibirlo, mi vida se empobrece, es mi vida la que se vuelve una oscuridad terrible que es insoportable”.

Hace unos años, en una cena donde había protestantes y me habían invitado a mí como obispo católico, y había un matrimonio joven católico (todos los demás participantes eran de diferentes confesiones protestantes). Entonces, un hombre bastante cercano a la Iglesia Católica criticó la Eucaristía diciendo: “Eso de que vosotros, en la Eucaristía, con la transustanciación y con la fe en que allí está el Cuerpo de Cristo, coméis el Cuerpo de Cristo, ¿cómo lo entendéis?, porque eso no hay quien lo entienda”. Y el matrimonio, que eran dos convertidos, los dos del protestantismo, estudiantes de Doctorado en Oxford, y la chica le dijo: “Mire, yo cuando comulgo, yo sé que no me estoy comiendo un trozo de carne, o un dedo de Jesucristo, pero sé que Cristo está ahí de una manera que, si no estuviera, mi matrimonio no existiría. Y por lo tanto, es más verdad que Cristo está en el Sacramento de la Eucaristía que la realidad de mi matrimonio, y mucho más real que mi matrimonio”. Me pareció una respuesta preciosa. O sea, si Cristo no estuviera presente en la Eucaristía (todo lo misteriosamente que usted quiera), allí ni habría matrimonio para mí, ni la vida tendría sentido. Pero yo sé que cuando comulgo -me acuerdo del ejemplo que ella puso-, no me estoy comiendo un dedo del Señor, ni un trozo de carne.

Que el Señor nos dé fortaleza. Fortaleza para defender la fe apostólica; sabiduría para vivirla y, viviéndola, ser capaz de valorar el tesoro que es en nuestras vidas (…).

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

2 de mayo de 2020
Iglesia parroquial Sagrario Catedral (Granada)

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Palabras finales
Mañana es el Domingo del Buen Pastor. (…) que el Señor conceda a los pastores fortaleza y amor suficiente al pueblo cristiano para no temer dar la vida por ellos, por ese pueblo. La imagen del pastor en el mundo oriental antiguo se aplicaba muchas veces al rey, y el pastor era como el dirigente, el que guiaba al pueblo. Jesús es un pastor muy extraño, porque Él dice que es el verdadero pastor, porque da la vida por sus ovejas (ya veis que se dan las vueltas a las categorías del mundo).

En todo caso, es el día de las vocaciones nativas, es decir, de que, en África, en lugares de Asia, de América Latina, donde a veces había pocas vocaciones, ahora gracias a Dios cada vez va habiendo más, pero hace falta que haya vocaciones en sus propios pueblos; que pidáis también por ello mañana.

Y por último, la vida de San Atanasio (no os he hablando de ella, os he hablado del marco cultural donde se sitúa la batalla de San Atanasio), fue, a lo largo del tiempo que fue obispo de Alejandría, condenado al exilio cinco veces. Una de las veces tuvo que salir huyendo por los tejados de Alejandría, escondiéndose. Se le llama “martillo de los herejes”, pero él nunca condenó a los arrianos; eran los arrianos los que le excomulgaban y le condenaban a él. Pero es una vida verdaderamente apasionante. Se fue a Roma a ver al Papa en un momento de los que le exiliaron de Alejandría y se llevó a unos cuantos monjes, porque eso estaban haciendo en Egipto, era una cosa completamente nueva, para que el Papa pudiese ver lo que estaba pasando en Egipto que era una cosa preciosa. En menos de un siglo, hubo más de mil monasterios a lo largo del desierto, en los alrededores del Nilo.

Os doy la bendición.