Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios:

El Evangelio de hoy contiene una imagen preciosa, muy sencilla, que todos somos capaces de comprender, pero que expresa realmente todo –diría yo-. ¿En qué sentido? Yo pienso en mi vida, en mi historia, y me pongo delante de ese Evangelio y digo: Señor, sin Ti no soy nada. Sin Ti mi vida se seca, sin Ti mi vida se empobrece poco a poco hasta deshacerse, realmente.

Cristo se ha sembrado –“El grano de trigo que muere y da mucho fruto”-, se ha sembrado en nuestra tierra; nuestra tierra, nuestra historia, nuestras vidas, la vida de cada uno, en nuestra humanidad, y de esa siembra ha nacido un pueblo nuevo, ha nacido un tronco en el que todos nos injertamos. La vida que corre por nosotros, la vida nueva que el Señor nos ha dado es la vida de Cristo, no es otra; es la vida que Él nos comunica. Ya la que nos comunicó en la Creación, porque todo lo que somos ya es don del Señor. “Todo ha sido creado por Él y para Él, y todo tiene en Él su consistencia”, dirá San Pablo en la Carta a los Colosenses. Nuestra consistencia, lo que somos, eres Tú Señor, Tú que te das a nosotros y nos permites ver y oír, y gozar, y que nuestro corazón lata y se emocione con las cosas bellas y pueda amar.

Todo eso ya es don tuyo. Todo eso ya es algo de tu Vida que nos das. Pero no te has confirmado con eso. Nos habías hecho con un corazón tan abierto y tan grande que te necesita a Ti, y Tú has venido a sembrar tu Vida en nosotros, de tal manera que podamos vivir con la vida Tuya, con la vida de hijos de Dios. No sólo criaturas de Dios, sino hijos, que participan del amor infinito de Dios, pobremente, pero ese Amor se nos da sin ningún límite.

La historia de Pablo en ese sentido: asesino (él había colaborado con la muerte de Esteban, iba con cartas para Damasco para que pudieran arrestar o matar a la pequeña comunidad que había ya en Damasco, seis o siete años después de la muerte y Resurrección de Jesús), se encuentra con el Señor y su vida cambia. No importa el pasado; no importan nuestros errores, nuestras miserias, nuestras pequeñeces. Vienes Tú, nos comunicas Tu Vida; nosotros no tenemos otra cosa que hacer que abrirte nuestro corazón y que Tu Vida empiece a circular por nosotros en este pueblo, en esta familia que es la Iglesia. Cuando uno la puede ver funcionando, donde hay una parroquia viva, donde hay un grupo cristiano, donde hay una comunidad, uno ve vidas humanas que florecen. No sin drama. No es que cuando uno se hace cristiano la vida de repente empieza a ser fácil y todo le va bien, y encuentra trabajos fáciles, y gana dinero, y no hay dramas en su vida matrimonial o en su vida familiar. No es nada de eso. Pero, sin embargo, hay algo que hace que la humanidad florezca. Florecemos en Ti, y por Ti, y gracias a Ti Señor. Y no somos lo mismo.

Tú eres la vid, nosotros los sarmientos. Pero pensad en cualquier árbol: arrancas una rama y te sirve para decorar unos pocos días, pero luego esa rama deja de tener vida. Pasa lo mismo en la Iglesia: nos arrancamos del tronco y nos secamos, primero nos empobrecemos, y si se nos hecha un poco de agua, igual revivimos un poquito y nos mantenemos algo, pero sin Ti Señor… Me vienen a la cabeza aquellas palabras de Pedro cuando Él les estaba empezando a introducir en lo que era la Eucaristía, el pan eucarístico (“quién come mi carne y bebe mi sangre”), y todo el mundo decía “esto es una locura”, y algunos querían marcharse, y algunos se marcharon. Y Jesús les dice a Pedro y a los Doce: “¿También vosotros queréis marcharos?”. Y Pedro le dice: “Señor, ¿dónde vamos a ir? Sólo Tú tienes palabras de vida eterna”. En Ti está la vida eterna. Tú eres ya la vida eterna. Y cuando Tú nos comunicas tu Vida, nosotros empezamos a vivir en esa vida eterna ya aquí, ya en esta carne mortal, en este mundo de pecado, en esta realidad terrena en la que vivimos. Hay algo del Cielo cuando Tú estás en nosotros. Nos permites amar, nos permites perdonar, nos haces posible tener la certeza inteligente (no ciega), clarividente, de que somos amados, del valor y de lo precioso –en todos los sentidos- de nuestra vida.

¡Señor, qué grande es Tu Amor! Y qué grande y qué poco merecido todo es el haberte conocido, el que te hayas unido a nosotros, el que seamos miembros de tu familia y de tu cuerpo; que hoy mismo te des de nuevo a nosotros. No son sólo palabras de vida eterna, es que Tú te das, es que Tú te nos das, es que Tú te regalas a nosotros, para que nosotros podamos vivir por Ti, vivir en Ti, y ya ni el más pequeño de nuestros sufrimientos o de nuestros dolores es algo que vivimos solos. Se lo decía yo hace muy pocos días a una persona con una historia familiar muy compleja, muy rota, muy herida: ni el más pequeño de tus dolores es estéril o no tiene sentido, forma parte de la Pasión del Señor. Nuestros dolores forman parte de la Pasión del Señor, porque estamos unidos a Él, somos sus ramas, somos sus miembros, somos la misma planta, por regalo suyo, por gracia suya.

Señor, que sepamos abrir nuestro corazón a Tu vida; que la recibamos más y más. ¿Para qué? Para que nuestras vidas florezcan. Si es lo que dice el Señor: “En esto recibe gloria mi Padre, en que vosotros deis fruto y deis fruto abundante”. ¿Qué es ese fruto?: nuestra propia humanidad. San Irineo, un gran cristiano del siglo II, decía en una ocasión: “La gloria de Dios es el hombre viviente”, es el hombre que florece, es el hombre que da fruto. ¿Fruto, de qué? Fruto de amor. No hay otra cosa que haga la vida digna de ser vivida, bella; fruto de amor, porque Dios es Amor. Y la vida de Dios cuando entra en nosotros, cuando se nos da, cuando trabaja nuestra vida por dentro, es amor lo que genera, y son obras de amor los frutos que produce.

Que así sea, para vosotros, para nosotros, para toda la Iglesia.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

29 de abril de 2018
S.I Catedral

Escuchar homilía