Fecha de publicación: 25 de marzo de 2021

Muy queridos hermanos y amigos;
muy querida familia (porque lo somos. Eso es la Iglesia y si no es eso, no es nada);

Celebramos dos cosas grandes esta tarde y una de ellas es tan grande, que yo diría que es la más grande de la historia: la Encarnación del Hijo de Dios. Es verdad que eso lo celebramos con toda solemnidad en Navidad, el 25 de diciembre. Y el 25 de marzo, es el momento de la Encarnación. Pero el hecho de la Encarnación del Verbo es realmente el culmen y el centro de la historia humana. Es el desposorio del Señor con su Esposa amada, que es la humanidad, para que nazca una humanidad nueva que rompa la dinámica del poder, del pecado y de la muerte. Que nazca de Su amor una forma nueva de vivir la vida humana.

Celebramos también esta tarde el V aniversario de la Carta apostólica postsinodal “Amoris Laetitia”, en la que el Santo Padre habla de la familia y del amor esponsal, y de la alegría y de la belleza del amor esponsal.

Yo no voy a entrar en los detalles del contenido de la encíclica, que seguramente algunos de vosotros conocéis estupendamente y otros a lo mejor no tanto, pero también la tenéis presente, y siempre, además, hay posibilidad de volver a ella y saborearla. Yo quiero mostrar que esa encíclica es el paso más reciente del Magisterio de la Iglesia en una dirección que el Magisterio tiene tomada decisivamente, decididamente desde el Concilio Vaticano II, y que es absolutamente imprescindible para recuperar, en su frescura y en su sencillez original, la fe cristiana. La fe que nace del hecho de la Encarnación, la fe que tiene su fuente y su centro justamente en la Encarnación del Hijo de Dios.

¿De dónde venimos? Pues, venimos -y lo dijeron así tanto el Concilio Vaticano II como el Papa san Pablo VI muchas veces, y lo repitió muchas veces también san Juan Pablo II- de una separación radical, profunda, de un abismo de separación entre lo humano y lo divino; entre lo natural y lo sobrenatural, por decirlo en un término un pelín más técnico, porque, a lo mejor, la palabra “sobrenatural” hoy la reservamos para ciertas cosas de ciencia ficción, en ciertas películas de anime. Pero la palabra “natural” todos la usamos de la misma manera que se viene usando desde el siglo XIV, cuando esa separación se inicia y se fue progresivamente agrandando hasta el XIX y el XX.

Es una separación agotada, es una separación, en el fondo, herética; es decir, que impide vivir el centro de la fe cristiana, aunque guardemos muchas cosas de las rutinas y costumbres cristianas. ¿Por qué? Porque lo sobrenatural queda así puesto fuera de la Creación, fuera de lo real, en definitiva. Dios es concebido como alguien que está fuera de la Creación. La imagen favorita de Dios en el siglo XVII y XVIII es la imagen del Dios “arquitecto”. Hoy, ese Dios no resiste la crítica y no resistió las críticas del siglo XIX que dieron lugar a todas las ideologías del XX que conocemos, tan destructivas de lo humano. Ese Dios no resiste, por ejemplo, a una pregunta que ya hizo un filósofo en el siglo XVII o finales: “El mal existe en el mundo. Entonces, no caben más que dos conclusiones: o que Dios no es Todopoderoso y no puede arreglarlo, o que Dios no es bueno y no quiere arreglarlo”. Ese tipo de objeción sólo tiene lugar sobre un supuesto: el que Dios sea un ser que está fuera de la Creación, ¡y eso coincide tan poco con la fe cristiana! Yo recuerdo el Catecismo que yo estudié de niño (y soy un anciano), en buena o gran medida, y había una pregunta en él que se había repetido en esos catecismos: “¿Dónde está Dios?”. Y la respuesta era: “En el cielo, en la tierra y en todas partes”. Eso significa que Dios no está fuera de la Creación en la conciencia cristiana, sino que la Creación entera es una participación del Ser de Dios. La pregunta que ha surgido muchas veces, por ejemplo, en la pandemia: “¿Dónde está Dios?”. En las UCI. Benditos capellanes que han podido llevar al Señor a los hospitales, pero Dios estaba en el agonizante.

Como Dios está en los restos del difunto, de manera diferente. Dios está en todo, porque Dios no está fuera de nada. Y el mal acontece, por así decir, en el seno de Dios. Es verdad que cuando nosotros empezamos a pensar en Dios, un poco de esta manera, se nos hace más difícil concebirlo como un ser personal, espontáneamente. Si lo pensamos así, pensamos como que Dios es una especie de fuerza o de energía. Pero esa es la pobreza de nuestro pensamiento. Porque la Creación es personal. Nosotros somos personas y somos capaces de amar y, como personas, somos seres únicos. Entonces, Dios está también en nuestra persona, Dios es también la fuente y la plenitud de nuestro ser persona a imagen y semejanza de Dios. Y estamos hechos para el amor, como personas, precisamente. Y ese estar hechos para el amor también tiene su origen y su plenitud en el Dios que es Amor. No sólo que tiene sentimientos de amor y de misericordia, sino que es el Amor. Lo cual también significa que todo amor verdadero es como una participación en el Ser de Dios. No hay cosa más poliédrica, más rica y más fecunda en todos los sentidos que el amor. Probablemente, el amor no se repite nunca, porque cada persona es única. Pero, además, es que está el amor fraternal, el amor de compañerismo, el amor de los hermanos, el amor de los padres a los hijos, de los hijos a los padres, la amistad y el amor esponsal, esa forma única y especialísima de amor, que está también inscrito en el corazón del hombre y de la mujer.

Venimos de un mundo en el que, durante varios siglos, la cultura se ha ido construyendo sobre la hipótesis de una separación entre lo que es natural y lo que es sobrenatural, que es lo de “las cosas de Dios”. A esa misma separación coincide la separación que hacemos entre lo religioso como un cuadradito dentro de los muchos cajoncitos que tiene la vida. Luego está el cajoncito del arte, el cajoncito de la ciencia, el cajoncito de la diversión, el cajoncito de la comida, de la economía… y uno es el de lo religioso. ¡Pues, no! También eso es una concepción que está lejos de la Tradición cristiana. Lo religioso es el fondo, y no hay nada humano, verdaderamente humano, que podamos mirarlo sin censurar nada, es decir, de una manera verdaderamente libre, y que no lleguemos a tocar el Misterio, a tropezarnos con el Misterio. Y si hay algo que es así. es el amor –repito- en todas sus formas, y sobre todo en esa forma misteriosa sobre todas y grande sobre todas que es el amor esponsal.

Otra consecuencia negativa de esa separación entre lo natural y lo sobrenatural, entre Dios y la Creación, entre lo divino y lo humano, lo religioso y lo demás, porque son todas análogas, porque forman parte del mismo esquema, es que lo natural es perfectamente dominable por la razón. Lo natural es perfectamente medible. En definitiva, eso era lo que Descartes llamaba la “resistencia”, pero tiene muchas otras formas. Lo natural es algo que la razón puede contemplar y dominar. La naturaleza está ahí para que la dominemos. Esa es otra gran mentira: no dominamos nada si lo miramos con suficiente profundidad.

O, lo que dominamos, es lo menos interesante de la vida y de la realidad. Podemos medir la distancia entre las estrellas. Podemos reconstruir, si queréis, el minuto siguiente al Big Bang. Podemos reconstruir los ecos que produce, pero, después del comienzo de la explosión, lo que no podemos es situarnos fuera del mundo para contemplar la explosión. No podemos. Y eso quiere decir que nos topamos con un momento de misterio que no es medible, incluso, en las realidades físicas. A lo grande, en el cosmos, y a lo pequeño, en el átomo. Hay un momento en el que nos topamos, las cosas son así. ¿Pero, por qué son así? Lo humano, ciertamente, cuando pensamos que es medible, cuando pensamos que el amor humano o el matrimonio es un fenómeno meramente natural, porque, ¿qué pasa con todo lo que es meramente natural? Que pensamos que lo podemos medir. Y si lo podemos medir, depende del ingeniero que lo mida, que coloque lo descolocado. Entonces, creamos protocolos y procedimientos, dando por supuesto que todo es medible. Dando por supuesto que todo es medible, creamos protocolos y procedimientos para la educación. No funciona. Perdonadme, no funciona.

Si el matrimonio fuera una realidad meramente natural. Y los creamos en los gabinetes psicológicos. Que con eso no estoy queriendo decir que todas esas cosas no sirvan, pero cuando decimos que el matrimonio es una realidad natural, en realidad estamos diciendo que es una realidad que podemos gestionar nosotros. Y yo creo que bastaría tener los ojos medianamente abiertos. No hace falta ni ser muy inteligentes ni tener un genio de la filosofía o del pensamiento, para darse cuenta de que el matrimonio no es una cosa meramente natural, y que funciona si aprendemos bien a que funcione, y si aprendemos a gestionar bien los protocolos que funcione. Estamos más que equivocados, por haber pensado que es una cosa meramente natural. Una de las cosas que pone de manifiesto la barbarie y la confusión intelectual en la que vivimos. Pero, por pensar que es una cosa meramente natural, el resultado es que los matrimonios se rompen.

Hace muchos años, antes de que yo llegara a Granada, figuraba esa encuesta de que en España se rompía un matrimonio cada 3 minutos. Entonces, hace ocho años. El Magisterio de la Iglesia viene rompiendo con esa Tradición, viene alejándose de esa Tradición, desde el Concilio. Cuando el Papa Juan Pablo II dijo que una frase del Concilio era “Jesucristo, el Verbo de Dios encarnado, al revelarnos a Dios Padre y a Su designio de amor, revela el hombre al hombre mismo y le descubre la sublimidad de su vocación”, estaba descubriendo que sólo a la luz de Cristo se ilumina el Misterio que somos. Que hay cosas que están en la vida que son medibles, claro que sí. Pero, las relacione mismas, no. Son misteriosas, como yo soy misterioso para mí mismo. Por eso el hombre no puede vivir sin amor y el amor es misterioso. El amor esponsal, el más misterioso de todos. Decía, “porque el hombre no puede vivir sin amor, porque la vida se le hace oscura, difícil de digerir, difícil de sobrellevarse. Se le termina haciendo un peso cuando vive sin amor”. Y de eso tenemos también las pruebas todos los días. Es necesario acercarse a Cristo, que revela el hombre al hombre mismo y le descubre la sublimidad de su vocación.

Cuando el Papa escribe la “Amoris Laetitia” y entra en el Misterio del amor humano y en la belleza de ese Misterio, está recuperando una Tradición cristiana olvidada y perniciosa. Pernicioso el que lo hayamos olvidado. Cristo es la clave de lo humano. Es la clave de la amistad, es la clave del trabajo, es la clave de todo lo que somos. Y una de nuestro ser es que somos hijos. “Dios Padre, de quien proviene toda familia en el cielo y en la tierra”. Somos hijos, todos somos hijos, de la misma manera que todos somos hombre o mujer, y todos tenemos una vocación esponsal. Y diréis, “pero usted lo está diciendo y usted no tiene mujer ni hijos”. ¡Estáis equivocados! Tengo un anillo más gordo de la mayoría de vuestros padres. Hay aquí muchas personas que no tienen hijos biológicos y se llaman “padres”, y yo tengo muchas personas que me llaman “padre”, y yo acojo el nombre, porque sé que es parte de mi misión, y cuando a veces alguien me quiere gastar bromas, digo “¡que estoy más casado que cualquier padre de familia y tengo más hijos que la mayoría!”. Lo mismo que un padre de familia, exactamente igual, y amo a mi mujer, que es la Iglesia que Dios me ha confiado, con toda la pobreza de mi amor pero con todo el amor de que soy capaz. ¡Y lo mismo sucede con las chicas consagradas! ¿Se consagran porque les gusta la enseñanza, el atender a ancianos? No, se consagran como esposas de Cristo y, al consagrarse de ese mismo, muestran que Cristo es capaz de arrebatar, que Cristo está vivo.

Por eso necesitamos todos su testimonio, también los matrimonios. Porque ponen de manifiesto que Cristo es capaz de arrebatar el corazón de una mujer, de la misma manera (y estamos celebrando el Año de San José) que la paternidad del sacerdote o la falta de paternidad en los sacerdotes tiene mucho que ver con la ausencia de los padres en la familia. La ausencia de la figura del padre en la familia. Son cosas relacionadas porque el mundo cristiano y el mundo-mundo, está intrínsecamente relacionados y no se pueden separar. Todos somos hijos y sólo siendo hijos se aprende a ser padre. Todos somos hombre o mujer y todos hemos nacido con una vocación esponsal. Y todo eso es parte de nuestra vocación al amor, sin el cual no realizamos la plenitud de nuestra vida y de nuestro ser imagen de Dios, que es un Dios que es Amor. Y porque es Amor crea al mundo. Y porque es Amor, asume nuestra condición humana en la Encarnación. Es un Dios paradójico, pero es que el amor es así. Es un Dios que es capaz de salir de Sí mismo sin salir de Sí mismo. Por lo que os decía antes: Dios no está fuera del mundo, ¡en ningún momento!

Un Padre de la Iglesia, de comienzos del siglo IV, en unas nanas que la Virgen le canta a Su Hijo Jesús en su regazo, le decía: “Primero, le llamaba descarado, porque se tiraba a todos lo que pasaba, y la Virgen a Jesús le dice: ‘Es que te tiras a todo el que está cerca’”. Y dice: “¿Es eso que eres un descarado o es ese Tu amor por los hombres?, y no haces distinciones entre los ricos y los pobres, entre los puros y los impuros, a todos te tiras”. Y le dice también: “¿Es que Tú tienes ganas de llegar a todas partes? ¡Aunque ya estás en todas antes de salir!”. ¡Me parece precioso! Cristo quiere, porque es la revelación misma del amor del Padre, el Padre que le ha entregado toda Su vida y se la ha entregado al Hijo. Y el Padre y el Hijo, y el Espíritu Santo que une a los dos en un amor personal, pleno, infinito, rebosa en la Creación y rebosa de nuevo en la Encarnación, para llegar a cada uno de nosotros en nuestra pobreza, en nuestra pequeñez, en nuestra miseria también.

Yo doy gracias porque el Magisterio de la Iglesia haya tomado ese camino desde el Concilio y el último punto de ese Magisterio en relación con la familia, porque vuelve a poner de manifiesto la necesidad de Cristo para vivir en plenitud, lo que determina más el sufrimiento y el gozo humano, las dos cosas. Porque no hay gozo sin amor, pero tampoco hay amor sin sufrimiento. Los lugares de amor son siempre lugares de cruz al mismo tiempo. Lugares de entrega y la entrega supone un salir de uno mismo, y ese salir de uno mismo siempre comporta la paradoja que constituye el amor y que tiene su primer modelo en el Señor. ”El que quiera guardar su vida, la perderá y el que la pierda en cambio –(el que la derroche, la dé)- es el que la encuentra”. Y Dios no ha enseñado nunca nada, en Jesucristo, que no haya hecho Él antes. No tuvo en algo en ser retenido el ser igual a Dios. ¡Qué fuerte! Nosotros retenemos cosas mucho más pequeñas, que no valen nada, y nos apegamos a ellas y no consentimos que nadie nos las toque, nos las quite. Nos parecemos mucho a Gollum, de “El Señor de los Anillos”: “Mi tesoro”. Y cuanto más pequeñitos nos hacemos, más pobres y más miserables.

Dios Se da y, al darSe, se revela como verdaderamente grande. Esa es la gran paradoja. “Tened los mismos sentimientos que Cristo Jesús -dice San Pablo-, que no se apegó como algo digno de ser retenido el ser igual a Dios, sino que se despojó de Sí mismo y Se vació de Sí mismo tomando la condición de esclavo, pasando por uno de tantos”. Y se entregó hasta la muerte y una muerte de cruz. Y por eso es Señor de toda la Creación, para que toda lengua proclame “Jesucristo es Señor”, para Gloria de Dios Padre.

Dios es paradójico y el amor es una paradoja: Pero la paradoja consiste justamente en que sólo cuando salimos de nosotros mismos, sólo cuando amamos, sólo cuando nos damos, somos plenamente lo que somos y sólo en darse está la alegría. Una alegría que ensancha el corazón. La alegría y la libertad verdadera. No el libre albedrío que tenemos, que nos es dado por el hecho de nacer, sino esa libertad que dices “he aquí un hombre libre”. Un hombre libre es el que es capaz de darse, como se ha dado el Señor. “Nadie me quita la vida, Yo la doy porque quiero”. Cristo te ama porque quiera amarte, aunque nosotros mismos no somos capaces de amarnos. Pero Él nos ama porque quiere, libremente. Libremente se entrega por nosotros. Libremente permanece junto a nosotros. Lo hizo una vez en el centro de la Historia, en la Encarnación, y desde entonces, misteriosamente, no deja de hacerlo.

Estamos celebrando la Eucaristía. En la Eucaristía, de una manera misteriosa, pero no menos real que en la Casa de Nazaret, el Señor viene a cada uno de nosotros. Él es el Emmanuel, el Dios con nosotros, fue ese nombre que el mismo ángel le dio, que le daba el profeta y que Él prometió, como las últimas palabras que conserva el Evangelio de San Mateo: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Y hoy se nos da a nosotros como se dio a la Virgen, para hacer de nosotros criaturas nuevas, que vivimos las realidades de nuestra vida cotidiana como nuevas.

Me he dejado una cosa sin decir, no quiero no decirla: que si esa separación brutal entre lo natural y lo sobrenatural, entre Dios y la Creación, ha sacado a Dios del misterio del matrimonio, sacó a Dios haciendo del matrimonio una cosa natural, simplemente para ser tratada por psicólogos y psiquiatras, y sociólogos o especialistas de terapias de pareja, pues todo lo demás; si eso, que es lo más íntimo a la persona humana, ha quedado arrancado del poder salvador de Cristo, todo lo demás también. Por eso, la economía no tiene nada que ver con Cristo ni con lo cristiano, ni con lo religioso. Por eso, la política. La Iglesia hemos dejado de ser un pueblo. Hemos dejado de serlo, porque eso de ser un pueblo parece una cosa política y la política no tiene que ver con Dios. Y sin embargo, sólo podremos renacer como seres humanos, salir de la cultura de la muerte y de la destrucción, si retornamos a Cristo y si, desde Cristo, empezamos a dejar que se reconstruya una humanidad entera. Y el Papa ha empezado por el matrimonio y la familia. También ha hablado de la economía, también ha hablado y habla de la necesidad de una nueva economía, y habla de la necesidad de reconstruir los pueblos, y de sostener los pueblos o lo que queda de ellos, en el mundo del capitalismo global, con todo descaro y con toda libertad. Pero todo eso tiene que ver con ese Dios separado de la vida, que forma el ADN de nuestra cultura de la que participamos todos nosotros, en el que todos hemos sido y somos educados constantemente.

Vamos a dar gracias al Señor por su Encarnación y porque su Encarnación ilumina lo más grande de nuestra vida que es nuestra vocación al amor, en todas sus formas. E ilumina todas las dimensiones de la vida. Vamos a pedirLe humildemente que Él nos enseñe a ser un puntito de luz en medio de la noche, de esa novedad de una humanidad gozosa, plena de gratitud y de alegría, que nace del costado abierto de Cristo.

Celebramos la Encarnación y estamos a las puertas de la Semana Santa. Son las dos caras de la misma moneda. El Señor se hizo hombre y se entregó a su Esposa, a la humanidad, hasta la muerte y hasta ser objeto de burla y de escarnio, y una muerte de las más crueles que el hombre ha inventado, solamente para mostrar que Su amor no se detiene ante nada, ni se para ante nada, ni nada hace que desaparezca, o nada es más fuerte que el amor con el que somos amados. Y nada es nada.

Vamos a pedirLe que florezca en nuestro corazón, de tal manera que podamos ser un poquito de luz en medio de tanta noche. Luz nueva y fresca. La luz de la mañana de Pascua.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

25 de marzo de 2021
Parroquia Santos mártires Justo y Pastor (Granada)