Fecha de publicación: 24 de julio de 2018

Decía un Padre de la Iglesia que las moradas de los hijos de Dios, en el cielo, de los santos en el cielo, serán lo suficientemente grandes, o serán de un tamaño concorde a los discípulos que cada cual haya reunido. Dios mío, celebrar la clausura de este centenario con la Catedral de Granada llena (…) quiere decir que la morada de José Gras y Granollers en el Cielo tiene que ser una morada muy grande para que quepáis todos. Es una imagen bellísima del fundamental motivo de gratitud por su persona y por su obra.

Os saludo a todos, los de cerca y los de lejos. Saludo especialmente al Deán y al Vicario General de Seu de Urgell, que nos acompañan.

Saludo muy cariñosamente a D. Juan Sánchez Ocaña, que está también con nosotros y que tanto de su vida ha dedicado por una parte a la Abadía del Sacromonte, y por otra a dar a conocer la vida de José Gras y Granollers.

Saludo a las Hijas de Cristo Rey, que habéis continuado su obra y que participáis de la fecundidad de su vida, porque cooperareis sencillamente en la difusión de la obra que él empezó; una obra hecha con amor, con pasión, y a la que le dedicó lo mejor de sus esfuerzos y de su vida.

En una homilía no es momento de profundizar en muchas cosas, pero quería subrayar dos detalles. Es verdad que la imagen de Cristo Rey puede parecer entre nosotros como vinculada a un tiempo en el que, al menos algunos, podrían usarla como añoranza del antiguo régimen, del régimen monárquico que las sucesivas revoluciones liberales y de otro tipo habían ido destruyendo en Europa. Pero tienen un sentido mucho más profundo que es importante recordar y que nos recuerda el primer Credo cristiano. Era justamente la afirmación “Jesús es el Señor”, Jesús es el “kyrios”. Pero, para nosotros, decir “Jesús es el Señor”, o dirigirnos al Señor, es una palabra tan gastada que casi no tiene ninguna connotación humana. Y sin embargo, “kyrios” era el término que se usaba para el emperador de Roma, por la tanto era una palabra peligrosísima. Decir “Jesús es el Señor” era algo que le comprometía a uno. En los momentos de persecución más violenta, le comprometía a uno la vida.

Y esa era el primer símbolo de la fe de los cristianos ya en tiempos de San Pablo (…) y hubo mártires que sencillamente fueron condenados a muerte por no bajar la cabeza cuando el emperador pasaba por delante, por la sencilla razón de que ellos eran súbditos de otro Rey, súbditos de otro Emperador, súbditos de otro Señor.

En el tiempo de D. José Gras era casi igual de peligroso afirmar la realeza de Cristo. Y sin embargo, era una manera como de ir al corazón del cristianismo (…). La religión cristiana consiste en el amor y la sumisión de la vida a Cristo, nuestro Rey. La experiencia cristiana es la pertenencia a Cristo. Como san Juan Pablo II subrayó que no habría evangelización en el siglo XXI si no se recuperaba la Primacía de la Gracia y el Papa Francisco no hace mas que afirmar esa Primacía constantemente cuando habla que Dios nos “primerea”: antes de que nosotros hagamos nada por Dios, Dios lo ha hecho todo por nosotros.

Cualquier gesto humano dirigido a Dios es ya una gracia concedida, porque jamás podríamos los hombres -no digo amar a Dios, ni servirnos- casi ni conocerlo. Recordar que Cristo es la humanidad de Dios y que Dios ha querido hacerse cercano a nosotros, partícipe de nuestra condición humana, para poder hacernos a nosotros partícipes de nuestra vida divina. Él es nuestro Señor por derecho de conquista, Aquel a quien pertenece nuestra vida (…). Vivir para Cristo. Esa es la vida de la Esposa, esa es la vida de la Iglesia. Que Cristo sea el Señor de nuestros deseos, de nuestros pensamientos, de nuestras acciones, que empiecen en Ti y en Ti termine, que se dirijan a Ti, de nuestras vidas. Eso es ser cristiano.

En el mundo moderno eso era fácil separarlo en cierto modo del amor a los hombres. Pero, a estas alturas de la historia, por las experiencias vividas a lo largo del siglo XX, en España y en Europa, y en el mundo, yo creo que está suficientemente claro que un verdadero amor al bien de los hombres no es posible mas que si el corazón de piedra que los hombres tenemos y que reaccionamos a tantas cosas está tocado y transformado por el corazón de Cristo. Ensanchado a la medida del corazón de Cristo. Sólo si amamos a Dios, podemos amar a los hombres; igual que si amamos a los hombres, podemos decir que amamos a Dios. Son dos realidades que están en relación total la una con la otra; que crecen en proporción directa. Cuando el amor a Dios no es mentira, el amor a Dios no es amor al Dios verdadero si no es amor a los hombres y al bien de los hombres, y a la verdad que hace posible una humanidad bella y buena.

Me parece un don precioso del fundador de las Hijas de Cristo Rey esa centralidad de la persona de Cristo. Cristo es Rey pero es ese Rey singular que conquista, que accede a la posesión de nuestras vidas poniéndose en lugar nuestro, descentrándose, entregándose a la muerte y una muerte de cruz para que nosotros vivamos (…). Por eso, eres Señor y se puede doblar ante Ti toda rodilla en el Cielo, en la tierra, en el abismo.

Nosotros no somos propagadores de valores cristianos. Nosotros no somos siervos de una serie de palabras abstractas (solidaridad, justicia, ni siquiera la palabra amor). Somos siervos de Cristo, amigos de Cristo. Somos miembros del cuerpo de Crispo por su Amor. Y eso nos hace testigos de Él y del Amor hasta la muerte, hacia los hombres por Él. Porque no se puede ser de Cristo y no tener los mismos sentimientos de Cristo Jesús.

Y el segundo aspecto que yo quisiera subrayar en esta acción de gracias es el papel de la educación. En el mundo convulso, muy convulso del siglo XIX en España y en Europa, es una intuición el caer en la cuenta que las multitudes se alejaban, iniciaban su alejamiento de la Iglesia, debido a la ignorancia de la fe, debido a la ignorancia de Cristo, debido también a unas circunstanciadas sociales que hacían que cuando uno miraba a la Iglesia no fuese algo evidente su pertenencia a Cristo, se hacían mas visibles sus instrumentos de poder, u otras cosas, su abundancia de medios económicos y cosas de ese tipo. Comprender lo que Benedicto XVI ha llamado después, pero que es algo evidente para todos, que en aquel mundo de finales del siglo XIX y de comienzos del XX se iniciaba una gran “emergencia educativa”, era una intuición, era un don de Dios. Y consagrar la vida a la creación de un instituto que estuviese dedicado a la educación de niñas, de mujeres, también era una intuición feliz, profunda, en un mundo que reducía la vida de la mujer a labores verdaderamente secundarias en la vida humana, en la vida de la sociedad. Que no es el pensamiento cristiano, que no fue en la Antigüedad así, que no fue en los primeros siglos cristianos (…)

Es curioso, esa libertad de la mujer es uno de los primeros gestos que puede uno decir de la vida de la Iglesia. Luego, influencias ajenas desde antes del Renacimiento, pero, sobre todo, del Renacimiento para acá, han rebajado el papel social de la mujer en muchos sentidos. Pero intuir que en la tarea de la educación había una prioridad, una tarea fundamental, que en educar a la mujer también me parece una intuición grande. Más necesaria hoy aún que en su tiempo.

En muchas direcciones es verdad que hay muchas diferencias entre su tiempo y el nuestro, algunas de lenguaje, otras de fondo. De fondo quizás la única que a mi se me ocurre nombrar en esta especie de conversación es que en aquel tiempo, a pesar de ser tan cercano, se podría suponer que unas ciertas categorías del mundo eran todavía cristianos, unos ciertos valores eran todavía cristianos y eran evidentes para todo el mundo, la búsqueda de la justicia, la atención a los pobres.

En nuestro mundo, todo eso ha dejado de ser evidente. En nuestro mundo, esas evidencias y muchas otras han caído. Vivimos en un mundo post cristiano. Y lo que entonces era educar en la fe cristiana en un mundo cuyas categorías y cuyos modos de pensamiento seguramente uno podía hacer referencia a ellos, en este mundo ya no valen. Eso es una gracia de Dios para nosotros sin duda, porque si el Señor nos ha puesto en este mundo, es para nuestro bien y para el bien del mundo. Y es una gracia de Dios tener que volver a recuperar el centro del cristianismo en la persona de Cristo y tener que recuperar el centro de la misión de la Iglesia en el testimonio de una vida, como dice el título de un libro escrito por un buen amigo, “La belleza desarmada”. La Iglesia hoy no tiene más armas que la belleza de su vida, la belleza de nuestras relaciones, la belleza de nuestra amistad, de nuestra comunión. Es el único modo que tenemos de dar al mundo a Cristo, y el único modo que tenemos para hacerlo atractivo a los hombres.

Sé que estáis en doce naciones y que estáis en África y en América. Dios mío, ésa es la fecundidad de José. En algunos países, porque la tradición no es una tradición cristiana; en algunos que nos decimos católicos, que hemos vivido siglos de catolicismo, porque casi ya no sabemos lo que significa ser cristianos y cuando hablamos de cristianos casi no sabemos de lo que hablamos…. Y no lo digo en broma.

Vamos a dar gracias a Dios por esa fecundidad de nuevo. Vamos a pedirLe que su vida y su amor apasionado a Cristo Rey y su amor apasionado a los hombres sigan siendo fecundos en nuestra vida, y en nuestra misión, en nuestras tareas. Y que en estas circunstancias nuevas del mundo nosotros también sepamos transmitir y comunicar con gozo esa pertenencia total a nuestro Rey, Jesucristo. Y que podamos encontrar los modos de llegar al corazón de los hombres, que tienen siempre una complicidad profunda con el anuncio de Jesucristo, con el Evangelio, porque todo ser humano, de la cultura que sea, en la situación que esté, lejos y cerca de la Iglesia, está hecho para un amor infinito.

Y aunque nuestro amor nunca pueda ser infinito, puede llevar el sello, la marca del Amor infinito de Dios. Y cuando la lleva, el corazón de los hombres se abre.

Una última observación. Pedid el milagro. Pedid el milagro que falta (…). Sabemos que vivimos en un mundo lleno de milagros (…), cada uno de nosotros somos un milagro. No somos conscientes de ello pero somos un milagro, un don de Dios tan innecesario como las flores de la montaña, infinitamente más bello porque cada uno de nosotros somos imagen y semejanza de Dios. Pero esos milagros forman parte de la Creación, no sirven para un proceso de beatificación. Hay que pedir uno gordo, de los que llaman la atención. De los que nos hacen saltar de asombro.

Pedirlo sin ningún temor. Esta Catedral llena es un signo de que no tenéis que tener ningún temor para pedirlo.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

7 de julio de 2018
S.I Catedral

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