Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo Santo de Dios;
muy, muy queridos hermanos y amigos:

Hemos empezado la misa un pelín más tarde, porque yo bajaba de celebrar en la iglesia de Santa María de la Alhambra los 400 años de la fundación de la iglesia actual; aunque, en aquel lugar, hay testimonio de que había ya una iglesia dedicada a San Vicente hace 1400 años, y hasta no hace muchos había una lápida que lo recordaba.

Menciono este hecho no sólo por explicar por qué hemos empezado un pelín más tarde esta Eucaristía, sino también porque era muy sorprendente, pero al mismo tiempo muy expresivo, celebrar la fiesta de Cristo Rey…. Supongo que muchos de vosotros conocéis la Virgen de las Angustias de Santa María de la Alhambra. Quienes no la conocéis, porque estáis de visita en Granada, yo os invito a que no os vayáis de Granada sin haber visto esa Imagen, porque es una Piedad, probablemente la más conmovedora que yo he visto en mi vida. Y delante de ella te dan ganas de decir: “¡Éste es nuestro Rey!”, “¡qué diferente eres a los poderosos del mundo!”.

Cuanto Tú decías y predicabas, Señor, “El que quiera ser primero entre vosotros, que se haga el último de todos, que se haga el siervo de todos, que se haga el esclavo de todos”, no estaba simplemente dando una doctrina abstracta. Eso lo ha vivido el Señor. Lo vivió en la Última Cena tratando de explicar a los discípulos qué significaba su muerte cuando les lavó los pies (que era un oficio de esclavo) y lo ha vivido en su Pasión y en su muerte, consumando así ese abrazo a la humanidad que ha sido toda la historia de Salvación y que comenzó como tal abrazo, como tal consumación, en la Encarnación del Hijo de Dios.

El Hijo de Dios nació llorando, como cualquier hijo de Eva, y murió gritándole a Dios, como tantos hombres y mujeres a lo largo de la historia. Ése es nuestro Rey. Y es un orgullo servir a ese Rey, que ilumina nuestra vida de una manera espléndida, verdaderamente maravillosa. Ser súbditos de ese Rey es ser -San Pablo nos lo decía en su Lectura: “Sois un pueblo de reyes y de sacerdotes”- hijos de Dios y, por lo tanto, haber adquirido una dignidad y una libertad que no nos la da ninguna institución de este mundo. Las instituciones de este mundo nos pueden dar el poder escoger entre doscientas marcas de dentífricos, entre cien marcas de coches, entre marcas de televisores, aunque la dinámica de la vida económica hace que eso tenga un dinamismo de concentración mayor de poder y al final uno tiene que elegir sólo casi entre Samsung y Apple, porque es lo que queda. Modelos diferentes cada año. ¡Eso no es ser libres!

Os voy a poner un ejemplo que parecerá que tendrá poquito que ver con lo que estamos celebrando, pero hay un filósofo norteamericano vivo, profesor creo que de Harvard, que hace filosofía moral pero no es creyente, es agnóstico. A base de comentar películas de cine, sobre todo películas del cine clásico (sobre todo, de la década de los 40), explica que una vez que en la Reforma Protestante se perdió el sentido del Sacramento del matrimonio, no había mucho en qué fundar esa relación esponsal tan única, tan particular (no es lo mismo que una amistad, es evidente: la relación matrimonial es una relación que tiene unas características únicas de disponibilidad, de donación, de entrega, semejantes a las de Cristo a nosotros en la Eucaristía. Por eso, la Eucaristía es la mejor escuela de matrimonio). Dice que cuando eso se perdió, en el mundo germánico y anglosajón, sobre todo, la única institución que podía garantizar ese carácter único de la relación esponsal era el Estado; pero cuando sucedió toda la historia de Enrique VIII, con todos sus problemas y sus conflictos matrimoniales, la gente se dio cuenta de que el Estado no podía ser el garante del matrimonio por la sencilla razón de que el Estado mismo necesitaba alguien que garantizase que no era sólo una mera mecánica de poder y de dominio. Entonces, dice él: “¿Qué ha pasado desde entonces?”. Y lo comenta con una película de Frank Capra, que se llama “Sucedió una noche”. Hay un momento en que los dos protagonistas se dan cuenta de que están enamorados y que quieren casarse; hay un plano muy largo en el que se van por una carretera cada uno con su maleta, de espaldas hacia el horizonte y en el horizonte hay unas colinas. Él dice : “Una vez que el Estado no sirve como garante del matrimonio, ¿qué es lo queda? Que cada pareja tiene que inventarse qué es el matrimonio porque no tienen ninguna referencia fuera de sí”.

Pongo ese ejemplo, que es tremendo porque explica bastante bien una situación en la que se encuentran un montón de parejas que se casan (aunque se casen en la Iglesia), porque ilustra uno de los aspectos en los que la pérdida, y no de un simple Dios omnipotente y poderoso, sino del Dios revelado en Jesucristo, que se entrega y se hace uno de nosotros, y se une a nosotros de tal manera que nos incorpora por así decir a Su Vida y a Su Persona, y nos hace hijos de Dios, nos hace un Pueblo de reyes y de sacerdotes, como Él es Rey y Mediador, a pesar de todos nuestros pecados. Esa historia respecto al matrimonio es un ejemplo de lo que sucede cuando perdemos a Dios como horizonte de la vida.

Ser súbditos de Cristo es tener una garantía de que podemos ser libres, de que somos libres. Cuando ese horizonte se pierde, ¿sabéis lo que sucede?. Lo que ha sucedido en todas las revoluciones desde la Revolución Francesa, en todas: que siempre han empezado cantando las libertades que se conquistaban y la Revolución Francesa terminó con la experiencia de los jacobinos en la guillotina; y la rusa terminó también buscando la igualdad. Honestamente, no digo que no. En la Revolución Francesa hubo un momento, y hay historiadores recientes que dicen: “La Revolución Francesa comenzó como una revolución cristiana, donde los nobles despojaban de sus nobles galas y se las ponían a los pobres por la calle en la noche del 4 de agosto -en el comienzo de la Revolución-, pero fue secuestrada por los jacobinos”. Y la Revolución rusa “fue secuestrada por los bolcheviques”…

Hubo un teórico de la Ilustración francesa que escribió un libro precioso, después de un viaje suyo a América, (es un clásico de la teoría política moderna), que se llama “La democracia en América”. El nombre de este hombre, que tampoco era creyente, se llama Alexis de Tocqueville. Él dice que “sólo la fe en Dios es capaz de garantizar la libertad de los hombres. Porque los hombres, si la libertad no tiene (ndr. Mons. Martínez añade: de nuevo como el matrimonio-) un soporte trascendente de algún modo, será un bien que buscarán con tal avaricia que siempre terminará en las manos de unos pocos; de aquellos poderosos que pueden apoderarse de ese bien e imponérselo a los demás”.

Yo sólo quiero que seáis conscientes de que la fiesta de Cristo Rey no es la añoranza del Ancien Régime, no es la añoranza de un mundo pasado que ha sido cristiano, ni muy lejano en la Historia, ni muy cercano en la Historia. Los cristianos no tenemos ninguna añoranza del pasado, porque Cristo está en medio de nosotros; pero Cristo es la garantía de un Pueblo de hombre libres. Hijos libres de Dios. De un Pueblo que no teme la Verdad; que no teme arriesgar su vida; que vive gozoso y agradecido, porque sabe cuál es el horizonte de la vida, en el que se sitúa su vida, su nacimiento, su amor esponsal, su muerte. Todo es parte de la historia de Dios. Y ahí hay un punto donde cuatro siglos de pensar de otra manera nos hace difícil la cosa, y es que llevamos muchos siglos imaginándonos que Dios está fuera de la Creación, y cuando se pone a Dios fuera de la Creación nos lo terminamos imaginando, queramos o no, como un emperador de la “Guerra de las Galaxias”: una especie de ingeniero rodeado de ordenadores que maneja este mundo. Y claro, inmediatamente dice uno, “pues, qué mal ingeniero, porque la verdad es que basta abrir el periódico o el telediario y este mundo funciona bastante mal”. Eso no es católico. Pensar a Dios fuera del mundo no es católico, no es cristiano. ¿Qué decía el antiguo Catecismo? Es una verdad que no me cansaré de recordar. ¿Dónde está Dios? En el cielo, en la tierra y en todas partes. Las piedras de las que está hechas esta catedral están hechas del Hijo de Dios. Pero vuestros rostros, vuestros ojos, vuestro corazón está hecho del Hijo de Dios. Está hecho de Cristo. Estamos hechos de Cristo Y Él es nuestro Rey no por ninguna conquista, sino por su Amor infinito, que infunde en nuestros corazones y que se extiende a todos los hombres. No hay nadie a quien Dios no ame. Ni el más malvado, ni el criminal más grande. No hay nadie que esté fuera del Amor de Dios, y has sido creado y mantenido en la vida por un Amor infinito.

La conquista con la que el Hijo de Dios nos ha conquistado y nos ha rescatado del poder del pecado para que podamos vivir en la esperanza de la vida eterna, en la certeza de la dignidad de nuestra vida, es justamente la conquista de un amor que se hace esclavo nuestro, que se entrega por nosotros para que nosotros vivamos. Lo cantamos en la noche de Pascua y es el centro del misterio cristiano: “Para rescatar al esclavo, entregaste a tu Hijo”. Pero yo soy ahora hijo y nadie me puede arrebatar, nadie me da en este mundo la dignidad de hijo de Dios, y heredero del Reino de Dios, heredero de la vida eterna; nadie me la da más que el Hijo de Dios. Por lo tanto, cuando yo digo “Señor”, no estoy diciendo una palabra vacía de un eslogan religioso. Estoy diciendo lo más serio. Estoy diciendo la palabra que garantiza la verdad de vuestros matrimonios, la verdad de nuestras vidas, la verdad de nuestra dignidad. Cuando esa referencia falta, ¡qué vacío es todo!, ¡qué flotando como perdidos en el cosmos vivimos cada uno!, ¡con cuánta soledad no nos quedamos y no nos damos cuenta!

Señor, quiero ser súbdito tuyo, porque ésa es la única forma de ser plenamente yo, plenamente libre, capaz de amar como Tú amas; por lo menos, de tener el deseo y el horizonte de un amor sin límites, y de vivir en una alegría agradecida. ¡Eso es el Cristianismo, Dios mío! ¿Qué está eso muy lejos de lo que concebimos como el Cristianismo? Pues sí. Pero eso sólo indica la profundidad de la conversión a que la Iglesia nos lleva llamando cincuenta años, y todavía no oímos su voz.

Mis queridos hermanos, demos gracias por tener semejante Rey, y por estar llamados a una preciosidad de vida tan grande, que jamás nos hubiéramos podido imaginar. Vamos a proclamar nuestra fe.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

25 de noviembre de 2018
S.I Catedral de Granada

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