(…) Es un gozo enorme el poder estar juntos, y el poder estar juntos celebrando la Coronación de Nuestra Señora de Las Nieves. Un gozo muy grande, fruto también de una hermosísima historia de vida cristiana y de fe cristiana.

Yo quisiera subrayar que estamos celebrando la Coronación en el día de la Ascensión del Señor, que es, de alguna manera, casi el final; ese momento, el final -fruto de la Encarnación del Hijo de Dios y de toda la Redención de Cristo- es la comunicación del Espíritu Santo, que la hace el Señor a los discípulos, a los doce, antes de subir al cielo. Lo que pasa es que la primera manifestación del Espíritu, en forma de un pueblo nuevo que ha nacido de la mañana de Pascua, tiene lugar el domingo que viene, el domingo de Pentecostés. Pero el Espíritu está disponible para los hombres y Jesús lo entrega una vez que ha realizado su misión: dar su vida por amor a nosotros, dar su vida, entregar su Espíritu, como dice uno de los evangelistas, en el momento de su muerte.

Cuando Él nos ha entregado su vida, cuando él ha bebido el cáliz de la humanidad, y de la condición humana mortal y pecadora hasta el final, es cuando su Espíritu de Hijo de Dios está libre para ser compartido con la humanidad entera y nosotros podemos acceder a ser hijos de Dios.

Es precioso celebrar la Coronación en un día como éste. Y ése es el único pensamiento que yo quisiera exponer un poquito delante de vosotros muy brevemente. Porque, en definitiva, toda la razón por la que el Hijo de Dios se hizo hombre -toda la razón por la que ha compartido la condición humana, por la que ha querido nacer de una mujer, hacerse uno de nosotros, y vivir la vida humana, bebiendo, repito las heces de nuestra condición mortal hasta el fondo, buscando la soledad, la traición de los amigos, una muerte (…) para que ningún ser humano jamás pudiera ya decir “Dios a mí no me comprende”- ha sido por amor a nosotros, para que nosotros podamos participar de su vida.

(…) después de la Ascensión de Dios huele a sudor, Dios huele a sudor. Y al revés, en la tierra puede oler a cielo. Es decir, en la tierra puede haber el gusto por la vida, la alegría, el gozo y los cantos que hay en el cielo. La vida deja de ser para los hombres esa especie de prisión en la que somos esclavos, como dirá la Carta a los Hebreos, esclavos por el temor a la muerte, por la certeza de nuestra condición mortal, por la certeza de que el tiempo se nos va de entre las manos, por la certeza de que somos criaturas y que en nuestra experiencia humana parece que la muerte está destinada a devorarlo todo.

Cristo abre en nuestra condición mortal una grieta, una grieta sin límites, donde se nos abre verdaderamente un auténtico horizonte. Quienes hemos crecido en países cristianos, quienes hemos tenido el gran privilegio, la gran gracia de haber crecido en un ambiente cristiano, no somos capaces de imaginarnos la novedad que eso representa. Muchas veces no nos damos cuenta, pasa como con los hijos y los padres, que muchas veces no se daban cuenta de lo que significaba lo que tus padres hacían por ti hasta que no los has perdido, porque dabas por supuesto que era una cosa normal, que lo normal, lo que hacen los padres: dar la vida por sus hijos, en muchísimos casos, en la mayoría de los casos, a uno le parece eso tan normal, que parece que es algo debido, que es algo que uno puede exigir. No, no, que va; eso es un desbordar de gratuidad que se parece al amor de Dios, que se parece a la vida de Dios.

Lo cierto es que Cristo ha abierto en nuestra tierra esa posibilidad y una Imagen de la Virgen, y, además, una Imagen de la Virgen con su Niño en brazos, que no está separada del Misterio de la Redención, de la Encarnación del Hijo de Dios, es una Imagen de la Virgen que representa, al mismo tiempo, nuestra Madre, el auxilio y la gracia que Cristo ha querido dejarnos como intercesora; y al mismo tiempo, como referencia de la meta de nuestra vida, para todos nosotros (sea cual sea nuestro estado de vida, sean cuales sean nuestras circunstancias, nuestras cualidades, sea cual sea nuestro nivel de educación o nuestro nivel de formación o de cultura, sea cual sea la latitud del mundo en la que estemos) la Virgen expresa un tesoro, y es que el destino humano, que es la vida eterna, que es la vida de Dios, es ahora accesible para los mortales, es ahora accesible para nosotros.

Hubo un día en la historia, hubo un momento en la historia, en el que una mujer podía tener a su niño en sus rodillas y, al mismo tiempo en que lo tenía en sus rodillas, estaba adorando a Dios. Hubo un momento en la historia en que una mujer podía estar lavándole la cara a su niño y le estaba lavando la cara a Dios. Tenía a Dios en sus brazos, ante sí, consigo. Y yo diría: desde que se ha cumplido la obra de Cristo, es decir, desde que Cristo ha ido al fondo de su misión y nos ha comunicado su espíritu, ésa es la condición del cristiano. No tenemos que ir a buscar a Dios lejos, más allá de los horizontes del mundo, siempre lo tenemos delante de los ojos.

Los primeros cristianos usaban una palabra metanoia, una palabra griega, que significa “cambio de mente”; se usa para convertirse. ¿Y sabéis para que la usaban?: para saludarse, porque cuando un cristiano se encontraba con otro -no en todos los ambientes de la Iglesia, pero en muchos de ellos, en algunos muy concretamente- se inclinaba la cabeza uno ante otro y ese inclinarse la cabeza uno entre otro era una presencia de Dios, un sagrario de Dios, una hostia consagrada, un sacramento de Dios. Por eso, esa inclinación de cabeza se llamaba “volver la mirada a Dios”, reconocer a Dios, convertirse a Dios. Y era el saludo que se hacían unos a otros, no el saludo que hacían a una realidad sagrada fuera de nosotros: Dios está entre nosotros, desde que el Hijo de Dios se ha hecho carne, hasta su nombre Enmanuel, Dios con nosotros.

Por eso, cuando coronamos hoy a la Virgen, de alguna manera os estáis coronando a vosotros. Y no estoy queriendo decir que sea una cuestión de egoísmo, sino claro que coronáis la Imagen de vuestra Madre (una Imagen preciosa y, además, una Imagen muy querida), pero estáis coronando lo que es como el espejo de nuestra vocación, aquello a lo que estamos llamados a vivir. Estamos llamados a participar de la vida divina como Ella ya participa, como su Hijo ha participado siempre también cuando estaba en su Pasión y cuando estaba clavado en la Cruz diciendo “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. El Hijo de Dios ha experimentado la soledad humana, pero la soledad humana ha quedado así transformada en un anticipo de nuestra vida, en este mundo, es un anticipo de la vida divina, de la vida eterna a la que estamos llamados, y a la que tenemos confianza en llegar sin que nos falte nadie. No por nuestras cualidades, no por nuestros méritos, no porque nosotros no tengamos defectos o debilidades, o seamos perfectos, o no tengamos nada por lo que pedir perdón, no; porque la misericordia de Dios es infinita, porque el amor de Dios es infinito. Nuestra esperanza no está en que nosotros seamos capaces de salvarnos, si no, ¿para qué hubiera hecho falta la Encarnación del Hijo de Dios? Si fuera una cuestión de voluntad, de codos y de esfuerzo… eso ya lo sabían los paganos, lo que nosotros hemos conocido es el amor infinito de Dios y eso abre un horizonte, un horizonte inmenso de misericordia en la experiencia humana y un horizonte inmenso de esperanza.

Yo sé cómo habéis comprado o cómo habéis construido esta Corona. (…) sé que la mayor parte de ella, si no toda, ha sido hecha justamente con donativos de cosas que teníais en vuestras casas, pero también sé que había alguna persona que no tenía ningún donativo mas que un anillo y ha dado su anillo para que estuviera en la Corona de la Virgen. Dios mío, eso significa una fe y un amor que sólo Dios conoce, pero el Señor, que dijo que un vasito de agua no quedaría sin recompensa, sabrá recompensar esa generosidad de vuestro corazón y ese amor a la Virgen. La Virgen no os va a abandonar jamás, jamás. No porque le hayáis dado las cosas para la Corona, no lo va a hacer en ningún caso. Vuestro afecto a la Virgen es expresión de vuestra confianza en Ella.

Pero yo quisiera decir que hay una corona que la Virgen desea para vosotros, para nuestra comunión, para nuestra congregación, para nuestra Iglesia, para nuestro pueblo, y es la Corona de la vida nueva que Cristo nos ha obtenido con su Sangre. Es una corona que está hecha de cosas muy sencillas que son don de Dios que hay que pedirle y que en este día de hoy se las podemos pedir para todos nosotros, para las familias de todos los que estamos aquí, para las personas que conocemos que quisieran estar aquí que, seguramente por alguna razón u otra, no han podido estar, para personas o seres queridos o amigos que tenemos, y que sabemos que esa oración les desearíamos que les llegase: que pueda florecer en nosotros, que pueda brillar en nosotros la Corona de la vida nueva que Jesucristo nos ha conseguido con su Sangre.

¿Cuál es esa vida nueva? Una vida hecha de fe y de amor. Hecha de certeza de que Dios está con nosotros; son las últimas palabras de Dios en el Evangelio: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Todos los días, los buenos y los malos. Y hay días malos en la vida, Dios sabe si los hay. Y a veces muy malos; hay días donde un gesto de esperanza es absolutamente heroico. Bueno, pues en días buenos y malos, el Señor está con nosotros, está siempre con nosotros, y poder reconocer eso, poder reconocer ese acto de fe, poder saber “Señor, yo ahora mismo puedo estar en la noche más oscura, pero sé que tu amor no me va a faltar, y en ese amor, en las manos de ese amor pongo mi vida”. Y luego, es decir, fruto de haber encontrado a Jesucristo, siempre una relación bondadosa. Somos limitados, ya lo sabemos, y en el roce nos hacemos siempre daño. Si esperáis algún día una sociedad en la que los seres humanos no tengamos motivos de queja unos para con otros, eso en el cielo existirá, en esta tierra no existe. Rozamos y, además, hay veces que nos enfadamos más con las personas a las que más queremos.

Yo no me he enfadado nunca con ningún vietnamita, no me he encontrado jamás con ningún vietnamita en mi vida, no he podido ni enfadarme con él ni ningún vietnamita se ha podido enfadar conmigo. ¿Con quiénes me enfado yo? Pues, con las personas que viven en mi casa, con los que colaboran conmigo más de cerca, con el pobre don Manuel que me aguanta todos los domingos de maestro de ceremonia, por ejemplo. Esos son los que ven mis límites, los que los conocen… ¿Significa que ser cristianos hace desaparecer esos límites, esas pobrezas, esa pequeñez que tenemos nosotros porque nuestro corazón es pequeño? No, significa que siempre podemos recurrir a un amor que es más grande para regenerar una relación rota, para regenerar una relación en una amistad, o en una vida de familia, una herida que nos hemos hecho, incluso un daño muy grande que nos hemos hecho.

Siempre es posible el perdón, siempre es posible el triunfo del amor, y sólo eso hace la vida digna de ser vivida. Cuando dejamos que los motivos, que a nada que estemos juntos los hay, los hay siempre, cuando dejamos que los motivos de estar quejosos unos de otros sean los que determinan nuestra relación, al final la vida se vuelve un infierno, hasta un matrimonio se vuelve un infierno, vivido así. Cuando uno está midiendo al otro y midiendo siempre lo que le falta, siempre va a haber cosas que falten, siempre, siempre, hasta en el mejor de los matrimonios. Pero si uno mide la relación por lo que falta, no tiene nada, diríamos, para reconstruirla, y no tiene nada después para dar gracias.

Coronar a la Virgen significa aceptar que estamos dispuestos a aprender esa fe y ese amor del camino de nuestra vida, y os seguro que esa fe y ese amor hacen la vida bonita, y no porque desaparezcan las dificultades o no porque no haya momentos de tensión, o no salgan a flote las limitaciones de la forma de ser de cada uno; claro que salen a flote. Pero uno no depende de eso, porque uno sabe que es amado con un amor que no está condicionado, que no me lo tengo que ganar, que no me lo tengo que conquistar, que no lo tengo que merecer. Ese amor es previo a todo y es más grande que todo.

Y en nuestras relaciones humanas, cuando están heridas o cuando se rompen, volviendo al Señor, uno no dispone de la libertad. Veréis, uno puede decir: ‘Señor, yo quiero perdonar a esta persona’, por ejemplo, pero si esta persona no quiere perdonarme, pues… me dejáis decirlo, ella se lo pierde; tampoco tengo que achuchar a los demás, porque eso tampoco es de Dios, pero que en mi corazón no sea eso lo que determine ninguna relación humana y que yo pueda desear querer a todos, desear querer, querer, querer… Querer a todos es mucho más fácil que querer a los poquitos que uno tiene al lado, o sea que la frase de querer a todos la decimos muy fácilmente los curas, y lo difícil realmente es querer a los de alrededor, ese es el milagro grande, y no hay milagro más grande que el de un matrimonio, también que lo sepáis, no hay nadie que esté más alrededor ni más unido que un matrimonio, es el milagro más grande de todos, más grande que la multiplicación de los panes. Pero el Señor lo hace: que ese amor no es posible, que no es una utopía, que no es un ideal, que no es un sueño, que es una gracia de Dios que cuando uno abre el corazón, el Señor la hace posible, y os podría dar tantísimos testimonios (…). Todos conocéis, basta vivir en un pueblo cristiano para conocer a personas de fe, que, a pesar de que no han tenido una vida más fácil que los demás, han tenido una vida como la de todos, sin embargo, uno puede reconocer en ellos el triunfo de la alegría, el triunfo de la misericordia, el triunfo del amor.

Señora, cuando te coronamos aquí, te pedimos a Ti, porque no somos nosotros capaces de hacerlo eso solos; que tú corones a nuestro pueblo con estas dos realidades que determinan y definen la novedad que Cristo nos ha ganado con su Sangre: una vida de fe y una vida de amor.

Que así sea para todos vosotros, que así sea para mí, lo pido yo también, para que sepa vivirlo en mi vocación de pastor como cada uno de vosotros lo podéis vivir en vuestra vida familiar o en vuestra vida civil, en vuestra vida diaria. Que todos lo podamos vivir juntos como esta tarde en nuestra vida diaria. Que así sea.

+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada

31 de mayo de 2014
Coronación Canónica Virgen de las Nieves
Las Gabias (Granada)