Fecha de publicación: 30 de junio de 2020

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
saludo especialmente entre vosotros a los que tenéis algún familiar, o a algún amigo, o a alguna persona cercana de las que el Señor ha querido llamar a sí durante este tiempo de prueba, que ha sido la pandemia en estos meses, y que tan duramente ha sacudido algunas residencias del entorno de Granada y también la residencia Oasis.

Hay una escena en el Antiguo Testamento que yo no podía evitar el que me viniera una y otra vez a lo largo del día a la cabeza, cuando estaba pensando en esta Eucaristía, sabiendo que las familias que han sufrido en nuestra Granada son muchas más que las que estamos reunidos aquí, o las que nos hemos reunido ayer, y que muchas personas a lo mejor ni siquiera han tenido noticia suficiente de la celebración de esta Eucaristía. Es una escena en la que el pueblo de Israel, que está aproximándose a la Tierra Prometida, tiene que luchar contra un pueblo que tenía su sede, su morada, en el sur del Mar Muerto, en una zona muy rocosa, muy rica en minerales, que eran los amalecitas; una zona de barrancos muy profundos y sumamente agreste y difícil de conquistar. Y estaba el pueblo de Israel, que era una pequeña cantidad de beduinos luchando contra ellos, y Moisés oraba por la victoria del pueblo. Dice el narrador del Antiguo Testamento que cuando Moisés mantenía las manos en alto, los israelitas vencían, y cuando a Moisés se le caían las manos, vencían los amalecitas. Entonces Moisés pidió que le pusieran unas piedras para sujetarle las manos y poder seguir orando a lo largo del día hasta que la victoria fue completa.

¿Por qué me venía eso? Porque me venía (también me venía ayer) la idea de que quienes estamos aquí, estamos orando por personas que no conocemos, pero que Dios conoce. Orando por personas que, tal vez, no sean muchos de ellos practicantes o tal vez no tenían ni siquiera fe; tal vez pertenecen incluso a otra religión. Yo he tenido conocimiento recientemente de que, en la comunidad musulmana de Granada, ha habido también muchas víctimas. Todos somos criaturas de Dios. Y como ha dicho el Papa tantas veces, “todos estamos llamados a vivir como hermanos”. Y todos hemos sido creados para participar de un mismo destino que es la vida de Dios. Y aunque los que estemos aquí seamos una pequeña cantidad de tantas personas como han sufrido y con la dureza con que han sufrido (a veces no pudiendo despedirse de sus seres queridos, a veces casi sin haberse enterado hasta que ya estaban aislados, o estaban agonizando o que ya habían fallecido sin saber qué había sucedido, qué había pasado; que son dolores humanamente tremendos), nosotros, un poco igual que el Señor ha cargado con las culpas de todos… Decía el Evangelio de hoy “venid a Mí los cansados y agobiados que Yo os aliviaré, cargad con mi yugo, porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera”. Yo estaba pensando: Señor, si Tú llevas la carga de todos nuestros sufrimientos, de todos sin excepción; Tú llevas la carga de todos nuestros pecados, de todos sin ninguna excepción, y es tan desbordante Tu amor que dices que tu yugo es llevadero y que tu carga es ligera. Tú haces ligera la nuestra, porque en ese yugo que vamos siempre dos, Tú llevas la parte más pesada.

Vivimos en un mundo nihilista. Vivimos en un mundo que no tiene más esperanza que la parte del pastel o de la tarta que nos pueda tocar mientras vivimos aquí y mientras tenemos la juventud suficiente como para disfrutar del pastel. Y eso configura nuestra manera de vivir, porque parece que al faltarnos el horizonte de la vida eterna y del Cielo, tendríamos que disfrutar más de este mundo, y lo cierto es que el hombre contemporáneo es cada vez más incapaz. Por una parte, no tenemos más que este mundo para agarrarnos a él; por otra parte, no somos una sociedad feliz, no somos una sociedad libre de miedos, de ansiedades. Al revés, somos una sociedad extraordinariamente ansiosa. Yo quisiera deciros en esta Eucaristía tan especial, que el encuentro con Jesucristo, el conocimiento de Jesucristo, que es al mismo tiempo el conocimiento de nuestro destino en Dios y en la vida eterna, nos permite gozar de la vida con humildad, y afrontar el sufrimiento con la conciencia de que el sufrimiento, y ni siquiera la muerte, tienen nunca la última palabra en nuestras vidas. Entonces, gozamos de lo que el Señor nos da. Gozamos con sencillez del don de la vida, en primer lugar, y de todos los dones que acompañan nuestro caminar por este mundo y, sin embargo, no tenemos la ansiedad de que cuando pasa el tiempo se nos arrebata la vida. No. Lo que nos aguarda es infinitamente más bello, más amable, más gustoso, más alegre que este valle de lágrimas. Lo que nos aguarda es la vida en Dios. Una inmensidad de belleza, de sorpresa, de gratitud, de alegría.

Cuando las últimas páginas de la Biblia describen justamente a “la Jerusalén que bajaba del Cielo, ataviada como una esposa para su esposo, resplandeciente de belleza” describe la Iglesia del Cielo, describe el final de la Historia. El final de la Historia no es la muerte. El final de la Historia no son las copas con las cenizas de nuestros seres queridos. El final de la Historia es un abrazo inmenso de comunión de unos con otros en Dios. Con nuestro rostro, sí, sin mascarillas. Ayer les decía yo a una familia, había fallecido un hermano: “No habléis de él en pasado, no digáis ‘era bueno’ o ‘es que nos quería mucho’”. No. Os quiere mucho, nos sigue queriendo. Es más, os hablo como a cristianos y os digo: cada vez que comulgamos nos unimos al Señor, nos unimos al Cuerpo de Cristo y el Cuerpo de Cristo no lo destruye la muerte, no lo rompe la muerte. Nos separa por un poco de tiempo, pero nuestro destino es volver a unirnos. Ya sin defectos, ya sin los achaques de la edad, ya sin los límites que a veces han hecho difícil la convivencia. Con el perdón de todos a todos, porque todos tenemos necesidad de ese perdón y todos tenemos necesidad de perdonar a quienes nos han hecho daño, pero la Gloria de Dios derramada sobre nuestras vidas será tan resplandeciente que el perdón nos parecerá la cosa más sencilla, más obvia. Y en esa reconciliación universal, Dios será todo en todas las cosas y nosotros daremos gracias, y miraremos lo que hemos vivido y lo que hemos pasado, los sufrimientos que nos ha tocado vivir, como un mal que ya ha sido derrotado y vencido; vencido por el amor infinito de Dios. Ya está vencido, aunque en este mundo todavía a nosotros nos toque sufrir, dolernos, llorar… pero ya está el Señor junto a nosotros. Él ya ha vencido, en Su humanidad, el pecado y el mal. Él ya ha vencido a la muerte y nosotros, que le conocemos a Él, que hemos conocido Su amor, sabemos que también vencerá a la muerte en nosotros y en nuestros seres queridos.

No dudéis del triunfo final del amor de Dios, del triunfo final del amor de Dios sobre todo, también sobre nuestras torpezas. Yo sé que a veces en la muerte de un ser querido lo que más nos duele es decir “no he tenido tiempo de pedirle perdón”, “no le había tratado muy bien” o “me había enfadado con él o ella justo tres días antes”. Dios mío, en el abrazo de Dios el perdón brota como el agua en un manantial de montaña. No hay que forzarlo para que brote, no hay que hacer esfuerzo para que brote.

Yo sé que esta sabiduría no es una sabiduría de este mundo, lo cual no significa que no sea más cierta que los dogmas o supuestos dogmas de la ciencia, que son siempre hipótesis; hipótesis que siempre son corregidas un poco más adelante, que siempre son cambiadas cuando aparece una hipótesis mejor. La verdad de nuestra fe no es verificable en un laboratorio. No. Y sin embargo, como es lo único que da sentido a la vida humana en toda su plenitud, es, al mismo tiempo, lo único plenamente verdadero. Yo tampoco puedo demostrar el amor de una madre. No se puede demostrar. O el amor de unos hermanos, o de unos amigos, o de un padre, o de unos hijos a un padre o a una madre. No se pueden demostrar. Y sin embargo, se pueden conocer con una certeza inquebrantable, más sólida que la roca de nuestras montañas.
Con esa solidez nosotros conocemos el amor de Jesucristo, el amor infinito de Jesucristo. Y con esa solidez nosotros esperamos volver a encontrarnos, ya reconciliados, ya gozosos, ya habiendo Él enjugado las lágrimas de nuestros ojos con todos nuestros seres queridos. Y eso nos permite también, pasado el duelo que seguramente todos necesitamos hacer, de una manera o de otra, nos permite mirar al futuro con alegría, con esperanza. Porque la muerte no es un tachón en nuestra vida. La muerte es el último episodio de nuestra peregrinación, pero el comienzo de la vida verdadera.

Que el Señor nos fortalezca en la experiencia de comunión que hace posible esta fe, en la experiencia de comunión que hace posible la esperanza, y en el amor que verifican esa fe y esa esperanza mientras caminamos por este mundo. Que nos podamos sentir unos y otros como hermanos, como compañeros de camino, como amigos que vamos peregrinando, pero que sabemos que lo que nos aguarda al final es el amor infinito que nos ha dado la vida, y los brazos abiertos de nuestra patria, de nuestro hogar, de nuestra casa. Los brazos abiertos de nuestro Padre que nos aguarda, que nos espera. El Cielo no sería el Cielo si le faltásemos el más pequeño de nosotros.

Que el Señor multiplique en nosotros esta experiencia de Jesucristo, que hace no sólo razonable, sino lo más razonable del mundo, la esperanza de veinticuatro quilates de la vida eterna. La certeza de que, en esa vida eterna, Dios será todo en todos y nosotros haremos gracias sin límites y sin fin, con una alegría que no cansa. Esa es una diferencia entre la alegría del Cielo y las alegrías verdaderas en este mundo. La alegría de un amor verdadero tampoco cansa. Sólo cuando los amores son forzados o hipócritas, cuando llegan a fatigar. La amistad verdadera, el amor verdadero no cansan nunca, y el amor infinito de Dios no cansa jamás.

Que el Señor nos conceda participar de Él a todos, con la misma certeza, con la misma esperanza, con que sabemos que todos aquellos que han muerto en Cristo (lo pedimos en cada Eucaristía pero todos han muerto en Cristo), todos han muerto en Su misericordia. Su misericordia no se niega a nadie. Por lo tanto, tenemos la esperanza de que todos están gozando de la visión de Dios y aguardando nuestra llegada.

Que el Señor os fortalezca a todos. Que nos fortalezca a todos.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

30 de junio de 2020
S.I Catedral de Granada

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Palabras finales
Y aunque en este momento hemos estado unidos más, de una manera más directa, en esta Eucaristía, pero que sepáis que estamos unidos todo el tiempo. Que hemos recibido todos el único Cuerpo de Cristo que nos hace miembros de ese Cuerpo y miembros los unos de los otros. Por lo tanto, seguimos unidos y compartimos el dolor, y compartimos también las alegrías y la esperanza, y que tengamos las manos abiertas para acompañar a quien necesite nuestra compañía en el camino de la vida. Podéis ir en paz.