Fecha de publicación: 1 de enero de 2018

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, el Hijo de Dios;
queridos hermanos y amigos;

Reunidos hoy para celebrar este día santo y grande, junto con la noche de Pascua, día de Pascua; los dos polos de amor que Dios ha querido hacer con la humanidad con su Hijo Jesucristo, y en la cual Dios nos revela las profundidades de su Ser, es decir, de su corazón.

Os digo: alegraos, hermanos. Y me gustaría poder transmitiros una alegría de las que brotan de lo hondo del corazón. Que no sea simplemente la alegría de una Navidad más en nuestra vida, un año más que pasamos por esto, con sus claros y sus oscuros, con sus momentos de belleza y de gozo, y de sus momentos también tal vez de dolor, de sufrimiento, de soledad quizás. A mí me gustaría poder transmitiros que lo que lo que celebramos hoy, que lo que la Iglesia celebra hoy hace posible una alegría que nace de lo más íntimo.

Yo comienzo todos los domingos la homilía diciendo “queridísima Iglesia de Jesucristo, Esposa amada del Señor”. Hoy es el día de la boda. Hoy la Iglesia lo que celebra es la boda del Hijo de Dios. (…) Venimos de los caminos a celebrar el amor infinito de Dios por nosotros, por esta pobre humanidad herida por el pecado de tantas formas, por las mezquindades del pecado. (…) El Señor no se ha avergonzado en ningún momento de venir hasta nosotros; de hacerse nuestro para poder hacernos suyos. Y al hacernos suyos, poder así hacernos partícipes de Su vida divina y gozar de su herencia y de su amor.

La liturgia del día de Navidad subraya mucho que Dios ha hablado en Jesucristo; de muchas maneras ha hablado al pueblo de Israel por medio de los profetas. “Y en el Principio era el Verbo, la Palabra…”. Que habló en la Creación, porque la Creación es el primer signo de Dios, el primer gesto del amor de Dios; el haber creado el mundo y el habernos creado a cada uno de nosotros. Un gesto de amor, que, dirigido a cada uno, es único para cada uno de nosotros, porque el amor infinito de Dios nos puede decir a cada uno “tú”, a ti, “yo te amo”. (…) El amor de Dios es infinito y, por lo tanto, cada uno de nosotros podemos sacar de ese depósito de amor todo el que necesitamos. Y nosotros también estamos abiertos a un amor infinito sin que jamás disminuya ni un milímetro la magnitud, la grandeza, la inmensidad de ese depósito.

Mis queridos hermanos, hoy celebramos ese amor. Hoy celebramos ese amor que hoy Cristo, el Hijo de Dios, el Verbo, se ha unido a la naturaleza humana. Y luego pasará por todas las pruebas. Su ministerio público, después de los años de silencio en Nazaret, comenzará con el relato de unas tentaciones. Esas tentaciones le acompañarían a lo largo de todo su ministerio, hasta el momento de la cruz. De hecho, las tentaciones aluden ya a la posibilidad de la Pasión y de la muerte. El amor del Hijo de Dios sería probado; y probado hasta la muerte, y se mostraría en la Pasión y en la cruz más fuerte que la muerte.

Alegraos, mis queridos hermanos, porque ese amor es para nosotros. Y no es un recuerdo. La Navidad no es un dulce recuerdo de una historia pasada, no es la memoria de algo que pasó hace dos mil años y que se quedó allí y a nosotros nos queda como los ecos más o menos potentes, más o menos amortiguados por las mil ofertas o movidas del mundo en el que vivimos. No. El don de Cristo, cuando el Verbo ha querido poner su morada entre nosotros, se ha quedado a vivir entre nosotros, viene a nosotros. Viene a nosotros en este día. Viene a nosotros en cada Eucaristía. Por eso, cada Eucaristía renueva el Misterio de la Navidad, cada Eucaristía en ese sentido es la renovación de la alianza nueva y eterna que el Señor selló al hacerse hombre, y permanece para nosotros, para cada uno de nosotros en nuestra existencia, en nuestra vida. Cristo quiere venir a nosotros, para unirse a nosotros, para darse a nosotros, para que nosotros podamos vivir por Su Vida, vivir por Él, vivir de Él, vivir en Él.

Es un día grande. Y es un día grande donde las palabras se quedan siempre pequeñas. En estos días algunas personas me comentaban cómo los signos de las ciudades con los que se celebra la Navidad ya no hacen ninguna referencia al Acontecimiento de Cristo, sino que son signos geométricos o adornitos abstractos, pero no la razón profunda de esta alegría que ni necesita censurar nada, ni necesita olvidarse de nada, ni siquiera de la muerte; ni necesita fabricarse artificialmente porque es un Acontecimiento que, cuando uno lo acoge, marca la vida, y la marca para siempre y la marca sobre todas las cosas y en todas las dimensiones de la vida. (…)

En otro sentido –yo les decía a estas personas-, tal vez tenemos que dar gracias a Dios; tal vez este hecho de que los andamios en los que estamos acostumbrados a apoyar nuestra fe falten tiene un aspecto que no es bueno sin duda, pero tiene un aspecto buenísimo y es que nos hace a nosotros tomar conciencia de nuestra fe, de la realidad del Acontecimiento de Cristo en quien creemos, de lo que significa ese Acontecimiento y de quiénes somos nosotros: hijos de ese Acontecimiento. Y por ese Acontecimiento hechos hijos de Dios, que vivimos como hijos de Dios. Tal vez es bueno que nos falten, porque esos andamios y eso adornos que han rodeado tanto tiempo, siglos, a la celebración de la Navidad otras celebraciones cristianas nos distraían también mucho a veces, y poníamos más atención en los adornos, más atención en cosas exteriores o más atención en las consecuencias que en el hecho mismo.

Un amigo mío ha escrito un libro que se titula “La belleza desarmada”. Es un libro sobre la misión del cristiano, la vida del cristiano en el mundo contemporáneo. Por así decir, en otros momentos hemos podido ofrecer al mundo sedes de pensamiento poderosas, instituciones educativas, instituciones de todo tipo, hospitales… la Iglesia ha hecho de todo a lo largo de la historia. Y este momento donde estas cosas nos pueden faltar son ciertamente también una gracia de Dios, en el sentido de que son un reclamo porque el mundo sólo necesita poder conocer el Amor de Dios. Y tal vez nosotros como los apóstoles en los Hechos de los Apóstoles, en un episodio en la puerta del templo, dice: “no tengo oro ni plata, pero lo que tengo te doy”, “en el nombre de Jesucristo, levántate y anda”.

Que nuestra única riqueza pueda ser Jesucristo, eso es un bien; que podamos ofrecer con mucha más desnudez la belleza desarmada, la belleza de quien se sabe tocado, y tocado en lo más hondo de su ser por el Amor de Dios y no necesita más para vivir y para vivir contento. Eso sería no sólo celebrar la Navidad este día de Navidad. Eso sería celebrar la Navidad todos los días del año y todos los días de nuestra vida. Saber que teniéndoTe a Ti, Señor, y que te tenemos a Ti es algo de lo que podemos estar seguros porque Tú eres fiel; no porque nosotros lo merezcamos, sino porque Tú eres fiel, porque tu Misericordia es eterna, porque en Cristo Tú te has revelado como Amor y como amor sin límites. TeniéndoTe a Ti, Señor, no necesitamos nada más. Y el mundo no necesita otra medicina. (…) Si te tengo a Ti; si tengo tu amor; si puedo vivir de ese Amor y puedo ofrecer ese Amor a cualquiera que se cruce conmigo en el camino -hasta donde yo llegue, hasta donde yo sepa o mi pobreza pueda alcanzar- el mundo empieza como a clarear, como el alba por la mañana, como esa luz primero gris, luego más blanca hasta que resplandece el sol. Es una imagen que la Iglesia ha usado desde el principio también para la Navidad: “Nos iluminará el sol que nace de lo Alto”, no que brota del horizonte, sino “que nace de lo Alto”; el sol que es Cristo, que llena la vida de luz, de color, de alegría, de buen gusto, del buen gusto de la experiencia de un amor que lo cambia todo, que lo transforma todo, que lo perdona también todo.

Mis queridos hermanos, vamos a darLe gracias al Señor por ese don, y que esa gratitud pueda tener también estos días de Navidad y nuestras vidas.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

25 de diciembre de 2017
S. I Catedral

Escuchar homilía