Fecha de publicación: 24 de septiembre de 2020

El Buen Samaritano que deja su camino para socorrer al hombre enfermo (cfr. Lc 10, 30-37) es la imagen de Jesucristo que encuentra al hombre necesitado de salvación y cuida de sus heridas y su dolor con «el aceite del consuelo y el vino de la esperanza».[1] Él es el médico de las almas y de los cuerpos y «el testigo fiel» (Ap 3, 14) de la presencia salvífica de Dios en el mundo. Pero, ¿cómo concretar hoy este mensaje? ¿Cómo traducirlo en una capacidad de acompañamiento de la persona enferma en las fases terminales de la vida de manera que se le ayude respetando y promoviendo siempre su inalienable dignidad humana, su llamada a la santidad y, por tanto, el valor supremo de su misma existencia?

El extraordinario y progresivo desarrollo de las tecnologías biomédicas ha acrecentado de manera exponencial las capacidades clínicas de la medicina en el diagnóstico, en la terapia y en el cuidado de los pacientes. La Iglesia mira con esperanza la investigación científica y tecnológica, y ve en ellas una oportunidad favorable de servicio al bien integral de la vida y de la dignidad de todo ser humano.[2] Sin embargo, estos progresos de la tecnología médica, si bien preciosos, no son determinantes por sí mismos para calificar el sentido propio y el valor de la vida humana. De hecho, todo progreso en las destrezas de los agentes sanitarios reclama una creciente y sabia capacidad de discernimiento moral[3] para evitar el uso desproporcionado y deshumanizante de las tecnologías, sobre todo en las fases críticas y terminales de la vida humana.

Por otro lado, la gestión organizativa y la elevada articulación y complejidad de los sistemas sanitarios contemporáneos pueden reducir la relación de confianza entre el médico y el paciente a una relación meramente técnica y contractual, un riesgo que afecta, sobre todo, a los países donde se están aprobando leyes que legitiman formas de suicidio asistido y de eutanasia voluntaria de los enfermos más vulnerables. Estas niegan los límites éticos y jurídicos de la autodeterminación del sujeto enfermo, oscureciendo de manera preocupante el valor de la vida humana en la enfermedad, el sentido del sufrimiento y el significado del tiempo que precede a la muerte. El dolor y la muerte, de hecho, no pueden ser los criterios últimos que midan la dignidad humana, que es propia de cada persona, por el solo hecho de ser un “ser humano”.

Ante tales desafíos, capaces de poner en juego nuestro modo de pensar la medicina, el significado del cuidado de la persona enferma y la responsabilidad social frente a los más vulnerables, el presente documento intenta iluminar a los pastores y a los fieles en sus preocupaciones y en sus dudas acerca de la atención médica, espiritual y pastoral debida a los enfermos en las fases críticas y terminales de la vida. Todos son llamados a dar testimonio junto al enfermo y transformarse en “comunidad sanadora” para que el deseo de Jesús, que todos sean una sola carne, a partir de los más débiles y vulnerables, se lleve a cabo de manera concreta.[4] Se percibe en todas partes, de hecho, la necesidad de una aclaración moral y de una orientación práctica sobre cómo asistir a estas personas, ya que «es necesaria una unidad de doctrina y praxis»[5] respecto a un tema tan delicado, que afecta a los enfermos más débiles en las etapas más delicadas y decisivas de la vida de una persona.

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