Fecha de publicación: 8 de noviembre de 2018

Al considerar en este día nuestra pertenencia a una Iglesia diocesana como el modo humano necesario de nuestra participación en Cristo, me ha parecido útil proponeros, en vez de un pensamiento mío, un texto de Léon Bloy, escrito en 1916, sobre la comunión de los santos, que es como el secreto más profundo de nuestro ser Iglesia1.

Con mi afecto y mi bendición.

«¡La comunión de los santos! ¿Qué significan estas palabras para la mayoría de los cristianos? Los menos ignorantes están obligados a saber que esa es la designación de la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, del que todos los fieles son los miembros visibles.

Pero, ¿cuántos son los que, superando este postulado, son capaces de pensar –con los apóstoles– que solo los demonios están fuera de la Iglesia, que ningún ser humano está excluido de la Redención, y que incluso los más tenebrosos paganos son virtualmente católicos, herederos de Dios y coherederos con Cristo?

Si todos los hombres sin excepción no fuesen santos en potencia, el noveno artículo del Símbolo de la fe no tendría sentido. No habría comunión de los santos. Es el concierto de todas las almas desde la creación del mundo, y este concierto es tan maravillosamente exacto que es imposible escaparse de él. La exclusión inconcebible de una sola sería un peligro para la Armonía eterna. Ha sido necesario inventar la palabra “reversibilidad” para dar una idea, cueste lo que cueste, de este Misterio enorme2.

Hay quien se ha divertido diciendo que los globos celestes, que están situados a unas distancias espantosas los unos de los otros, son, en realidad, para la visión de los serafines, una masa compacta de cuerpos inmensos, tan apretada como los granos de un bloque de granito. Esta paradoja aparente es una verdad si se aplica al mundo infinito de las almas. Solo que cada una de ellas ignora a su vecina como las luminarias de la Vía Láctea ignoran a sus luminarias más próximas en medio de las cuales se confunden en la inabarcable armonía de todos esos colosos de esplendor.

Pero Dios conoce su obra y eso basta. Basta para nosotros con saber que un equilibrio sublime es querido por él y que la importancia de cada una de sus criaturas escapa completamente a las conjeturas amorosas de los santos más grandes. Todo lo que podemos entrever temblando y en adoración, es el milagro constante de un equilibrio infalible entre los méritos y los deméritos humanos, de tal manera que los más indigentes espiritualmente son asistidos por los más opulentos y los tímidos se suplen con los más temerarios.

Un acontecimiento de la gracia que me salva de un peligro grave ha podido ser determinado por un acto de amor llevado a cabo esta mañana o hace quinientos años por un hombre muy oscuro cuya alma correspondía misteriosamente a la mía, y que recibe así su salario.

A la inversa, cada cual tiene la capacidad de provocar catástrofes antiguas o presentes, en la medida en que otras almas pueden resonar con la suya. El libre albedrío es como esas flores insignificantes cuyos granos emplumados el viento transporta a unas distancias enormes y en todas direcciones, para sembrarlos en no se sabe qué montañas o qué valles. La revelación de estos prodigios será el espectáculo de un minuto que durará la eternidad».

+ Francisco Javier Martínez
Arzobispo de Granada

1 Véase Léon Bloy, Oeuvres, IX, Mercure de France, París, 239-241.

2 Bloy se refiere a lo que la teología llama “la reversibilidad de los méritos”. Las acciones meritorias de los santos más grandes –y en primer lugar, la santidad del Hijo de Dios hecho hombre, Jesús–, pueden servir para restablecer la armonía de la caridad divina, y para equilibrar la balanza de los pecados más odiosos. El más odioso ha sido la pasión y la muerte de Cristo, pero el Hijo de Dios intercedió por quienes le estaban crucificando, es decir, por todos los hombres.