Fecha de publicación: 28 de septiembre de 2014

El centenario de la primera guerra mundial ha sido celebrado con muchísimas iniciativas de carácter cultural, tanto en el mundo católico como fuera. Además de la debilidad de tantas interpretaciones, de tantas relecturas (…) aquello que me ha sobrecogido dolorosamente es la ausencia de cualquier referencia al gran Papa Benedicto XV, que ha tratado gran parte de su breve pero intensísimo pontificado a afrontar el problema de la guerra, tanto desde el punto de vista intelectual y cultural como sobre todo desde el punto de vista de las consecuencias éticas y sociales.

Benedicto XV escribió de su puño el 31 de agosto de 1917 una nota a todos los jefes de los países beligerantes, solicitándoles de manera autorizada la cesión de aquella inútil masacre. Las cancillerías de todo el mundo, sobre todo aquellas europeas y norteamericanas, rechazaron la intervención del Papa reduciéndolo a un objeto de desprecio y, sin embargo, de burla, con una sola excepción: la del emperador de Austria y Hungría, el beato Carlos de Habsburgo. La lectura que el Papa ha hecho del episodio de la primera guerra mundial es de singular profundidad desde el punto de vista intelectual y de carácter ético, en la línea que fue León XIII y que será luego desarrollada adecuadamente por el gran magisterio de Pío XI y de Pío XII: leyó la primera guerra mundial como el inicio del fin de la llamada edad moderna e identificó con claridad las razones de la guerra. Si tiene consecuencias de carácter ético, social, nacional e internacional y mundial, tiene un corazón más profundo, que es la posición cultural, una antropología subyacente a la modernidad. Se trata de una antropología por la que el poder es todo, la búsqueda del poder debe ser implementado a cualquier precio, por lo que quien tiene el poder o quien se prepara a sustituir a los titulares del poder está autorizado para todo, aunque sea sacrificar a quince millones de hombres, como sucedió en la primera guerra mundial.

Esta intervención era lúcida y profética, cuando se compara con el rendimiento de los magisterios posteriores, y debe ser colocado en el contexto de las iniciativas de carácter caritativo y social que el Papa realizó a lo largo del periodo de la guerra hasta su final: una serie de iniciativas extraordinarias para calmar los dolores y para reunir a los presos con las propias familias (sólo en Italia se calcula que las iniciativas de la Santa Sede dieron como fruto el retorno a casa de más de un millón de prisioneros y de heridos). La intervención fuerte en el plano cultural, luego documentada de esta extraordinaria e implacable capacidad de caridad, fue el contrapunto de una indicación de sugerencias políticas reales en los distintos escenarios de la guerra. El Papa interviene para sugerir una, después de las otras soluciones que se pusieron en marcha en los diferentes campos en los que lucharon la guerra. Por no mencionar del hecho que el Santo Padre Benedicto XV, tan ignorado (“un Papa desconocido”, han dicho algunos historiadores en recientes biografías dedicadas a Giacomo de la Iglesia), por primera vez en su discurso Maximum illud aclaró que los misioneros de Occidente debían ir a los países de misión liberados de su cultura de origen, tratando de empatizar con las culturas que encontraban; hoy se diría inculturar la fe. Una personalidad gigantesca, en la brevedad de su pontificado. La Iglesia ha mostrado aquella extraordinaria capacidad de juicio y de caridad que es el orgullo del catolicismo a lo largo de toda su historia.

Sobre este Papa ha caído el silencio, un silencio lleno de malestar quizás porque su imagen pública, tan pequeña, tan flaca, tan caracterizada por cualquier defecto físico, no obtuvo la apreciación de la opinión pública. El único que habla de este Papa desconocido, a décadas de distancia, ha sido su sucesor, Benedicto XVI, que en su primer discurso dejó claro que el significado del nombre elegido por él, Benedicto, era para vincular su pontificado a su gran predecesor en una situación cultural, espiritual, eclesial, social y política tan similar a la que Benedicto XVI tenía en su labor.

Ahora entiendo que Benedicto XV no resulte simpático al laicismo, que, a pesar de todas nuestras ilusiones variadas e inconsistentes, odia la realidad cristiana, la presencia cristiana, el misterio de Cristo y su tradición. Entiendo que no tenga simpatía por alguien que en la fragilidad de su vida afirmaba una presencia más grande que la suya, la única presencia capaz de afrontar y de resolver los problemas de aquel tiempo, como la Iglesia, proponiendo a Cristo delante del hombre de cada tiempo, lo propone como la vida, la verdad y la vida, es decir, la única posibilidad de verdadera redención.

Pero, ¿cómo se explica este silencio aburrido y pesado del mundo católico? ¿Cómo no tener en el corazón presentar los momentos más grandes de nuestra historia, también los más dramáticos, con la conciencia de alimentar la conciencia y el corazón de los cristianos de hoy, sobre todo de los jóvenes, con una conciencia crítica de nuestra historia, que es un gran movimiento que involucra la inteligencia y el corazón de hoy y le capacita para vivir profundamente el presente para preparar un futuro diferente? ¡Cómo es pobre una sociedad que vive sólo instintivamente en el presente y cómo no es menos pobre una Iglesia vinculada exclusivamente al aquí y ahora, que el presente no radica en la tradición del pasado y, por lo tanto, no es capaz de diseñar este presente un futuro adecuado!

Una vez mi gran amigo el cardenal Giacomo Biffi me dijo amargamente, recordando los momentos de la historia de la Iglesia en los que habían participado, que la gratitud es una rara virtud. Quizás es verdad lo que el cardenal dice, pero es aún más grave apuntar que la gratitud es una virtud que está desapareciendo incluso en la vida de la Iglesia.

Mons. Luigi Negri
Arzobispo de Ferrara-Comacchio

Publicado en www.culturacattolica.it y en el Semanario Fiesta de las Diócesis de Granada y Guadix