Fecha de publicación: 20 de enero de 2022

Nació en 1856 en el seno de una familia católica, quedando huérfana de madre poco después de nacer. Dueña de una naturaleza gentil y dócil, mostraba signos claros de una inclinación hacia la oración. Hacia sus doce años y ante una imagen del Niño Jesús, ella profesó un voto de castidad perpetua.

Cuando empezó a distinguir una vocación para la vida religiosa, intentó ingresar al Monasterio de las Monjas Sacramentinas en Nápoles, pero su padre no permitió que esta intención prosperara. No obstante, sí logró su consentimiento para ser recibida como candidata de las Clarisas Pobres en su Monasterio Florentino. Sin embargo, en vista de la enfermedad que la aquejaba se le fue denegado su ingreso dos veces y se le obligó a regresar con sus padres para que recibiera un tratamiento. Tras su recuperación, obtuvo el permiso para entrar al Monasterio de las Monjas Sacramentinas. En 1876 se le entregó el hábito y adoptó el nombre de Hermana María Cristina de la Inmaculada Concepción. Aquí también cayó enferma y se le ordenó abandonar la gran aventura que con inmenso fervor había emprendido.

A estas alturas ella comprendió que había llegado el momento de dedicar su vida a un Instituto hacia el cual ella siempre se había sentido llamada. Es así como en 1878, mientras ocupaba una habitación que rentaba a las Hermanas Teresianas de Torre del Greco, ella decidió la fundación de una nueva familia religiosa que actualmente leva el nombre de: la Congregación de las Hermanas, Víctimas Expiatorias de Jesús en el Santísimo Sacramento. Esta nueva congregación creció rápidamente a pesar de los obstáculos financieros y de toda índole, así como la salud inestable de la fundadora.

Luego de su residencia en numerosos lugares, la comunidad se estableció cerca de Nápoles. El nuevo Instituto encontró diversas dificultades pero de muchas maneras también se hizo presente la Divina Providencia y disfrutó de la ayuda de muchos benefactores. El Instituto creció en integrantes y en comunidades y demostró gran devoción a la Eucaristía y cuidadosa atención a la educación de los jóvenes.

El 2 de noviembre de 1897 la fundadora, junto con muchas de las hermanas, hacía su profesión perpetua. Vivió su consagración con generosidad, perseverancia y con gran gozo en su espíritu. Mantuvo el cargo de superior general con humildad, prudencia y amabilidad, ofreciéndole a sus hermanas un constante ejemplo de fidelidad a Dios, a la vocación de cada uno y de afán por mantener el crecimiento del Reino de Dios.

Su espiritualidad de expiación era tan fuerte, que se convirtió en el carisma del instituto. De hecho, entre los fragmentos que se conservan de su autobiografía, escrita en obediencia a su director espiritual, se lee que: “el motivo principal de este trabajo es la reparación por las ofensas que recibe el Sagrado Corazón de Jesús en el Santísimo Sacramento, especialmente por los tantos actos de irreverencia y descuido, comuniones sacrílegas y sacramentos celebrados pobremente, por las Santas Misas a las que se asiste sin prestar la menor atención, que amargamente perforan ese Sagrado Corazón, por tantos de sus ministros y tantas almas que están consagradas a Él, que se confunden con esta gente ignorante y dañan su Corazón más todavía. (…) A los Perpetuos Adoradores del divino Corazón de Jesús quiere confiar la dulce y sublime tarea de Víctimas de la adoración y reparación perpetuas de su Divino Corazón, tan horriblemente ofendido y afrontado en el Santo Sacramento de amor. (…) A los Adoradores Perpetuos, en su vida activa y contemplativa, (…) el Sagrado Corazón de Jesús confía la dulce tarea de Víctimas de Caridad y reparación; de caridad porque se les ha confiado con el cuidado de sus hijos”

La beata murió el 20 de enero de 1906. Fue beatificada por el Papa Juan Pablo II, el domingo 27 de abril de 2003, durante la Misa celebrada en la Plaza San Pedro con ocasión del segundo Domingo de Pascua, solemnidad de la Divina Misericordia.