Fecha de publicación: 13 de mayo de 2020

Muy queridos hermanos y hermanas (saludo de manera especial a todos aquellos que, desde diversas partes del mundo, nos seguís a través de las cámaras de televisión):
El Evangelio de hoy es un clásico. De esos pasajes del Evangelio que se quedan grabados en la mente y en el corazón. Jesús es la vid, que tiene vida propia; que sale de su raíz −aunque en este caso su raíz son raíces celestes, porque el Hijo proviene del Padre−. Pero nosotros, en cambio, somos sarmientos, que no tenemos vida propia. Sólo en la medida en que estamos unidos a la vid, entonces vivimos y damos fruto, y nuestras vidas fructifican, que es justamente lo que el Señor quería de nosotros: “Yo he venido para que deis fruto y vuestro fruto permanezca”. “Yo he venido para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría llegue a plenitud”. Es decir, Dios no busca de nosotros fines ajenos a nuestro propio bien. Ninguno. Ni siquiera Dios tiene ningún interés, porque nosotros no le damos nada a Dios; en cambio, todo lo que somos lo hemos recibido del Señor y lo que Él quiere es que nuestras vidas florezcan y fructifiquen, y en ese fructificar de nuestras vidas está nuestra alegría, nuestra alegría verdadera: el gozo de ser lo que uno está llamado a ser.

Estamos llamados a estar injertados en la viña que es el Hijo de Dios, en la vida del Hijo de Dios. Sólo que la conclusión de este Evangelio no puede ser el decir “bueno, yo voy a permanecer unido a la viña”, y que esa vida dependiera de nuestra voluntad, de nuestro empeño. No. Esa vida es gracia. Gracia que nos es dada y que nosotros acogemos. Pero todo empieza en la Gracia. Primero viene la gracia. La gracia suscita nuestro deseo y la fuerza para obrar. Todo nos viene de la Gracia. Es semejante a lo que dice San Juan, que es un pasaje que cita mucho el Papa Francisco, cuando dice que el Señor nos “primerea”, que la gracia nos “primerea”, que quiere decir que la Gracia va por delante de nosotros, y hace referencia a un pasaje de San Juan: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero”. Es decir, si hasta el primero de mis sentimientos y el último, y todos mis pensamientos, mis palabras, todo en definitiva, a través de mil causas que me hacen ser −vivir en este momento de la Historia y que recibo de mis padres los rasgos de mi rostro, mi forma de ser y hasta mi carácter en cierto modo−, todo eso tiene su fuente en el Señor. Y hasta mi desear, salvo que me deseduquen a poner mi felicidad en cosas que sabemos por experiencia no nos hacen felices, pero mi desear ser feliz, mi desear la plenitud es ya una Gracia.

Es como el amor. El amor verdadero siempre aparece suscitado desde algo exterior a nosotros. Nos viene de fuera. El amor surge. El amor es lo más libre que hay. No hay nada que sea tan libre como el gesto de darse, de dar, de ayudar, de entregarse. Pero nadie se entrega si previamente no ha recibido amor. ¿Por qué queremos y por qué obedecemos, incluso? ¿Por qué los niños pequeños obedecen a su madre? Pues, porque su madre la han visto −sin necesidad de que ellos se hagan ese pensamiento−, cientos de veces, miles de veces, cuidar de ellos, estar pendientes de que no se caigan, atenderlos cuando tienen fiebre o cuando están malos, prepararles la comida, ayudarles a comer. ¿Y qué niño duda de su madre? Nadie. Si nosotros cayésemos en la cuenta de que todo lo que somos lo hemos recibido de Dios, tampoco nosotros dudaríamos de Dios.

Dice la oración de la Misa de hoy: “Oh Dios, que amas la inocencia y la devuelves a quien la ha perdido –(decía yo estos días que la Resurrección lo primero que hace es darnos la certeza del perdón de los pecados, que era uno de los gestos grandes en el ministerio de Jesús. Jesús se pasaba la vida perdonando los pecados), atrae hacia Ti los corazones de tus siervos, para que nunca se aparten de la luz de tu verdad, los que han sido liberados de las tinieblas del error”. Pero ese “atrae hacia Ti los corazones de tus siervos…”, hasta el desear acercarnos a Dios no es posible si Tú no nos atraes, y esto abre un espacio a uno de los puntos quizás más olvidados y más importantes sin embargo del apostolado cristiano. ¿Qué es lo que atrae de la vida de la Iglesia? La belleza de la vida de la comunidad cristiana. La belleza de las relaciones humanas en el seno de la familia de los hijos de Dios, la belleza de nuestras relaciones, en las cuales sabemos que el Señor vive en nosotros, que mora en nosotros, a pesar de nuestras torpezas y de nuestra pequeñez; la belleza de que podemos perdonarnos y que podemos perdonarnos sin límite, que es probablemente lo más bello que podemos mostrar. El predominio del perdón. La capacidad de perdonar como nosotros mismos hemos sido perdonados y gracias a que nosotros mismos hemos sido perdonados. “Atrae hacia Ti nuestros corazones”. El apostolado no es convencer, no es amenazar a nadie con nada. El conocimiento de Cristo crece por atractivo. Como un chico y una chica, se ven, se quieren y se atraen. Pues así. Eso Le pedimos al Señor: que Él nos atraiga para que estemos unidos a Él, para que permanezcamos en Él y Él en nosotros, y nuestras vidas den fruto y nuestro fruto sea un fruto que permanece.

Hay una oración que hace el sacerdote en la Misa justo antes de comulgar, y quienes seguís esta Eucaristía por la televisión, tenéis esa misma frase en la Comunión espiritual, que muchos os veis obligados a hacer por no poder participar físicamente de la Eucaristía. Y el sacerdote Le pide al Señor antes de comulgar: “No permitas nunca que me aparte de Ti”. Es una oración preciosa, pero tiene ese mismo sentido: no dejes que yo me aparte de Ti. Es lo que se dicen dos personas que se quieren, es lo que se dicen dos amigos, pero en este caso el amigo es la vid, el amigo es la vida, el amigo es el Camino, la Verdad y la Vida. Nosotros hemos sido injertados en esa Vida por tu Gracia, Señor.

No permitas nunca que ninguno de tus hijos nos apartemos de Ti.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

Iglesia parroquial del Sagrario-Catedral (Granada)
13 de mayo de 2020

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