Fecha de publicación: 6 de septiembre de 2019

Muy querido D. Jorge, hermano obispo, gracias a cuya generosidad estoy yo celebrando o presidiendo esta Eucaristía, siendo él vuestro pastor y vuestro obispo, pero que me da esta ocasión de expresar nuestra comunión, el gozo de formar parte de la única Iglesia de Jesucristo y de ser parte de la misma familia, del mismo Pueblo, del mismo Cuerpo;
muy queridos hermanos todos;

Repito mi alegría de estar viviendo por primera vez en mi vida esta experiencia del encuentro con la Iglesia nicaragüense. Una iglesia viva. Y no lo olvidéis, sois, en gran medida, los pueblos de América Latina la esperanza. Vuestra fe es la esperanza del mundo. La esperanza de la vieja Europa, que el Papa decía no hace mucho “es como la ‘abuela’ que se está poniendo mayorcita”. Y es verdad que nuestras iglesias van siendo “mayorcitas”. Y vosotros sois una Iglesia joven, llena de juventud y de vida. A lo mejor, os faltan muchas cosas. A lo mejor, os falta incluso a veces libertad suficiente en algunos países y en algunos lugares, pero tenéis la fuerza y la riqueza de vuestra fe, de vuestra esperanza, de vuestro amor y de vuestra comunión. Y eso, que son los tesoros más importantes de la vida, conocéis a Jesucristo, lo amáis; eso que vale más que la vida misma, porque es fruto de la Gracia del Señor, lo tenéis y podéis derramarlo por el mundo. Y podéis derramarlo. Y hay otros mundos que tienen otras cosas -más tecnología, más riquezas temporales, más comodidades, más placer-, y sin embargo, les faltan esos motivos para luchar y para vivir. Por lo tanto, no os sintáis más pobres o más desgraciados que otros. Sentiros llenos, ricos, porque tenéis al Señor, y capaces de dar a muchos algo que vale más que la vida que es la fe, la esperanza y el amor.

Para mi, estos días están siendo unos días verdaderamente grandes. Y D. Jorge tuvo la idea, en el primer momento que nos encontramos, ya que nuestras dos diócesis se llaman Granada (aunque “La gran sultana” solo sois vosotros, que he aprendido aquí que es como llamáis a vuestra gran ciudad; “la gran sultana” significa en árabe “la gran poderosa”). Él ha tenido la preciosa idea de que hermanemos nuestras diócesis y, de una manera o de otra, tratemos de establecer relaciones más fuertes de comunión y de ayuda para algunas cosas que él tiene pensadas y que me parece que son iniciativas bellísimas y preciosas. Y que me parece que también nosotros tenemos, los andaluces. Hay un sacerdote de Almería y yo mismo en Granada, tenemos una deuda con una misionera almeriense, a quien yo tuve el honor de poder ayudar en los comienzo de su vocación misionera, y que ha estado en esa región. Ha estado en muchos sitios. Ha estado enseñando también en el Seminario de Granada y participando en las asambleas diocesanas, y haciendo otras cosas… Y luego, finalmente, se fue a los poblados más humildes de Malacatoya, para servir en los últimos años de su vida a los más pobres. Se llama, aunque ya no esté con nosotros porque murió hace unos meses, María Luisa Castillo Chamorro. Y yo estoy también aquí en homenaje a su entrega misionera y a su alegría hasta el último respiro de su vida y con el deseo de que su obra no se pierda y de que podamos continuar desde Andalucía, en la medida en que podamos, ayudando a esos poblados arroceros de Malacatoya como ella ha dado su vida por ellos.

Dicho eso, ya las moniciones han explicado un poquito el sentido de las Lecturas y yo no voy más que ha ahondar un poquito en lo que ya se ha dicho.

El Señor usa muchas veces en el Evangelio una cosa que se llama “paradoja”: una cosa parece una cosa y resulta que es la contraria. Os pongo un ejemplo. Cuando Jesús dice “El que ama su vida la pierde, y quien la pierde la ganará para la vida eterna”. Eso es una paradoja. Y es una paradoja que no es que se la inventa el Señor, sino que está en nuestras vidas. Todos nosotros tenemos la experiencia, más grande o más pequeña, de que el amor cuesta. Porque el amor no es apoderarse de la otra persona, adueñarse de la otra persona, o dominarla, sino servirla. El amor es siempre un servicio: salir de uno mismo para servir al destino, al bien, a la vocación de otras personas. Eso es lo que los buenos padres hacen por los hijos. Eso es lo que un buen marido hace por su mujer y lo que una buena esposa hace por su esposo. Cuando hay amor de verdad, el amor no es atracción. La atracción es muy fácil. Eso no tiene ningún misterio. Entre la atracción y el amor hay un camino muy largo y el amor siempre significa salir de uno mismo para darse al otro, para servir al otro, para ser instrumento de la plenitud de la vocación y de la vida del otro.

Y el amor cuesta, siempre nos cuesta salir de nosotros mismos, siempre estamos esperando que los otros nos quieran, que los otros hagan por nosotros cosas, que los otros salgan de ellos mismos y nos quieran a nosotros, y hasta nos enfadamos un poco y nos disgustamos cuando no nos quieren y pensamos que tienen la obligación de querernos. Eso nos pasa con mucha frecuencia. Y sin embargo, sólo cuando amamos somos felices. Sólo cuando amamos de verdad, cuando salimos de nosotros mismos nos encontramos de verdad a nosotros mismos. Eso es una paradoja. Quizás la más grande del Evangelio. El Señor ha salido del Cielo, de la Gloria con el Padre, para venir a estar con nosotros que somos pobres, que valemos poquito, que nuestras vidas duran muy poco, que a penas merecemos el amor de nuestras familias. Y sin embargo, Dios nos quiere. Dios nos quiere en Su Hijo con un amor infinito, y no deja de querernos por muchas veces que nos equivocamos, que obremos mal, que seamos torpes, que no hemos sabido hacer bien las cosas.

Dios es Amor y nos ama así, y nosotros que somos imagen de Dios de ahí la paradoja. Aunque nos cueste, tenemos que aprender a amar, y cuando amamos somos felices. Y cuando no amamos sino que nos buscamos a nosotros mismos malgastamos la vida, la perdemos, la tiramos por el suelo como si no valiera nada. Y al final terminamos no queriéndonos y eso pasa mucho en el mundo de hoy, pasa mucho, los hombres no somos capaces de querernos a nosotros mismos y no nos queremos a nosotros mismos porque nos hemos olvidado de que Dios nos quiere, y nos hemos olvidado del amor de Jesucristo, y de quién es Jesucristo y qué hace Jesucristo por nosotros. Y entonces no somos capaces de querer a los demás, no aguantamos, en seguida nos enfadamos por cualquier cosa, no sabemos querer. Y lo más tremendo es que al final no somos capaces de querernos a nosotros mismos.

Las Lecturas de hoy hablan de ese amor y de esa paradoja. Jesús pasó haciendo el bien, y en lo que dice hoy dice: “Yo no he venido a traer la paz; he venido a traer la división”. Y dices, “¿pero cómo es eso?”. Si la división es lo que hace el Enemigo; si la división es lo que hace el Diablo. La especialidad del Diablo es dividir, ¿cómo dice Jesús que ha venido a dividir?, ¿no eres Tú, Señor, el Príncipe de la Paz? ¿No decía San Pablo que Tú has venido para reconciliar y unir a los dos pueblos que estaban enfrentados?, ¿a los judíos y los gentiles?, ¿cómo dices ahora que has venido a traer la división? Pues, por una cosa que también es muy humana. Es lo que decía la monición: los hombres estamos todos ahí y cuando alguien tiene el valor de decir la verdad, aunque esa verdad duela, aunque esa verdad cueste un poquito, en lugar de agradecérselo lo que hacemos es ir contra él. Eso le pasó a Jeremías sobre todo, pero les pasó a casi todos los profetas. En el mundo antiguo, todos los reyes tenían sus profetas, todos, también los reyes de Egipto, de Mesopotamia, de Asiria, de Babilonia. Había hasta escuelas de profetas, los llamaban los hijos de los profetas, pero siempre le decían al rey lo que el rey quería oír. Esos son los falsos profetas. Los profetas del Antiguo Testamento, porque de los otros no se acuerda nadie, ni siquiera sabemos sus nombres. En algunas columnas de templos están escritas sus profecías de cómo el rey siempre iba a tener la victoria. Los profetas que nos acordamos de ellos, Oseas, Miqueas, Jeremías, no le decían al rey lo que le gustaba oír, y casi todos ellos murieron mal o acabaron mal. Ellos le decían lo que Dios les decía que dijeran. Y les hablaba del Amor de Dios y de la Alianza, pero les recordaba que si el rey violaba la alianza con Dios y se olvidaba de Dios, y que si el pueblo se olvidaba de Dios, pues iba a sufrir. Unas veces iba a sufrir derrotas y pérdidas en las cosechas y otras cosas, pero lo más grande es que iba a sufrir en que Dios se olvidaría de ellos. Y si Dios se olvida de nosotros, estamos perdidos. Porque la riqueza más grande que tenemos es justo Dios y el Amor de Dios.

Al Señor le pasó lo mismo que les pasó a los profetas. Él mismo lo dijo: “Dichosos vosotros cuando os persigan, cuando os calumnien por mi causa, alegraos” (…) regocijaos, porque lo mismo hicieron con los otros profetas antes que vosotros y lo mismo hicieron con Jesús. Jesús pasó haciendo el bien, curaba enfermos, aliviaba y perdonaba los pecados, aliviaba a los pecadores que vivían con el peso de sus pecados. Y en el mundo judío, vivir con el peso de sus pecados era excluirse del pueblo, ser un marginado, no poder participar de la vida del pueblo. Y Jesús anunciaba que el Reino estaba cerca y que los pecadores podían entrar en él. Esa es la violencia de la que habla Jesús cuando dice “y los violentos vienen al Reino y lo arrebatan”. Eran los pecadores a los que Jesús les abría las puertas enteras para que entrasen y se supieran amados de Dios. Y eso le costo a Jesús la vida; eso hizo que Jesús fuera a la cruz. Y no fue con desgana: lloró, sufrió, la noche de los olivos sudaba sangre del terror de su soledad, hasta los amigos se dormían cuando él estaba apunto de dar la vida. Pero, también dijo: “Nadie me quita la vida. Yo la doy porque quiero”. El Señor dio Su Vida por nosotros y ese es lo que tenemos que mirar como ejemplo.

Así que, hermanos, como decía la Segunda Lectura, haya las dificultades que haya en la vida, si han conocido a Jesús; si han conocido el Amor de Dios, no vendan ese amor por nada, no cambien ese amor por nada. Porque nada en este mundo, ni las riquezas más grandes, ni los bienes más grandes que pudiésemos imaginar valen lo que vale el poder vivir en el amor de Dios y en la libertad gloriosa de los hijos de Dios. ¿Que vienen dificultades? No se extrañen, no se acobarden, no se cansen, no teman, hagan frente apoyados en el Señor y apoyados en la comunión de unos con otros. Un cristiano nunca está solo, el que se queda sólo se pierde. Pero si estamos unidos, esa es la victoria que vence al mundo, nuestra fe, nuestra comunión, porque la comunión es sólo de Dios. Los hombres nos dividimos, los hombres nos separamos pero Dios después de hacer esa primera separación de los que tienen fe de los pecadores que se vuelven sobre los que tienen fe, aunque padezcamos la persecución, la victoria es siempre del Amor infinito de Dios. Amor infinito por cada uno de ustedes. Si yo me supiera los nombres, los diría, uno por uno. Los niños que están en la primera fila los quiere Dios Padre con un amor infinito. Pero a cada uno de nosotros, más pobres o más ricos, más pecadores o menos pecadores, más débiles o menos débiles, por cada uno de nosotros habría el Señor derramado Su Sangre.

Así que mírenle a Él, no teman, no se cansen, no se acobarden, no tiren nunca la toalla. Yo les decía ayer a unos niños de Malacatoya, tratando de explicarles un poquito el Evangelio de hoy, que podemos perder muchos partidos pero que la liga es nuestra; que la liga la ha ganado el Señor y el Señor no se deja ganar por nadie, así que podemos perder este partido y, a lo mejor, podemos perder esta vida de aquí abajo, o podemos perder la fama o lo que sea, pero la liga la ganamos nosotros, porque la gana Jesucristo, porque no se deja ganar por nadie. No se va a dejar ganar el amor infinito que Dios nos tiene a cada uno de nosotros.

Que así sea. Que lo podamos disfrutar juntos.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

18 de agosto de 2019
Catedral de Granada (Nicaragua)