Fecha de publicación: 18 de diciembre de 2018

Os confieso que esta celebración es ya tan familiar que resulta ya como uno de esos hitos que hay a lo largo del año y que uno no quisiera perderse. Y aunque estemos celebrando hoy de color morado, porque comienza el Adviento, sabemos que quien nos ha convocado es nuestra Madre Inmaculada que proclama algo muy parecido al Adviento. No en vano, la Inmaculada se celebra en Adviento, y Adviento es el tiempo especial de la Virgen, tanto o más que el mes de mayo. Es la Virgen de la Buena Esperanza. Es la Virgen que anhela la llegada de su Hijo, como nosotros anhelamos, ¡Dios mío!

A mí me parece que el tiempo de Adviento es siempre de los tiempos litúrgicos que más fácilmente conecta con el corazón del ser humano. Es más, yo diría que es lo que más inmediatamente (hay muchas cosas) que hablan de nuestra condición humana como algo inconmensurable con ninguna otra especie animal. Y por lo tanto, con nuestra apertura al infinito, nuestra apertura al Misterio sin fondo, que llena la realidad y que llamamos Dios, y es Dios, porque la realidad no existe fuera de Dios. El viejo Catecismo lo decía de una manera muy sencilla y muy transparente, y sin embargo hábitos de pensamiento, introducidos en nosotros desde siglos, hacen con facilidad que pensemos que Dios esté fuera de la Creación, un poco (me perdonáis el carácter burdo de la comparación) como el emperador de la Guerra de las Galaxias: alguien que está rodeado de ordenadores, un gran ingeniero que gobierna. Pero la verdad es que cuando nos lo imaginamos así, el ingeniero resulta ser bastante malo, porque en el mundo hay un montón de cosas que no funcionan, empezando por nuestro propio corazón.

El Catecismo nos decía: “¿Dónde está Dios? En el cielo, en la tierra y en todas partes”. Y es verdad que es imposible mirar a cualquier realidad del mundo, pero sobre todo mirar a la realidad humana, sin tener la sensación de vértigo de quien se asoma a un abismo; un abismo que no tiene por qué dar miedo, sino un abismo de Luz, de Belleza, porque es el amor por ejemplo lo que más nos identifica con Dios y la necesidad de amor, y el deseo, y el anhelo de un amor, de un amor verdadero. Intuimos, aunque no hayamos conocido nunca un amor así, que un amor verdadero tiene que ser un amor para siempre, un amor que no canse, un amor que no sea posesivo, que no trata de utilizar al otro para satisfacerse uno, sino un amor que se da, como se comunica la vida, como se comunica la alegría, y que al dar no se pierde.

El tiempo del Adviento es el tiempo que nos propone que contemplemos sin censuras, sin prejuicios, nuestro propio deseo, nuestro propio anhelo. Porque ese deseo es una guía hacia Dios. Y es verdad que sería profundamente cruel el que esos deseos existieran en nosotros y no tuvieran cumplimiento. Y por eso, a los hombres nos resulta tan difícil mirar de frente a los ojos a nuestros deseos. Pero también sería humanamente inconcebible, muy cruel y muy indigno de algo a lo que pudiéramos llamar “Dios” que esos deseos tan grandes, tan extraordinarios, tan bellos que hay en nosotros (¡que los suscita además la Belleza! Este lugar es un lugar bello y a todos nos agrada celebrar aquí, o nos sorprende)… sería muy cruel, sería indigno de alguien a quien pudiéramos prestar nuestro corazón y nuestra adhesión. Pero, al mismo tiempo, es imposible pensar que esos deseos estén ahí para nada, porque como no hemos tenido nunca ninguna experiencia de nada que sea realmente infinito. Como todo lo que conocemos son realidades contingentes, realidades que viven un tiempo, que nacen, que mueren. Entonces, ¿de dónde nace en nosotros ese deseo? Ése es el drama de la vida humana. Y ése es el drama que el Adviento nos pone en nuestra mirada, nos pone en nuestros ojos. Y la celebración a la que nos preparamos es a poder responder a esas preguntas, a esos deseos del hombre diciendo : “Tienen una respuesta”, “han tenido una respuesta”: la Creación, la historia entera de la Salvación es fruto de un Amor que ha tenido su culminación, después de preparar durante casi 2.000 años a un pueblo para que pudiera entender la Encarnación del Hijo de Dios; tiene su cumplimiento y su plenitud, precisamente, en esa Encarnación, que es un abrazo de Dios al hombre.

Lo que celebramos en Navidad es una boda. Y lo que los cristianos conocemos es justamente -lo decía esa novelista americana fantástica que es Flannery O’Connor- que “Dios, a pesar de todas las miserias humanas (añade Mons. Martínez: que nosotros tampoco tenemos ningún recato en mirarlas de frente: sabemos lo que damos de sí los hombres, sabemos lo que es la miseria humana, en todas sus formas individuales, colectivas, miserias de los países, miserias de la historia… y sin embargo, a pesar de toda esa miseria humana), el Señor no ha tenido ningún inconveniente en abrazarse a nuestra humanidad, en hacerse uno con ella”. Palabras de san Juan Pablo II: “Hacerse compañero de camino de los hombres en el camino de la vida”. Ser cristiano es eso. Es saber que esos deseos no están sin respuesta y proclamar el Evangelio no es tanto proclamar (apelo al comienzo de una de las Encíclicas de Benedicto XVI, preciosa, “Dios es Amor”) que “el cristianismo no es una serie de creencias, ni siquiera una serie de principios morales”. Eso está, pero es derivado de la experiencia del encuentro con Jesucristo vivo. Y ese encuentro con Jesucristo vivo es acoger justamente la respuesta a nuestros deseos, la certeza, y vivir; vivir en la comunión de la Iglesia, en la comunión sencilla de este Pueblo de pobres seres humanos, también pobres, también contingentes, también con defectos, también a veces con miserias muy grandes, pero donde el Señor está presente y sale a nuestro encuentro, viene a nosotros.

A raíz de ese momento, uno entiende el Evangelio de hoy y uno entiende “¿que hay catástrofes?”, no importa; ¿que hay situaciones de la historia que nos hacen temer o vacilar?”…, porque nuestro corazón es pequeño, porque nos falta fe. Jesús habla de los signos, la luna, las estrellas, toda clase de catástrofes en la Historia, y nos dice: “Cuando veáis que eso sucede, no temáis; alzad la cabeza que se acerca vuestra liberación”. Es decir: mirad al Señor que viene, porque el Señor viene siempre. No hay nadie que le abra el corazón y que lo busque que no pueda encontrar. Y encontrar eso: que nuestros anhelos de felicidad, de amor, de belleza, de bien, de unas relaciones humanas hechas de afecto, de respeto… Me diréis: “Si eso casi no existe en nuestro mundo”. Pues, no existe y sí existe, de una manera misteriosa. Y los hombres no nos resignamos en absoluto a vivir en un mundo meramente animal, meramente natural, meramente de satisfacción de nuestras pulsiones o de nuestros intereses. Exigimos más. Por ejemplo, todos tal vez no somos capaces de querer de esa manera gratuita, pero todos deseamos que nos quieran de una manera gratuita y a todos nos ofende… y por qué nos ofende si pensamos que el amor es eso, normalmente; por qué nos ofende ser objeto de los intereses de otro. Porque nuestro corazón no está hecho para eso. Nuestro corazón está hecho para la gratuidad. Nuestro corazón está hecho para la infinitud de un amor que se da sin esperar nada. Como somos imagen de Dios, y eso es lo que se cumple de una manera inicial, como un embrión de esa vida nueva, como un embrión de ese Pueblo nacido del costado abierto de Cristo en nuestra Madre Inmaculada, la Virgen.

Cuando celebramos a la Inmaculada, no celebramos las virtudes humanas voluntaristas, de esfuerzo. Celebramos la Primacía absoluta de la Gracia. Eso me lo habéis oído decir casi todos los años que digo que la Proclamación del Dogma de la Inmaculada casi coincide en el tiempo, más arriba o más abajo, con la proclamación del “superhombre” de Nietzsche. Y muestra el carácter revolucionario de la fe cristiana, ya en el siglo XIX, cuando se daba cuenta sencillamente que no, que la realización plena humana no nace de que nos empeñemos “vamos a hacer un mundo de paz, un mundo en el que no haya más guerras”. Cuidado que no hemos dicho veces eso desde la Guerra de Secesión americana, una detrás de otra: “Vamos a hacer un mundo donde todos vivamos como hermanos; vamos a hacer un mundo donde todos compartamos…”. Si lo pudiéramos hacer nosotros; si existiera la fórmula farmacéutica para lograr un mundo así… pero no existe la receta. Existe un camino: abrir nuestros corazones a la Gracia de Dios. Y la Gracia de Dios que triunfa en la Virgen María, triunfa; está llamada a triunfar también en nosotros.

¿Sabéis el país del mundo donde la Iglesia crece más en este momento? No os lo imagináis, ni de lejos… Lo digo yo, porque es una sorpresa, lo ha sido para mí también. ¿Os acordáis todos de una película llamada “Apocalypse now”? Terrible, ¿no? “El año que vivimos peligrosamente”… ¡Cuántas películas sobre la Guerra de Vietnam! Si yo os digo que en Vietnam el año pasado hubo 130.000 conversiones de adultos a la Iglesia Católica… y es un país donde está prohibida la fe, y es casi una colonia de China. Si os digo que en Shaigon, el gran Saigón que se está construyendo, donde está prohibido que haya seminarios, hay 3 seminarios con lista de espera los tres. Y como no pueden ser seminarios son piscifactorías. Los seminaristas se dedican a criar truchas, por la mañana y por la tarde, y después de rezar Vísperas se ponen a estudiar teología. ¡Casi no tienen textos! No tienen más que la Biblia, el Concilio y el Catecismo.

Del año 2015 a ahora, entre congregaciones vietnamitas que han nacido en Vietnam, y son muchas, y las que han venido de fuera, se han implantado 83 nuevas congregaciones religiosas. Que es verdad que el Señor viene. Que la Historia está llena de catástrofes, que lo ha estado siempre, que no hay ninguna sorpresa en eso. Y basta que unos corazones… Celebrábamos la semana pasada unos mártires, una cantidad innumerable de mártires en Vietnam en el S. XIX, y los canonizó Juan Pablo II. Y después, es el lugar del mundo en este momento donde la Iglesia crece más entre gente joven. Y tal vez, nuestros ofrecimientos, nuestras súplicas, son escuchadas en otro rincón del mundo, porque todos formamos parte de esos vasos comunicantes que se llaman en cristiano la comunión de los santos. Pero el Señor no deja nunca el mundo solo. Y el segundo país donde la Iglesia crece más deprisa es China. Me enseñaron a mí hace unos meses unas fotos. Como eran en blanco y negro, yo pensé que eran de principios del siglo XX, pero resulta que no, que son de 1996, y están publicadas en un libro por un fotógrafo chino, al que le han roto muchas veces la cámara, que ha estado en la cárcel varias veces. Pero una de las fotos es un cura sentado en una silla en un pueblo con su estola, confesando, y una cola de gente esperando para confesar ¡en la calle!, y unas veinte o treinta personas de rodillas esperando la confesión.

¡Que el mundo no es lo que nos cuenta la tele! ¡Gracias a Dios! Que sepáis que Dios no abandona a su pueblo, no abandona a los hombres. Y que en el momento que parece que más catástrofes puede haber, es donde más, de repente, brilla el poder de Su Gracia. Que es lo que tiene que brillar, no lo buenos que somos nosotros. Lo que tiene que brillar es su Amor y Su Gracia. Que es lo que ha brillado en la Virgen, y cuando damos culto a la Inmaculada es lo que pedimos que brille en nuestras vidas: el Amor infinito de Dios.

No tenemos que dar ejemplo. Tenemos que dar testimonio de que hemos encontrado la respuesta a los deseos más profundos de nuestro corazón, aunque seamos muy pobres. El Buen Ladrón daba testimonio de Cristo y su vida no era precisamente recomendable. Pero dio testimonio de Jesucristo y se ganó la Promesa más grande. A lo que el Señor nos llama es a dar testimonio de Jesucristo. Seremos muy pobres, seremos muy mediocres, seremos lo que sea, pero el Señor no nos abandona, y nosotros sabemos que Él es la respuesta a las inquietudes. Y a vuestros alumnos. Vuestros alumnos se mueren de sed de poder pensar que hay esa respuesta. Creen que no la hay y, desde luego, creen que lo que hacemos en la Iglesia no sirve para nada como respuesta para los anhelos del hombre. Pues, es lo que sirve. Que lo puedan ver en vuestros ojos, en la manera como les tratáis, en la manera como estáis con ellos, en vuestra alegría, en vuestra paciencia, en vuestra perseverancia. En este mismo Evangelio de san Lucas dice, en otro pasaje muy similar a este: “Pero cuando veáis todas esas cosas que pasan, no temáis, con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”.

Señor, concédenos esa capacidad de resistencia que se basa en la certeza de que tu Amor no nos abandona. Eso es lo que celebramos esta mañana. Eso es lo que yo pido al Señor para todos los que estamos aquí, para vuestras familias, pero especialmente para vosotros, en vuestro trabajo, en la vida en general y en la facultad. Que así sea, por intercesión de Nuestra Madre.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

2 de diciembre de 2018
Monasterio de la Cartuja (Granada)